Ceuta, 16 de enero de 2016.
Hace mucho tiempo que no veía un cielo nocturno tan bello como el que contemplo hoy al levantarme. Son las 7:25 h y desde la ventana del estudio observo ensimismado el espectacular brillo de Venus, junto a la que se encuentra, a poca distancia, el planeta Saturno que con sus anillos quisiera abrazar al lucero del Alba. Nunca había visto, hasta ahora, la constelación correspondiente a mi signo zodiacal, Libra. Su forma me recuerda a las esquemáticas casas que dibujo en la pizarra a mi pequeña Sofía. Siempre dibujo mi casa soñada con un sol a la derecha que en la composición del firmamento de este esplendido día corresponde al planeta Marte. Su luz ilumina las paredes del Santa Sanctorum que guarda mi alma. Como divinidad de la guerra, Marte anima a mi alma a salir de su alojamiento y mostrarme tal y como es.
El cielo está completamente limpio. El negro de la noche da paso al azul oscuro de los primeros atisbos del amanecer. Me encanta este color y la fuerza que transmite. El día empuja desde el horizonte a la noche y la devuelve al inframundo.
Al igual que el cielo, el aire está limpio y fresco. Noto su pureza con cada inspiración.
Las estrellas comienzan a apagarse. La única que resiste con brío es Venus. La intensidad su luz la interpreto como una señal de la naturaleza para que me vista y salga a su encuentro. Acudo a su llamada sin dudarlo un instante. He tardado unos pocos minutos en vestirme y preparar mi talega con la cámara de fotos, la libreta y el bolígrafo que me sirve para traducir mis pensamientos en palabras escritas.
He seguido, como hicieron los Reyes Magos hace diez días, a mi estrella matutina que me ha guiado hasta el tramo final de las escaleras que llevan a la playa Hermosa. Para refugiarme del viento de levante me he situado a sotavento, detrás de la llaga del acantilado. Desde aquí contemplo la majestuosidad del cielo. La noche parece que le ha cedido su color al mar que luce un azul oscuro, casi negro. La intensa luz de este amanecer pinta de plata la superficie marina y de naranja al horizonte. Las gaviotas vuelan sobre mí y reclaman mi atención. No quieren que me olvide de ellas en esta descripción de este increíble amanecer invernal. Es mencionarlas en mi libreta y dejan de graznar.
Fijo de nuevo la mirada en Venus. Su luz se apaga y me cuesta localizarla en el cielo. He venido hasta aquí siguiendo su mandato. Hace que detenga mi visión en el horizonte que empieza a adquirir tonalidades rojizas. El sol comienza a emerger y Venus se despide de mí.
Me pongo de pie y abro mis brazos en cruz. Siento el cálido abrazo de los primeros rayos del sol. Cierro los ojos y sitúo mis manos extendidas, palma sobre palma, contra mi pecho. Con los ojos cerrados veo el rojo amanecer reflejado en mi interior y entiendo que la aurora del día anuncia el despertar de mi alma. Lo que hay fuera es fiel reflejo de lo encuentro en mi interior. No necesito ir muy lejos para hallar las verdades que ansío encontrar. Mis parpados son similares al velo que cubre a la Gran Diosa. Esta última se me apareció desvelada el pasado año tanto en el plano espiritual como en el real. Mis parpados corporales y espirituales han dejado de ser un impedimento para captar la verdadera imagen de la naturaleza. Con los ojos cerrados ahora veo más que lo que veía antes con los ojos de par en par. Puede dilatar la pupila de los ojos de mi alma e intuir la totalidad del cosmos. Todo se vuelve insignificante cuando lo hago. Las casas, las calles o los coches no son más que anécdotas del paisaje. Son elementos estáticos a merced de las fuerzas inconmensurables de la naturaleza. A lo que presto atención es a la luz, al sol, al viento, al mar, a los aves que vuelan ajenas a los miserables afanes humanos, a las nubes que desfilan sobre nuestras cabezas para recordarnos que somos diminutas motas dentro de la inabarcable dimensión del cosmos, a los árboles, a las plantas, en general, lo único que me interesa es la vida. Aprecio la bondad de la naturaleza y su generosidad a la hora mostrarme algunos de sus secretos. Me siento en un estado de profundo gozo que favorece que floten a la superficie de mi ser emociones intensas que dibujan un serena sonrisa en mi rostro y unas contenidas lágrimas en mis ojos. Aún me queda mucho por aprender de la vida y muchos sentimientos y pensamientos que compartir con los demás para que entre todos, de una manera sinérgica, hagamos de este mundo un lugar en el que todos los seres humanos tengan la oportunidad de lograr una vida plena, rica y significativa.
Esta mañana he venido hasta aquí siguiendo mi estrella para que la Gran Diosa me recuerde que el acorde de la música celestial es tocado por las nueve Musas, que no dejan de ser distintas facetas de la misma Gran Diosa. Me ha recordado que debemos estar atentos para escuchar lo que tiene que decirnos. No necesitamos más que abrir los ojos del alma y prestar atención a la voz de nuestro corazón que continuamente nos indica el camino correcto que para uno ha designado la divinidad. El premio que nos espera al final del trayecto es la inmortalidad. Nadie muere si consigue completar el camino de su vida.