La ciencia occidental parte de la errónea premisa de que el mundo que observamos es algo inerte y sin consciencia. La geografía tradicional es descriptiva, pero siempre se detiene en lo superficial. En la mayoría de las ocasiones el territorio es visto desde la perspectiva económica y social, es decir, como el escenario en el que se desarrolla la actividad económica y las relaciones sociales de las que personas que han ocupado u ocupan un determinado sitio. Se trata de una concepción simplista y materialista del espacio geográfico. Los historiadores, incluyendo a los arqueólogos, han dejado correr ríos de tinta describiendo lugares como el Estrecho de Gibraltar y estudiando las interacciones humanas con el medio y analizando las relaciones comerciales entre las poblaciones situadas a un lado y otro del brazo de mar que separa Europa y África, pero han descuidado el estudio de la dimensión sagrada del llamado “Círculo del Estrecho”.
Intentando ir más allá de lo evidente, pretendemos en este trabajo reflexionar sobre las relaciones que pueden establecerse entre el inconsciente humano y el potente paisaje del Estrecho de Gibraltar. No se trata de una idea original, al menos en su propósito general. En una entrevista grabada a la psicoanalista alemana Marie Louise Von Franz, la más estrecha colaborada de Carl Gustav Jung, declaró que le entusiasmaba la idea de abordar un análisis sobre los vínculos entre la psique humana y los paisajes, la cual, según la citada investigadora, tendría mucho que ver con el asunto de la sincronicidad. Según M.L.Von Franz se trataría de llevar a cabo una investigación en torno a la “geografía del alma”.
M. L.Von Franz no fue la única persona del llamado círculo de Eranos -cuyo polo fue sin duda C.G. Jung- al que le interesó la cuestión de la “geografía del alma”. Desde una perspectiva más espiritual, el arabista francés Henry Corbin dedicó una parte importante de su obra a lo que él mismo denominó la “geografía visionaria” (Corbin, 2006). En términos generales, el objeto principal de las reuniones del Círculo Eranos era el estudio de los símbolos. Todo lo que observamos puede ser objeto de una lectura simbólica. En la hermenéutica islámica se distinguen tres planos: el mundo sensible (zahir), el mundo intermedio (batin) y el mundo supraceleste. A través del desarrollo de la capacidad imaginativa, podemos superar la barrera de lo que llamamos geografía física y adentrarnos en el mundo intermedio o mundus imaginalis. En esta dimensión el único lenguaje comprensible es el de los símbolos.
Igual que percibimos los paisajes mediante determinados sentidos corporales, nuestra alma está dotada de unos órganos sutiles capaces de captar lo sublime y numinoso. Tal y como comentó Joseph Campbell, “lo sublime lo transmite un poder prodigioso o un espacio inmenso: cuando llegamos a la cima de una montaña, por ejemplo, y el mundo se abre ante nosotros…Cuando menos hay de uno, más sublime es la experiencia” (Campbell, 1997: 142). Gracias a la contemplación de los paisajes se abren puertas casi siempre cerradas al mundo de lo imaginal y los accidentes geográficos cobran un sentido simbólico generalmente oculto para la mirada profana. Para percibir el mundo intermedio es necesario que el espíritu del lugar haya encontrado su morada en nuestro corazón. El corazón pasa así a erigirse como un templo que aloja a la sabiduría. Cuando conseguimos que Sophia Aeterna regrese a nuestro templo -una vez que lo hemos despojado de obstáculos y ha quedado diáfano- la fuente del agua de la vida, existente bajo los peldaños de acceso al templo, rebrota y nutre la “tierra baldía” interior y exterior.
La idea del templo y la fuente del agua de la vida está estrechamente relacionada con un lugar imaginal citado en el libro sagrado del Corán conocido como “la confluencia de los dos mares”. En la Sura XVIII, que ocupa la centralidad del texto coránico, se alude a un personaje misterioso que vive, precisamente, en “la confluencia de los dos mares”. Hasta allí emprende su camino Moisés acompañado por su ayudante Josué para aprender de sabio al-Khidr. Descubre su morada cuando al cortar un pescado salado éste cae al mar y vuelve a la vida.
No vamos a entrar ahora en contar con detalle el mito de al-Khidr, pero sí queremos dejar constancia en esta introducción que no es el único relato mitológico, cuyo tema central es la inmortalidad, que tiene como escenario el Estrecho de Gibraltar y Ceuta. En el primero de los mitos vinculados con la idea de la inmortalidad, el de Gilgamesh, se refiere al extremo de Occidente como el sitio en el que se encuentra la planta capaz de otorgar la eterna juventud a quien la coma. Hasta aquí también llegó el desdichado Ulises arrastrado por las olas para ser acogido por la ninfa Calipso en la isla de Ogigia. Este lugar, y sus inmediaciones, fue descrito por Homero como un paraíso terrenal en el que Calipso le ofreció la oportunidad de ser inmortal.
Como el paso del tiempo, el mito homérico sobre Occidente se amplió tomando como protagonista al héroe Heracles y como actores secundarios al padre de Calipso, Atlas, y a sus otras hijas, las Hespérides, encargadas de la custodia del jardín presidido por el árbol de las manzanas de oro, igualmente capaces de otorgar la inmortalidad. Esta persistencia en la temática de la inmortalidad en la mitificación de los paisajes del Estrecho de Gibraltar puede explicarse, en parte, por la consideración circular del tiempo y el espacio en la antigüedad y en la Edad Media. Si bien Occidente es un espacio relacionado con la muerte, simbolizada por el ocaso del sol, a la muerte sigue la resurrección del astro rey y la continua renovación de la vida.
Los lugares relacionados con la renovación de la vida son considerados, en la cosmovisión mítica, “el centro del mundo”. A partir de este centro se dibuja un círculo sagrado que marca el límite entre el caos y el orden. Este último es establecido mediante una serie de rituales que permiten trasladar el orden cósmico al espacio que va a ser consagrado. La vinculación entre los poderes telúricos y celestiales queda establecida por el Axis Mundi, en muchas ocasiones simbolizado por el árbol de vida (Eliade, 2017). Los aludidos poderes del inframundo son simbolizados por cuevas o fuentes de agua. Así lo vemos en una representación del árbol sagrado del Jardín de las Hespérides (Campbell, 2018: 45, fig. 9). Sobre este esquema se desarrolla la idea del templo y de la fuente del agua de la vida que brota bajo los peldaños de su entrada, a la que ya nos hemos referido con anterioridad.
El Axis Mundi es un eje que comunica los tres planos de la existencia (ctónico, terrestre y celestial) y al mismo tiempo una columna que soporta al cielo. Por este motivo, y para darle más consistencia, el Axis Mundi adopta, en muchas ocasiones, la forma de una montaña. Siguiendo este planteamiento, el Estrecho de Gibraltar tendría un doble eje o Axis Mundi: las llamadas columnas de Heracles. La africana ha sido identificada, bien con el Monte Hacho, o bien con el Yebel Musa. En esta última podemos reconocer la figura tendida y petrificada del Atlante dormido, cuyo castigo por enfrentarse a los gigantes olímpicos fue soportar sobre sus hombros el globo celeste. No podemos encontrar una mejor manera de representar el concepto del Axis Mundi. Atlas sólo se libró de este castigo durante el breve lapso de tiempo en el que descargó su carga sobre los hombros del Heracles para ir a por las manzanas doradas del jardín de la Hespérides, una vez que el héroe había matado con una de las flechas a la temible serpiente Ladón que protegía el árbol de la vida. Con este gesto, Heracles asumió el papel de Axis Mundi y consagró su papel heroico.
La gran hazaña de Heracles fue romper el círculo sagrado del mundo conocido permitiendo que las aguas de la consciencia se vieran enriquecidas por las oscuras y tenebrosas aguas del inconsciente. Este acontecimiento tuvo una gran trascendencia, ya que inaugura un nuevo tiempo en el que la estructura de consciencia mágica y mítica empieza a ser sustituida por la consciencia mental. El círculo mágico es un arquetipo de la Gran Madre, así que su ruptura supone también el derrocamiento de la diosa y el ascenso del principio masculino como regidor absoluto de un devenir que adopta una forma lineal. Ya no existen barreras mentales para un progreso humano que, poco a poco, impone lo profano y barre lo sagrado. Si bien durante el imperio romano perduró la consideración sagrada de la naturaleza, observamos un progresivo arrinconamiento de las fuerzas sagradas y su concentración en religiones mistéricas de origen oriental, como los cultos a Isis, Cibeles o Mitra (Alvar, 2001).
El cristianismo asumió de manera velada muchas creencias y ritos paganos, pero desde su declaración como religión del estado tardorromano emprendió una feroz campaña para destruir cualquier rastro del paganismo. Se quemaron bosques sagrados, se arrasaron los santuarios y templos dedicados a las divinidades paganas, muchas de ellas femeninas, y se destruyeron sus esculturas (Nixey, 2018). Las divinidades del panteón clásicos fueron degradadas a la mera condición de demonios y sus adeptos perseguidos. Esta empresa de eliminación de cualquier forma de paganismo fue seguida y ampliada en Oriente por judíos y musulmanes. Con la expansión de estos últimos por el área mediterránea hasta alcanzar Occidente, apenas quedaron huellas del paganismo en las tierras conocidas. No obstante, la luz del conocimiento de las fuerzas profundas que rigen la naturaleza y el cosmos se mantuvo viva por los grupos minoritarios que practicaban las distintas expresiones de la gnosis en todas y cada uno de los grandes ámbitos religiosos. Sus creencias y ritos mágicos se siguieron practicando en la clandestinidad contando con el apoyo y el seguimiento de las clases populares. Aún hoy en día perduran en aquellos lugares en los que el llamado “progreso” no ha impuesto su concepción materialista del mundo.
Volviendo al “centro”, desde aquí, y sirviéndonos de las referencias geográficas, sobre todo de los puntos cardinales, podemos orientarnos. No sólo hablamos de una orientación espacial, sino también existencial y trascendente, tanto en el plano horizontal, como en la dimensión vertical. El centro es generalmente ocupado por un santuario o templo, y las calles de los primeros asentamientos y ciudades fueron orientadas según las líneas del orto solar, la luna y las estrellas. Desde el que ser humano comienza abandonar su condición de cazador-recolector y se asienta en el territorio de forma estable, pierde su sentido de la totalidad y nace en él el sentido de pertenencia a un lugar determinado. Como consecuencia de este cambio en la percepción del espacio emergen otros símbolos que dan estructura y consistencia al desarrollo del equilibrio psicológico (Campbell, 2019: 183). Uno de los símbolos de las primeras comunidades sedentarias del neolítico superior es el mandala, asociado en ocasiones con la esvástica, con animales y con figuras femeninas estilizadas. Se trata de un símbolo que aparece de manera frecuente en la cerámicas pintadas de Halaf y Samarra (circa 4.500 a.C.). Estos primeros mandalas, tal y como expuso J.Campbell (2019a: 189), “giran normalmente en torno al número cuatro, aunque ocasionalmente también lo hacen en torno al cinco, al seis o al ocho. Asimismo, las formas de cuatro gacelas se presentan también girando alrededor de un árbol, y en algunos de los casos, muestran hermosos pájaros cazando peces”.
A partir de la consolidación de los grandes imperios mesopotámicos, las ciudades se conciben como una réplica del orden celestial, en el que el centro lo ocupa el rey y el templo, cuyos lados y puertas se orientan a los cuatro puntos cardinales. Toda la ciudad quedaba delimitada por una muralla con la misma orientación y disposición del templo-torre. Este modelo ideal de ciudad mesocosmica, es decir, situada entre el macrocosmos del universo y el microcosmos individual, lo vamos a encontrar en todas las civilizaciones y durante buena parte de la historia de la humanidad (Campbell, 2019a: 195). Fue el derribo de las murallas de las ciudades medievales durante la modernidad el que marca la ruptura definitiva del orden cósmico y la aceleración de la desorientación generalizada del ser humano, la desacralización de la naturaleza y la desmitificación del cosmos.
El olvido de los mitos y ritos, acompañado por el arrasamiento del mesocosmos organizado en torno al círculo sagrado o mandala, ha provocado la desvinculación del individuo con el macrocosmos del universo. El centro ya no lo ocupa un rey con poderes ilimitados concedidos por las divinidades celestial. Incluso el dios patriarcal y omnipotente de las religiones del libro que gobernaba los asuntos mundanos sentado en su trono celestial ha sido derrocado. La muerte de Dios es un fenómeno imparable el hombre actual. Y es posible que fuera un paso necesario e imprescindible para el nacimiento de un nuevo ser humano y una nueva espiritualidad. Para recuperar la orientación que ha supuesto la ruptura del círculo y el derribo del Axis Mundi, debemos irnos más atrás en el tiempo, según nos propuso J.Campbell (2019a), y recuperar el arquetipo de chamán. Frente al arquetipo del sacerdote, que encarna la figura de un intermediario entre la divinidad y los fieles, el chamán es un ser independiente y dotado del poder de volar como un pájaro al mundo superior o descender como un reno, un toro o un oso al mundo inferior. El chamán, mediante el trance, es capaz de volar entre dos pensamientos o, dicho de otra manera, de separar los dos mares, como hizo Gilgamesh, para alcanzar la flor de la inmortalidad. Esta flor de oro, según el tratado alquímico chino, del “Secreto de la Flor de Oro”, se encuentra en el centro del ser, de nuestro mandala interior, y podemos hacerla crecer mediante una técnica de meditación. Esto se consigue movilizando el círculo de energía que protege y delimita la flor de oro o luz interior. Con la suficiente perseverancia es posible incrementar el poder de nuestra luz y controlar a nuestra voluntad la potencia del círculo protector para permitir la expansión de la luz y así bucear sin peligro en el reino intermedio o imaginal.
Joseph Campbell explicó de la siguiente manera el proceso que debemos seguir una vez roto el círculo mítico:
“cuando se está disolviendo hasta el mismo mandala y sus custodios, lo que se requiere de nosotros, tanto espiritual como corporalmente, está más ligado a la autosuficiencia intrépida del nuestro legado chamánico que a la piedad timorata del sacerdote neolítico. Quienes jamás osaron ser titanes, sino que se contentaron con ser niños obedientes y seguir fielmente los dictados de Zeus, Yahvé o el Estado, descubren ahora que estos dictados no son inmutables y se transforman con el tiempo. El círculo –el mandala de la verdad-se ha roto, la puerta se ha abierto y podemos zambullirnos en un océano más amplio que el de Colón” (Campbell, 2019a: 239).
Resulta inútil, y hasta producente, intentar reconstruir el círculo según el modelo sacerdotal. En nuestro tiempo cobra más sentido el principio contenido en “El libro de los veinticuatro filósofos” que define a Dios como “un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. El centro ha dejado de ser algo inmutable y exclusivo de un lugar, para regresar al interior de todos y cada uno de los seres humanos. Carl Gustav Jung reconoció que los mandalas no son figuras exclusivas de ordenación del mesocosmos o el macrocosmos, sino que también ordenan y rige la psique humana. El templo, como han defendido todas las formas de gnosis, es una construcción que ocupa el centro de nuestro mundo de adentro para alojar a la sabiduría o Sophia Aternae. Con su regreso el agua de la vida resurge y la energía del centro vivifica nuestro cuerpo, nuestra alma y el mundo exterior. Esta energía está a la vez afuera y adentro, no hay templo sin contemplación, como escribió Henry Corbin (2003). El Anima Mundi, otra forma de referirnos a la Sophia Aeterna, envuelve y penetra todas las cosas y es capaz de encontrar su morada en nuestro interior si nuestro corazón está despejado de obstáculos, principalmente los que pone a su paso el miedo y el deseo.
Recuperada la centralidad y reinstalado el Axis Mundi, que pasa a apoyarse en nuestro centro interior, podemos redibujar el círculo sagrado y reorientarnos en el espacio circundante. Cuando esto sucede el paisaje vuelve a ser sagrado y cargado de símbolos. Toda recobra un significado perdido que permite vivir en el ansiado mundo intermedio o imaginal. En mi anterior obra, “El espíritu de Ceuta”, planteé un primer acercamiento a la descripción del renovado círculo sagrado del Estrecho de Gibraltar y Ceuta (Pérez Rivera, 2019). Fue para mí una gran sorpresa descubrir la perfecta correspondencia del significado esotérico de los cuatro puntos cardinales y del centro con este mágico y mítico paisaje en el que confluyen dos mares y se miran frente a frente dos continentes. Llegué a la conclusión, por distintos caminos y confirmado por mis hallazgos arqueológicos, que el centro del círculo sagrado que constituye mi paisaje natal y vital lo ocupó un santuario consagrado a Sophia Aeterna. En estos momentos, el templo interior y el exterior están sincronizados, pues en ambas dimensiones siento la presencia de la Virgen del Mundo.
En estos días de confinamiento obligado por la pandemia del coronavirus he experimentado importantes avances en mi proceso de individuación. He comprendido el simbolismo del talismán que encontré en el “centro del Ceuta”. La diosa no estaba saliendo de un templo, como había lo había interpretado hasta hace unas semanas, sino entrando en mi corazón para alojarse en él de manera definitiva. He comprendido que la fuente del agua de la vida está asociado a mi templo interior y que Sophia Aeterna es su guardiana. Sé también ahora que mi destino está unido a ella y que me reencontraré con su figura en el mundo celestial. Este mundo es el que estoy construyendo con mi imaginación ahora, aquí en la tierra. El círculo ha pasado a ser una esfera, como la misma tierra, al incluir el cielo y el inframundo.
Pienso que la construcción de mi templo y el resurgimiento de la fuente del agua de la vida que contengo puede contribuir a nutrir la tierra y los corazones de las personas más próximas. Gracias a Sophia Aeterna, a la sabiduría que ella me otorga y a su capacidad vivificante, estoy revitilizando a mí mismo y al lugar en el que nací y vivo. Desempeño el papel que el esoterismo islámico atribuye a al-Khidr. Lo que soy es gracias a Sophia. Todo esto lo digo tomando las debidas precauciones para no caer en una perniciosa inflamación egoica. Nada de lo que escribo es mérito mío. Tengo muy presente lo que escribió Jung en su obra “El Libro Rojo”, que he leído en estos días de confinamiento: “vanidoso es quien cree que sus sentimientos y pensamientos son obra suya”. Sophia (esto lo digo yo) es “la que llena las almas vacías, sólo si éstas quieren extenderse, pero ellas no lo quieren. No sabía que yo soy tu cuenco, vacío sin ti, más desbordante contigo” (Jung, 2019: 235). Cuando Sophia llena el cuenco interior “tu alma se pone verde y su campo produce un fruto maravilloso”.
La palabra es capaz de la renovación de la vida y la fertilización de la naturaleza. “Si dices que el lugar no existe, entonces no existe. Sin embargo, si dices que existe, entonces existe. Nota lo que los antiguos dijeron en la imagen: la palabra es acto de creación. Los antiguos dijeron: al principio fue la palabra. Contempla esto y reflexiona sobre ello” (Jung, 2019: 235). Los antiguos, según Jung, “vivían sus símbolos, pues el mundo no se les había vuelto real. Por eso iban a la soledad del desierto, para enseñarnos que el lugar del alma es el desierto solitario” (Jung, 2019: 234). Moisés, Gilgamesh, Ulises, Heracles y Alejandro Magno emprendieron el viaje de Oriente a Occidente en búsqueda de la inmortalidad. Gilgamesh ocupa un lugar importante en el “Libro Rojo” de Jung. Ambos coincidieron a mitad de camino, “en el límite que separa la mañana y la noche”, es decir, en la confluencia de los dos mares. Mientras que Jung se dirigía a Oriente para encontrar lo que le faltaba, Gilgamesh (Izdubar en el relato de Jung), “es un ciego e inmortal que camina añorante hacia el sol del ocaso, que quiere dividir el océano hasta el fondo para descender a la fuente de la vida” (Jung, 2019: 234). Este propósito de Gilgamesh recuerda mucho a la apertura de Moisés de las aguas para que el pueblo elegido pudiera escapar de Egipto. Su bastón fue el responsable del surgimiento de las doce fuentes al cruzar el Jordán.
Occidente es un espacio geográfico real y simbólico. Es un lugar de muerte y de tinieblas, pero también es el sitio en el que se sitúa los frutos o las aguas milagrosas que permiten la resurrección del sol y con él de la vida. El gran sueño del ser humano ha consistido en lograr la inmortalidad y algunos creían que la ciencia y la tecnología iban a lograrlo en un futuro no muy lejano, pero la crisis ambiental, económica y social, y ahora sanitaria, provocada por la fe ciega del “Homo tecnologicus”, con aspiraciones a “Homo Deus”, ha frustrado este sueño. Ni la ingenuidad de Gilgamesh ni la ciencia que representa el propio Jung en el “Libro Rojo” han conseguido su propósito inicial. Los dos se sientan ante un fuego para calentarse y llegan a la conclusión de que “tú (el yo de Jung) tienes que hacer solo la mitad del camino. La otra mitad la hace él (Gilgamesh). Si vas más allá de él, caes en la ceguera. Si él va más allá de ti, cae en la parálisis”. Las palabras de Jung que hacen ver a Gilgamesh que la inmortalidad es una quimera pueden compararse a la cabeza de Medusa que convierten en piedra al titán Atlante. De hecho, si observamos la figura de “Libro Rojo” que ilustra el encuentro de Jung y Gilgamesh, se asemeja al Estrecho de Gibraltar y la imagen del héroe oriental tumbado es muy parecida al Yebel Musa. Incluso la posición de sus pies indica que el cuerpo de Gilgamesh antes ocupaba el espacio que la columna que sostiene el cielo. Un indicio más de que el mítico encuentro entre Jung y Gilgamesh aconteció en el Estrecho de Gibraltar.
Un detalle significativo de la imagen que en la referida ilustración representa a Jung es la posición oferente de sus brazos. Se trata de un gesto de adoración que surge de manera espontánea a muchas personas, desde tiempo inmemorial, cuando contemplamos la aurora o el ocaso del sol. En algunos de mis relatos escritos teniendo como espacio de contemplación los paisajes del Estrecho de Gibraltar y Ceuta narro cómo he hecho este gesto en el instante preciso de la salida del sol. Cuento esto porque tiene mucho de ver con lo que intento explicar en este trabajo. La idea que quiero transmitir es que los fenómenos naturales y los paisajes son potentes símbolos que permiten atisbar un plano de la realidad poco transitado: el del mundo imaginal. Pasear por él nos aporta experiencias significativas, momentos de éxtasis místico, una comprensión más global y profunda de la vida, y mayores dosis de plenitud existencial.
La conservación de la naturaleza adquiere un mayor valor, ya que no la limitamos a considerarla un simple repositorio de bienes necesarios para la existencia humana y el sostenimiento de la actividad económica, sino que se erige como un requisito sine qua non para una vida digna, plena, rica y significativa. Para los que creemos que el alma es inmortal, la frecuentación del mundo imaginal es un proceso de habituación a la vida y al lugar que nos espera tras la muerte. Cuanta mayor concordancia haya entre el mundo celestial y el terrenal mejor y más placentera será nuestra existencia en uno y otro lado de la débil frontera que separa la vida de la muerte, el tiempo de la eternidad, y menos traumático resultará el tránsito de una realidad a otra.
Del exilio occidental tenemos que dirigirnos a nuestro verdadero hogar en Oriente. Desde la perspectiva simbólica, Occidente es la materia y la oscuridad, mientras Oriente es la forma y la luz. Occidente es un lugar tenebroso, pero al mismo tiempo misterioso y mágico, ya que, como venimos contando, encierra el elixir, el agua o el fruto capaz de otorgar la inmortalidad (Campbell, 2015). El héroe o la heroína se siente atraído por este gran tesoro, pero siente miedo a adentrarse en las tinieblas de Occidente o, dicho en términos microcósmicos, en el inconsciente personal y colectivo. Aquellos que atienden a la llamada obtienen como recompensa la compañía y la guía de la Gran Madre o Sophia Aeterna, una ayuda que le resultara importante para superar las dificultades pruebas que le esperan. La más difícil será atravesar la puerta flanqueada por el miedo y el deseo. Estas puertas, en la geografía del Estrecho de Gibraltar, están simbolizadas por las montañas sagradas de Calpe y Abyla. Nuestro principal miedo es la muerte y, unido a éste, el deseo de aprecio y reconocimiento. Tememos la muerte física, pero también la muerte social. Incluso después de alcanzar nuestro objetivo y regresar con el elixir tenemos que superar una última prueba: la renuencia a compartir nuestros hallazgos con los demás movido por el temor a ser incomprendido y, por tanto, excluido de nuestro grupo social.
El primer fracaso del Parzival en su búsqueda del Grial fue debido a su conformismo ante las reglas sociales, lo que le llevó a no plantear la preguntar al rey Pescador que hubiera curado su herida y habría devuelvo la vida a la tierra baldía (Campbell, 2019b). Cada vez que nos atenemos a lo establecido y renunciamos a seguir nuestro propio camino estamos contribuyendo a que la fuente del agua de la vida siga seca.
Mientras que el primer encuentro de Parzival con el templo del Grial fue “casual”, el segundo fue pretendido y buscado con ahínco. Sólo se hizo visible de nuevo hasta que se reconciliación en su alma el principio masculino y femenino. El castillo del Grial reapareció en “la confluencia de los dos mares” cuando el caballero abrió las puertas de su templo interior y puedo entrar en él la Sophia gnóstica. Este hecho sucedió en el siglo XII, aunque las distintas versiones del Grial siguieron apareciendo a lo largo del siglo XIII. En este tiempo aconteció un resurgir de Sophia impulsado por un pequeño grupo de gnósticos en el que estamos representados miembros de la orden de los templarios, cabalistas judíos, y filósofos y místicos islámicos (Baring y Cashford, 2005: 720). Por desgracia, fracasaron en su propósito y el templo del Grial desapareció.
Ochocientos años después, en el año 2015, aparecieron las huellas del culto a Sophia Aeterna en la Ceuta medieval. En el lugar en el que se unen las dos principales líneas que conforman la geografía de Ceuta se excavó una gruta sagrada en la que se practicaron ritos de magia talismánica cuya figura principal era Koré Kosmou, la Sophia hermética e iniciática personificada por Isis (Corbin, 2015). Su culto estuvo también presente en la Ceuta romana, ochocientos años antes de su reaparición el periodo medieval. Las pruebas arqueológicas de la presencia de Isis en Ceuta tanto en época romana, como medieval, las he hallado yo.
Tengo ante mí la oportunidad, y al mismo tiempo la responsabilidad, de reconstruir el templo del Grial en Ceuta. Tal y como presagió H.Corbin, el castillo del Grial está predestinado que resurja en “la confluencia de los dos mares” (Corbin, 2003: 284). El primer paso, consistente en habilitar mi templo interior y facilitar el regreso de Sophia Aeterna, ya lo he completado. Ahora toca culminar mi descripción del templo exterior conformado por los paisajes de Ceuta. Una parte del trabajo lo he acometido en estos últimos seis años y sus frutos empezaran a conocerse pronto con la publicación de mi obra “Arqueología del alma”. Son muchos los relatos que he ido recogiendo en mis libretas y que espero publicar en los próximos años. No obstante, tengo la impresión de que estos escritos tan sólo son la preparación de lo que tiene que venir una vez que acabe el confinamiento por el COVID-19. Deseo volver a pasear por el templo ceutí siguiendo los pasos de Sophia. Allí tengo la oportunidad de encontrarme a mí mismo.
Todos necesitamos tener un espacio sagrado que haya sido previamente transformado en una tierra baldía. De esta forma, contamos “con un campo de acción donde una fuente de ambrosía (una alegría que venga de adentro, no algo externo que nos dé alegría), un sitio que permita experimentar la voluntad propia y la intención propia y el deseo propio de modo tal que, en pequeña escala, sea el advenimiento del reino” (Campbell, 1997: 189-190). Ta y como comentó J.Campbell, “espacio sagrado y tiempo sagrado, y algo placentero que hacer es todo lo que necesitamos. Entonces, casi todo se vuelve un goce continuo y creciente” (Campbell, 1997: 191). Vivir en un espacio sagrado “es vivir en un medio simbólico donde la vida espiritual es posible, donde todo alrededor de uno habla de la exaltación del espíritu…En el espacio sagrado todo se hace de modo que el medio se vuelve una metáfora” (Campbell, 1997: 194-195).
Quisiera destacar, para terminar, una idea expuesta por J.Campbell (1997: 195): “el espacio sagrado es un espacio que es transparente a la trascendencia, y todo lo que está dentro de ese espacio puede servir de base para la meditación”. El reconocimiento de Ceuta y su entorno como un sitio sagrado es una oportunidad para convertir a esta ciudad en un lugar idóneo para la meditación y las iniciaciones. Todo lo que contiene el círculo sagrado del Estrecho de Gibraltar y Ceuta está cargado de simbolismo y el reconocimiento de estos símbolos en los paisajes y los fenómenos naturales que acontecen en el interior de este espacio sagrado logran transportarnos a nuestro propio centro y “una vez ahí, el espacio sagrado está en todas partes” (Campbell, 1997: 196).
BIBLIOGRAFÍA:
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Baring, A y Cashford, J. (2005): El mito de la diosa. Evolución de una imagen, Madrid, Ediciones Siruela.
Campbell, J. (1997): Reflexiones sobre la vida, Buenos Aires, Emecé Editores.
Campbell, J. (2015): El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, Madrid, Fondo de Cultura Económica.
Campbell, J. (2018): Las máscaras de Dios. Mitología occidental. Volumen III, Girona, Atalanta.
Campbell, J. (2019a): El vuelo del ganso salvaje. Exploraciones en la dimensión mitológica, Barcelona, editorial Kairós.
Campbell, J. (2019b): La historia del Grial, Girona, Atalanta.
Corbin, H. (1995): Avicena y el relato visionario, Barcelona, Paidós Orientalia.
Corbin, H. (2003): Templo y contemplación. Ensayos sobre el islam iranio, Madrid, Editorial Trotta.
Corbin, H. (2006): Cuerpo espiritual y tierra celeste. Del Irán mazdeísta al Irán chiíta, Madrid, Editorial Siruela.
Corbin, H. (2015): Acerca de Jung. El buddhismo y la Sophia, Madrid, Ediciones Siruela.
Eliade, M. (2017): Lo sagrado y lo profano, Barcelona, Austral.
Jung, C.G. (2019): El Libro Rojo. Liber Novus, Italia, El Hilo de Ariadna.
Nixe, C. (2018): La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico, Madrid, Círculo de Lectores.
Pérez Rivera, J.M (2019): El Espíritu de Ceuta, Madrid, Editorial Avant.