Hay días en los que uno se plantea si es mejor dejar esto de la escritura para otra ocasión. Hoy no me siento nada optimista. Una mirada general al mundo me inunda el ánimo de tristeza y decepción. Estamos destrozando la tierra por nuestra incapacidad de autocontrol y sentido del límite. En este proceso de profunda alteración del medioambiente hemos provocado un cambio global de ámbito planetario, cuyos efectos más inmediatos son la desaparición de miles de especies y la alteración del delicado equilibrio climático que permite el desenvolvimiento de la vida en la biosfera. Muchos recursos no renovables están agotados o a punto de hacerlo, entre ellos algunos tan necesarios para la vida como los suelos fértiles o el agua. En nuestro afán de mantener nuestro alocado modo de vida hemos creado un entremado económico basado en simples artificios contables. Esta artificial estructura económica se está desplomando ante nuestros ojos y no pasará mucho tiempo antes de que asistamos a un colapso financiero irrecuperable. En este momento volveremos nuestros rostros desesperados hacia la naturaleza y entonces nos daremos cuenta de que buena parte de las mejores tierras para el cultivo han sido sustituidas por altas torres de hormigón y que nuestros arroyos y rios han sido sepultados o contaminados. El regreso a la tierra que aconteció tras el derrumbe del imperio romano ya no es posible en nuestros tiempos, y menos para tantos millones de personas que hoy pueblan la tierra.
Al mismo tiempo que hemos destruido la naturaleza y dinamitado los cimientos de una economía equilibrada y respetuosa con el medioambiente, hemos proseguido una peligrosa senda de involución humana. Los valores clásicos de la valentía, la justicia, el equilibrio y la templanza han sido sustituidos por la cobardía moral colectiva e individual, el desequilibrio en la distribución de la riqueza y la desmesura en todos los ordenes de la vida. La riqueza en posesiones materiales ha sido proporcionalmente inversa a nuestra pobreza interior. Nuestra vida interior se ha empobrecido debido al aletargamiento de nuestros sentidos, la ausencia de experiencias gratificantes y la desconfianza mutua. Carecemos de la capacidad de emoción y trascendencia de nuestros antepasados debido a nuestra falta de ambición espiritual. El mundo espiritual en la actualidad bascula entre la vacuidad de muchos y el fanatismo de unos pocos igualmente nihilistas, pero dispuestos a destruir todo signo de civilización y de vidas humanas que consideran «infieles».
Una especie de cortacircuito se ha producido en nuestro pensamiento que impide la renovación de nuestros ideales económicos, sociales y políticos. Las ideas no fluyen o están tan dispersas en una enorme nube de información que resulta imposible obtener una síntesis que permita el avance de la ciencia y la filosofía. Carentes de ideas y con una ignorancia cada vez más acusada de los símbolos característicos de cada cultura el caudal de la imaginación y la creatividad está practicamente agotado. La poesía, la literatura, el arte en general, carece de la profundidad de antaño. Son tan superficiales como los seres humanos que la expresan.
Con un pensamiento en estado comatoso, agudizado por la cada vez mayor dependencia de las máquinas, sobre todo de los dispositivos electrónicos (móviles, tablets, etc…), la política se ha divorciado de la ética y de la defensa del bien común; la ciencia ha abandonado la verdad para servir al dinero y el poder; y el arte se ha puesto al servicio de la publicidad y la propaganda. La voz de la ciudadanía se ha agotado o balbucea palabras sin sentido. Nuestro individualismo impide el desarrollo de los atributos esenciales de la sociedad como son la capacidad de comunicación, cooperación y comunión.
En el actual estado de nuestro mundo de afuera y de adentro resulta muy difícil lograr una existencia plena y significativa. Por el contrario, cada día estamos más enfermos tanto en nuestro aspecto físico como psíquico. La infelicidad es la tónica general en este mundo de la superabundancia material y la escasez espiritual. La razón principal de esta situación es la grave desarmonía entre nuestro mundo interior y externo, entre el macrocosmos y el microcosmos. Tal y como expuso de manera brillante Joseph Campbell, nuestro mundo interior no es otra cosa que la extensión del mundo exterior. Lo que hay dentro, eso hay afuera, dijó Goethe. Y al revés también. Al mismo tiempo que destruimos, contaminamos la tierra y nos separamos de la naturaleza enfermamos y muere nuestra alma. Con la muerte de nuestro yo cosmico el ego y el superego toma la rienda de nuestras vidas. La consecuencia más inmediata es el reforzamiento del individualismo y el tribalismo. Somos incapaces de colaborar de una manera enriquecedora y al mismo tiempo nos lanzamos sin reserva al magma de nuestra tribu nacionalista, política, deportiva, étnica o religiosa.
Siento haber dibujado un panorama tan desolador. Si de verdad tenemos interés en curar a la humanidad y salvar al planeta tenemos que hacer un diagnóstico certero, aunque resulte duro y preocupante. Las posibilidades de sanación son escasas. En este momento conviene recordar que cuando se abrió la caja de Pandora y se dispersaron todos los males que persiguen a la humanidad aún quedó un halo en el fondo: la esperanza. Nuestra esperanza es que seamos capaces de reaccionar a tiempo. En la situación actual de conformismo y acomodo sólo un hecho traumático será capaz de hacernos reaccionar. Puede que sólo en este instante despertemos y nuestros ojos vuelvan a mirar a la naturaleza como la Gran Diosa Madre que nos da la vida y nos facilita todo aquello que necesitamos para lograr una vida plena, rica y significativa. Ella es la única capaz de sanarnos. En ella reside toda nuestra esperanza.