Nuestra vida discurre entre dos mundos: el de adentro y el de afuera, o si lo prefieren, entre el mundo subjetivo y el objetivo. En el segundo de ellos, el de afuera, se devuelve la vida cotidiana sobre un escenario que es el propio territorio en el que vivimos, trabajamos y nos relacionamos con nuestros familiares, amigos y convecinos. El ser humano, a lo largo de la historia, ha ido transformando el escenario hasta hacerlo, en algunos casos, prácticamente irreconocible. Todos los elementos vitales han ido desapareciendo, dando como resultado una escena carente de vida.
Al igual que la economía ha sido el motor de la transformación del lugar y del propio ser humano, en el mundo de adentro las experiencias enlazan los sentidos con nuestros sentimientos. Cuando estos sentidos se aletargan por el continuo bombardeo de estímulos sensoriales, los sentimientos de respeto y aprecio por la naturaleza y nuestros congéneres declinan de forma ostentosa. Las imágenes en constante movimiento del televisor, el frenético cambio de las pantallas del ordenador, el sonido de los móviles, el estruendoso ruido de las ciudades o el olor constante del humo de los coches anestesian nuestros sentidos y nos vuelve insensibles a todo lo que sucede a nuestro alrededor. Para recuperar la merma capacidad sensorial que padecemos es necesario recuperar el contacto directo con la naturaleza. Solo ella pueda sanar al ser humano de su insensibilidad sensorial, emotiva y ética. En la naturaleza reside la oportunidad de lograr una vida digna, plena y rica.