Ceuta, 13 de marzo de 2021.
Por un motivo o por otro hace algunos fines de semana que no salía a pasear por el campo. Hemos pasado una primera quincena de marzo con fuertes lluvias, viento y el mar agitado. Al otoño, en Ceuta, le gusta despedirse haciéndose notar. Pienso que todo lo hace en honor a Perséfone que está a punto de llegar para traernos los colores y los olores de la primavera. Ambos se empiezan a resaltar con la llegada de los primeros rayos del sol que hoy ha salido al oeste del Monte Hacho. La aurora ha resaltado la bella y elegante silueta del este mítico promontorio ceutí sobre un fondo de tonalidades rojizas, amarillentas y anaranjadas.
El mar está en cama, aunque sopla con cierta intensidad el viento de poniente con su habitual frescor y sequedad. Las ráfagas de viento transforman a los árboles y arbustos en gráciles danzarines que siguen la música interpretada por la naturaleza. A esta melodía se suma el aliento de Céfiro. Cierro los ojos a intervalos para interiorizar este espectáculo que nos brinda la Diosa Natura en esta semana cercana a la primavera. Pensando en ella, en la Gran Diosa, me he traído un ejemplar de nuestro libro “Magia talismánica en la Ceuta del siglo XIII” para ofrecérselo a ella y al dios sol. Sin su permanente inspiración este libro no hubiera visto la luz ni estaría aquí escribiendo sobre ella. Siento que a la Gran Diosa le gusta hospedarse en este singular y mágico lugar que es Ceuta, como también le gusta hacerlo en mi templo interior. Al escribir la palabra “interior” intuyo que es la hora de adentrarme en el valle sagrado.
Las lluvias también se han dejado sentir en el camino del santuario. Observo pequeños corrimientos de tierra y el avance de la vegetación que empieza a cerrar los senderos como si estuviera cicatrizando una herida en su piel. El valle esta bellísimo, con abundantes vincas violáceas, blancas calas y rojizos lirios. Percibo una mezcla de fragancias y el coro de las aves que habitan el arroyo de San José. Pronto me llega el sonido del agua que discurre con el cauce del arroyo y brota de las rocas cercanas a la hornacina de la Virgen del Rosario.
Me acerco a ella y me emociono al sentirme afortunado por estar aquí y ahora junto a su estampa y a su presencia intangible, pero real. A cada instante me acuerdo de mis amigos Jotono, Ángela y Óscar, quienes, por distintas razones, hoy no me acompañan. Los añoro y las lágrimas empiezan a desbordarse por la presa de mis párpados y a deslizarse por mi rostro. El viento se encarga de secarlas. Estas lágrimas han limpiado mis ojos y me da la sensación de que el verde de las plantas es más intenso. También consigo ver en la distancia a un negro mirlo que me dedica una agradable melodía.
Este valle está lleno de vida que discurre como el agua del manantial y del arroyo. Es una vida distinta a la que vivimos los humanos en las ciudades. Aquí no hay prisas, ni relojes ni tantas preocupaciones. Todo sucede a un ritmo marcado por el sol, la luna y las estrellas. Aquí no nos devora el ansía de pensar y hacer. El cuerpo se hace transparente y deja que se vea el alma. No hay fuera ni dentro. Me siento unido al Alma del Mundo y paso a formar parte de la brisa que acaricia los árboles, las plantas y que recorre este valle sagrado hasta deslizarse por la superficie del mar. La emoción se apodera de mí y me anima a seguir escribiendo como si vida fuera en ello ¿Qué será de estas palabras y de mi propia vida? ¿Qué quedará de mí y de mis sentimientos? ¡Si al menos sirvieran para revitalizar el espíritu de este lugar y de Ceuta me daría por satisfecho!
Este lugar está impregnado de vida que se desborda en cada esquina -al igual que hace unos minutos lo hacían mis lágrimas al recordar a mis amigos- como si todo el fuera un inagotable manantial. Es una vida que adopta multitud de bellas formas, olores, sonidos, sabores, colores y tactos gratificantes. A cada paso hago inventario de las joyas de la Gran Diosa en esta hora dorada por el sol. Tomo nota de las calas, del olor entre miel y limón de los erguenes, del verde de los acantos, de las blancas florecillas de los majuelos, de los rojos frutos de las hiedras, de las extrañas flores de los lirios, de las exuberantes flores amarillas de los dientes de león o de las violetas e helicoidales hojas de las vincas.
Como se convirtió en costumbre con mis amigos, después de impregnarnos de las esencias de la naturaleza de Ceuta, me he acercado a Benzú para desayunar con un buen vaso de té moruno. Aunque hace viento y un poco de frío, me he salido a la terraza, que es bañada por las aguas del mar, y desde la que contemplo el Estrecho de Gibraltar y al Atlante dormido que custodia la “Confluencia de los dos mares”.
EL cielo está completamente despejado y ofrece un deslumbrante azul lapislázuli. He cambiado el canto de las aves por el sonido de las olas que rompen sin muchas ganas contra el arrecife y por el graznido de las gaviotas que toman el sol sobre las rocas. El que está ahora sentado sobre una roca soy yo, y no en una cualquiera, sino en la que se sienta al-Khidr, el guardián de la fuente del agua de la vida.
El agua cae por una pendiente cascada generando un sonido mágico. Siento sus salpicaduras en mi cuerpo y algunas gotas mojan la hoja del cuaderno en el que en este instante escribo. Tenía que estar aquí y percibir lo mismo que percibe al Khidr. Este fue el lugar en el que el pez de seco volvió a la vida y donde se produjo el encuentro entre al Khidr y Moisés. Musa partió hasta la “confluencia de los dos mares” -que observo desde aquí- acompañado por su fiel ayudante Josué. No buscaba la inmortalidad que aporta estas aguas, sino la eternidad que sólo puede otorgar la gnosis divina. Al Khidr era el hombre más sabio sobre la tierra y lección más importante es que las principales virtudes del sabio son la perseverancia, la paciencia, la humildad y la fe.
Todos podemos ser fuente de sabiduría y de vitalidad si nos asentamos sobre una sólida roca (lapis philosophorum), como en la que estoy, y con la vara de Moisés la golpeamos dos veces para que brote de ella el agua de la vida. Esta vara es el símbolo del fervor, del fuego de los filósofos, de la llave que abre las puertas al mundo imaginal, cuyo rey es al-Khidr. Una estas puertas está justo aquí, donde me encuentro. Estas aguas son sagradas porque su fuente original está situada en Jabarsa, la ciudad celestial, que los gnósticos islámicos ubicaban en Occidente. Al lado de al-Khidr, reina Venus Anahit, que ha recibido muchos nombres: Isis, Afrodita, Tanit, Serfa, Sofía o Fatima az-Zahra. Al pie de su templo brota el manantial de las aguas celestiales. A ella se dirigieron hace ochocientos años en una gruta sagrada excavada junto a los baños árabes y dejaron como testimonio de aquel ritual propiciatorio ofrendas y un talismán de plomo con su imagen.
En el agua divina de esta cascada me mojo la cabeza siete veces y bebo otros tantos sobros para purificarme por dentro y por fuera, además de beneficiarme de su poder vital y de conocimiento o gnosis. Justo después ha aparecido por la fuente un hombre y su hija. Le he pedido que me haga una fotografía con mi cámara y la niña se ha quedado a mi lado. Luego nos hemos puesto a hablar y les he explicado la importancia de este sitio. Abdeselam, que es el nombre de este hombre, conocía a la perfección la historia de al-Khidr, pero no sabía que está es la fuente de Ma al Hayat. Me ha hablado de cómo era la fuente y de la gran higuera que había junto a ella antes de que las obras de la carretera acabarán con este árbol sagrado.
Me he llevado una gran sorpresa cuando le he preguntado a la niña su nombre. Su respuesta fue: “me llamo Fátima”. A lo que yo le he contestado: “anda, Fátima. Fátima az-Zahra, la reluciente”. Su padre no tardó ni un segundo en decirme que, efectivamente, es era su nombre, puesto por expreso deseo de su abuelo. Seguidamente me comentó que Fátima az-Zahra era una niña muy especial. Fue el primer nacimiento, en toda España, en el año 2012. Salió de la barriga de la su madre al mismo que nacía el año 2012. Por tanto, la niña que tenía nueve años, como ella mismo me dijo.
Le enseñé a la niña el libro con la imagen del talismán que tiene mucho que ver con el nombre de esta guapa y simpática niña, a la que le explique el mito de al-Khidr. Estoy convencido de que este encuentro no tiene nada de casual. El tiempo mostrará su significado. Sin duda el año 2012 fue decisivo en mi vida: perdí mi trabajo, pero gané a mi hija Sofía, que nació a finales de este mismo año. Este año supuso el fin de una etapa y el comienzo de otra de la que este año se cumple, justamente, nueve años. Todo gira en torno al número nueve, que es el gran número de la diosa, según Joseph Campbell.
Toda la tarde y la noche del día de mi visita al valle sagrado y a la fuente del agua de la vida estuve reflexionando sobre mi encuentro con Fatima az-Zahra, el número nueve y la fuente de al-Khidr. Esto me llevó a consultar la obra de al-Qaysari sobre Ma al Hayat (la fuente del agua de la vida) y su custodio. Al abrirlo me topé con un pasaje al que se refiera al cielo de Atlas (la novena esfera) identificado con el trono. Según al-Qaysari, el trono “está ubicado sobre el taburete, el cual, a su vez, está ubicado sobre los siete cielos, sobre la esfera del fuego y del aire que está por encima del elemento agua, algo que no está en contradicción, ya que el elemento agua se coloca con encima del elemento universal”. El cielo de Atlas lo identificamos no hace mucho en un talismán que representa, según lo hemos interpretado, a Fatima az-Zahra.
Sobre el agua de la vida consulté e imprimí, antes de salir de casa el domingo para volver a la fuente de al-Khidr, unas páginas del libro que María Louise Von Franz dedicó al simbolismo de la alquimia. En esta obra la célebre alumna de Carl Gustav Jung alude a la corriente vital que simboliza la serpiente Ouroboros, la cual, al unir su cabeza y su cola hace “nacer una corriente, a la que los alquimistas se refieren al hablar de agua mística o divina”. Al resultado de esta corriente significativa “se lo describe como la piedra filosofal, pero, como dicen también muchos textos, el agua de la vida y la piedra son una misma cosa”. Tal y como continúa explicando Marie Louise Von Franz, “es una gran paradoja que el líquido –el agua informe de la vida- y la piedra –la cosa más sólida y más muerta- sean de acuerdo con los alquimistas, una y la misma cosa. Eso se refiere a aquellos dos aspectos de la realización del sí mismo: más allá de los altibajos de la vida, nace algo firme y, al mismo tiempo, nace algo muy vivo que participa en el fluir de la vida, sin las inhibiciones ni las restricciones de la vida”. De esta forma, la roca sobre la que me siento y el agua que discurre a mi lado son una y la misma cosa.
Se logra pasar de un lado a otro utilizando “el fuego secreto de los filósofos”. Como comentamos con anterior, este fuego es el fervor espiritual que aplicado a la piedra filosofal (el centro de nuestro ser) y la hace “sudar” generando un vapor que “se condensa alrededor del ego que se refleja y vuelve a iluminar el oscuro inconsciente para diferenciar sus contenidos inconscientes y hacerlos visibles a la conciencia” (Harpur). Solve et coagula!
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