En una reciente conversación con un buen amigo ha salido a relucir de nuevo el concepto de “megamáquina” ideado por Lewis Mumford. La megamáquina, como el propio nombre indica, es una descomunal máquina cuyos componentes son el propio ser humano previamente desposeído de todos sus atributos y cualidades. Sus objetivos son el pentágono del poder: el propio poder, la propiedad, la productividad, el beneficio y la propaganda. Esta megamáquina está controlada y dirigida por los componentes del complejo del poder del que forman parte los partidos políticos, las grandes empresas, las entidades financieras y la burocracia institucionalizada. Aunque los contactos entre ellos son continuos, no constituyen una organización secreta que se reúne en cámaras secretas para decidir el futuro de la humanidad. Es algo mucho más etéreo. Se trata, más bien, de un acuerdo, no escrito ni consensuado, para colaborar en la consecución de los objetivos del complejos del poder, que se pueden resumir en dos palabras: poder y dinero.
La megamáquina se nutre del poder que todos delegamos en la clase política y la burocracia estatal. A su mando se encuentra una reducida oligarquía que surge en torno a los líderes políticos, económicos y financieros. Son un limitadísimo grupo de personas las que toman las decisiones que luego trasladan al resto de compinches, para su ratificación, en los consejos de administración y los consejos de gobierno municipales, autonómicos y estatales. Este núcleo del complejo del poder es el que realmente toma las decisiones e impone su voluntad a los demás. Para que este sometimiento sea más efectivo, a los miembros de estos consejos de administración y de gobierno se les abona importantes cantidades de dinero para que representen su papel de actores secundarios sin que hagan preguntas. Un ejemplo paradigmático es el reciente caso de las tarjetas black de Bankia.
Cualquiera vale para desempeñar el papel de actor secundario en la representación de esta tragicomedia de segunda titulada “La democracia representativa”. La obra es difundida en directo por los medios de comunicación a los “espectadores-ciudadanos” que permanecen anestesiados, pasivos y apáticos sentados en sus butacas sin pestañear. Estos “espectadores-ciudadanos” han renunciado de manera voluntaria a ser actores principales de su vida y de la sociedad en la que les ha tocado vivir. Muchos, por desgracia, no cuentan con un espacio en platea para presenciar la función. Su existencia está centrada en la difícil obra de la supervivencia. Pero son también muchos los que pudiendo ser protagonistas se conforman con ser simples espectadores.
Ser actor vital y cívico no es complicado, pero si requiere una solida voluntad y un permanente esfuerzo de autoeducación, renovación y autodesarrollo, además de altas dosis de armonía, moderación, aplomo, integridad, equilibrio, simetría, autodisciplina, flexibilidad, falta de prejuicios, libertad, valentía y coraje. Lamentablemente, pocas de estas virtudes forman parte del ideario de nuestra sociedad. Su ausencia es bastante notable en la educación institucionalizada y en los valores que se transmiten en el seno de las familias y en la sociedad. Sin estas virtudes y estos valores, sin la referencia a los ideales superiores de la bondad, la verdad y la belleza, nuestra existencia carece de sentido y significado. No hemos venido a este mundo a ser simples espectadores de la vida, sino a eregirnos como co-creadores del Kosmos.