Todo comenzó hace justo una semana. El pasado miércoles, cuando fui a sacar las llaves para abrir el portal que da acceso a mi oficina, salieron despedidas dos monedas: una de un euro y otra de dos. La primera terminó a mis pies, pero la segunda, de manera asombrosa, cayó de canto y empezó a rodar cuesta abajo. La seguí con la mirada y cuando pensaba que iba a poder recuperarla pasó un todoterreno de la Guardia Civil y una de sus ruedas coincidió con la trayectoria de la moneda y se perdió. Miré debajo de los coches cercanos, pero no pude dar con ella.
Pasado un buen rato salí con dos de mis compañeras a desayunar y a la vuelta les conté cómo había perdido una moneda de dos euros. Medio en broma les dije que estaría bien encontrarla. Fue decir esto y mis ojos se dirigieron al bordillo de la acera de enfrente. Medio enterrada en un puñado de arena reconocí un objeto redondo. Pensé que sería algo de plástico y quise gastarles una broma diciéndoles que había encontrado la moneda. Cuál fue mi sorpresa cuando comprobé que se trataba de mis dos euros. Los tres estuvimos de acuerdo en que estaba ante un signo de buena suerte. Así que guardé la moneda en mi cartera, donde no suelo llevar monedas. Quería que esta moneda fuera siempre conmigo para que me acompañara la fortuna.
Esta tarde, al regresar a la oficina para avanzar el trabajo, me encontré en el paso de cebra de la curva que dibuja la calle Real a la altura del número 105, al otro lado de la acera donde estaba el supermercado la Reina y ahora han abierto una tienda de chinos, a una señora mayor. Era una señora musulmana de avanzada edad, encorvada por el paso de los años, vestida con su tradicional chilaba y aspecto de ser una persona necesitada. Arrastraba un carro de la compra que parecía portar todas sus posesiones. Me acerqué a ella porque estaba buscando algo sobre el asfalto y le pregunté: ¿Qué le pasa, señora? Enseguida me contestó con voz apesadumbrada que acaba de perder un euro que lleva en la mano. Me dijo que era el único dinero que tenía. Había escuchado el tintineo de la moneda al caer en el pavimento, pero no aparecía por ningún lado. Entonces me acordé de mi moneda de dos euros y de cómo la había perdido y me había sido devuelta. Sabía que había vuelto a mí con algún propósito y al decirme esta humilde mujer que había extraviado su moneda entendí que mis dos euros eran para ella. No dudé ni un instante en sacar mi cartera y darle la moneda. La mujer se me quedó mirando con ojos emocionados y me dijo: “muchas gracias, hijito. Qué Dios te bendiga. La suerte estará de tu parte tuya, de tu mujer y de tus hijos”.
Me sentí muy emocionado con lo que me había sucedido y enseguida llamé a mi mujer para contarle lo que me había pasado. También se lo conté a mis compañeros de trabajo. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz y tan confiado en que todo va a ir bien. Sé que no existen las casualidades y que los dioses y las diosas, así como los grandes profetas, adquieren forma humana, casi siempre bajo la apariencia de personas humildes, para ponernos a prueba y transmitirnos mensajes importantes. Yo sé quién es ella. Deseaba encontrarme con ella desde hace mucho tiempo. Y no olvidaré nunca este día.