Ceuta, 13 de octubre de 2017.
He salido de casa a las 7:30 h. El día está nublado. La temperatura es agradable, aunque la humedad es palpable en el ambiente y en las hojas de las plantas. Esta humedad incrementa la fragancia de las hojas y las plantas. El olor que desprende un ricino me retrotrae a mi primera juventud. Por aquel entonces, con apenas catorce años, iba todos los días a la Gran Vía a rebuscar entre la tierra objetos arqueológicos que me unieron al espíritu de Ceuta. Es increíble la memoria de nuestros sentidos. En este instante, después de tantos años, he asociado el olor del ricino con el que percibía cuando excavaba en los perfiles de la Gran Vía. Se me ha venido a la mente un ricino que crecía entre las removidas tierras de istmo.
No tenía decidido adonde vendría a contemplar el amanecer. Me he dejado llevar por mi instinto, que me ha conducido hasta las antiguas minas del Cardenillo. He comprobado con alegría que han limpiado el camino que lleva a este bello, sagrado y mágico lugar. Nada más llegar he montado el trípode y situado la cámara de fotos para captar el amanecer. Las nubes están entreabiertas para que pueda entrar el sol e iluminar este día. El mar está en calma. No obstante, el levante crea esas onduladas y suaves olas que caracterizan a los días en los que el mar es influido por el aliento de Euro. Algo debe contribuir al aspecto del mar la presencia disminuida de la luna.
El sonido de la naturaleza es sinfónica. La melodía del tambor me llega de la entrada del mar en una galería natural y los agudos provienen de los graznidos de las gaviotas. De fondo se escucha el batir de las olas entre las piedras de los acantilados.
Justo a la hora prevista para la salida del sol, las 8:26 h, las puertas del cielo se han cerrado. Unas densas nubes taponan la visión del sol. El reflejo de las nubes sobre el mar le aporta una intensidad tonalidad gris azulada. Podría ser que están nubes vengan cargadas de un agua que bien le vendría a nuestro reseco campo.
Cuando pensaba que hoy no vería el rostro incandescente del sol éste se ha asomados por la estrecha franja abierta entre el horizonte y la masa de nubes. El espectáculo apenas ha durado dos minutos, tiempo suficiente para fotografiarlo y deleitarme ante tanta belleza.
Mientras tanto Ceuta duerme tapada por una tupida sábana de nubes blancas. Hoy es un día laboral, pero en los centros escolares han aprovechado la festividad de la hispanidad para hacer un puente festivo.
Quienes duermen, aun estando de vigilia, se pierden toda la belleza que contemplo en este instante. Las nubes se han vuelto algodonosas y entre ellas se cuelan los rayos solares. Una tonalidad rosácea envuelve al paisaje. Estos rayos se proyectan sobre el mar creando la sensación de que hay más de un sol en el cielo.
Percibo una sugerente y agradable mezcla de olores, en la que es posible distinguir el salitre del mar y el perfume de las chumberas que pueblan los acantilados del Hacho.
Voy sintiendo el gradual incremento de la luz que corre paralelo a la elevación de mi ánimo. El sol también se ha elevado y cuando vuelvo a verlo ya ha perdido su color rojizo. Ahora es de un intenso color blanco y de una fuerza cegadora. El haz de luz proyectado sobre el mar avanza, como la lanza de Longino, para atravesar mi alma. La reciba en pie y con los brazos abiertos para beneficiarme de la fuerza que emana de la naturaleza.
En la base del ancho haz de luz solar observo que se concentran una enorme cantidad de gaviotas que graznan enloquecidas. No tardo en comprobar que no están solas. Entre ellas nadan un nutrido grupo de delfines. Se sirven de esta luz primigenia para pescar, trabajo del que se aprovechan las gaviotas.
Ha resultado una sorpresa inesperada contemplar esta manada de delfines. Algunos de ellos se han acercado bastante a la costa y esto me ha permitido disfrutar de sus hermosas siluetas y sus acrobáticos saltos sobre la superficie del mar.
Las gaviotas y los delfines, poco a poco, se han ido desplazando hacia la bahía meridional de Ceuta. Al abandonar el lugar donde me encuentro ha regresado la calma y el silencio. Este silencio me ayuda a escuchar con más nitidez mi voz interior. Tomo conciencia de que es la naturaleza y el cosmos el que habla a través mía. Cada cambio que observo en el paisaje es una llamada de atención hacia los detalles con los que se viste la naturaleza.
Siento curiosidad por la franja de color verde que aparece de manera fugaz sobre el horizonte. Es de una tonalidad similar a las manchas de cobre que son apreciables en las rocas sobre la que estoy sentado escribiendo. De igual modo, el color ocre del cielo guarda cierta semejanza con la tonalidad de las piedras de este saliente rocoso. Todo está conectado de una manera mágica.
El viento, hasta ahora inexistente, empieza a soplar de levante con cierta intensidad. Trae un aire fresco y húmedo, lo que me obliga a abrigarme con otra camiseta que he traído de casa. Los días de otoño son así de inestables. Todo puede cambiar de un momento a otro. El verano ha quedado atrás con su calor a veces asfixiante. Los limoniums están achicharrados por el sol. Han perdido sus bellas flores lilas, aunque conservan algunas de sus verdes hojas. Este color aún es visible en el paisaje gracias a las chumberas, los cañizales y el pequeño bosque de alcornoques y eucalipto del antiguo cortijo Morejón. El resto del Monte Hacho ha adquirido una monocroma tonalidad marrón.
A las 9:45 h asoma con fuerza el sol. Los colores de los que les hablo recuperan toda su fuerza perdida durante la noche. Todo está impregnado de una tonalidad dorada, menos el mar que presenta un oscuro azul que presagia la profundidad de sus fondos. Sobre su superficie se desplazan cardúmenes de peces y se mueven los plásticos y botellas arrojados por los ignorantes seres humanos. Pensaba esta mañana que buena parte del daño que le infringimos a la naturaleza tiene que ver con la ignorancia generalizada sobre la propia condición humana. A muchos se le ha hecho creer que la naturaleza está a nuestro servicio, cuando es justo al revés. Somos nosotros los que debemos ponernos al servicio de la naturaleza. Somos la consciencia del cosmos, el órgano del que se sirve la naturaleza para expresarse y dar forma a su plan divino. Ella es nuestra inspiración y nosotros su más excelsa obra. Estamos aquí para contribuir al despliegue de un propósito que trasciende a nuestra limitada comprensión de lo que nos rodea.
No me siento con más derecho sobre la tierra que los peces que observo nadando sobre la superficie marina. Ellos tienen el mismo derecho que yo, o cualquiera de nosotros, a nacer, vivir y reproducirse para que la vida no se detenga y se transmita de una generación a otra en su imparable evolución. Somos el fruto de una chispa de vida que se encendió sobre la tierra y que ha dado lugar a multitud de distintas formas de vida. Todas y cada una de ellas ha jugado y juega un papel en el aludido plan cósmico. Eliminar alguna de estas formas de vida supone poner en peligro el propio desarrollo y continuidad de la vida.
Los peces de los que les hablo, y ahora son mi inspiración, tienen sus derechos y sus deberes, como también los tienen los delfines, las gaviotas y los limoniums. Nosotros tenemos derechos y deberes propios de nuestra especie. Contamos con el derecho de nacer, de alimentarnos con los frutos de la naturaleza, de crecer y reproducirnos, como el resto de seres de la naturaleza. Pero a estos derechos universales de los seres vivos hay que añadirles los derechos de la percepción sensitiva consciente, el de las emociones, el del pensamiento y la expresión artística. Somos capaces de pensar, sentir, actuar y expresarnos como ninguna otra criatura de la naturaleza. Esto hace que nuestros deberes sean también superiores. No podemos tratar a la naturaleza, y a nosotros mismos, como lo estamos haciendo. Puede que la toma de conciencia del daño que le causamos al medio ambiente constituya un paso previsto y necesario en la evolución de la consciencia humana.
Ya va siendo hora de que despertemos y dejemos atrás la pesadilla de la destrucción de la tierra, las guerras, el hambre, la pobreza, las desigualdades sociales, el terrorismo y el fanatismo religioso e ideológico. Es hora de que abramos los ojos y contemplemos gozosos y admirados la belleza de todo cuanto nos rodea. Tenemos que levantarnos para ver el mundo en toda su majestuosidad y emocionarnos ante toda su bondad, verdad y belleza.
Una vez recuperada la conciencia de lo que somos, y asumido nuestro papel en la tierra, es necesario emprender cuanto antes la restauración y reparación de todo el daño que le hemos causado a la naturaleza. Tenemos por delante una ardua tarea que no podemos demorar por más tiempo. Nos va en ello la propia continuidad de la vida.