Ceuta, sábado, 3 de octubre de 2020.
He llegado justo a tiempo al mirador de Isabel II para presenciar el amanecer. El viento ha rolado de levante fuerte a noroeste fuerza 3. Se nota el frío norteño unido a la humedad marina. El otoño se ha presentado con contundencia en esta mañana sabatina. El levante ha dejado un rastro de neblina que no permite apreciar con nitidez la bella silueta de Ceuta.
Después de tomar unas cuantas fotografías me he dirigido al Monte de la Tortuga. Desde allí me he adentrado en el bosque recorriendo un atractivo sendero que discurre paralelo a la carretera.
Transcurridos unos veinte minutos de caminata he llegado a la ubicación de dos hermosos ejemplares de quejigo o roble andaluz.
Para acceder a ellos hay que entrar por una puerta natural abierta en el denso seto que delimita el sendero. Es como introducirse en un templo cuyos dioses son esta pareja de árboles centenarios. He pensado que no podía encontrar un mejor lugar para sentarme a escribir.
Nada más hacerlo los rayos del sol penetran en el bosque para iluminarlo, resaltar sus colores y, de paso, calentar mi cuerpo. Miro al cielo y me deleito con el intenso verdor de las hojas de los robles atravesados por los haces solares.
A intervalos el viento cimbrea las copas de estos majestuosos árboles que se elevan hacia el cielo para conectar la tierra y el firmamento. Disfruto de la danza de los árboles al ritmo del aliento de céfiro. Es un aliento fresco que al atravesar el bosque se perfuma con la fragancia de los eucaliptos, los alcornoques, los helechos y la tierra mojada tras las lluvias de ayer.
Apoyo la espalda sobre el tronco de uno de los quejigos y cierro los ojos. Me siento uno más en este bosque que mira al Estrecho. Siento el espíritu de Ceuta a mi alrededor complacido de mi presencia y agradecida por referirme a ella en esta libreta. Me regala un perfume indescriptible y una emoción difícil de expresar con palabras. Es una luz incolora que me aporta sabiduría y vitalidad, como el agua de la vida. Ella, Sophia, es la guardiana de la fuente de la vida y mi guía en los pasos que doy por el camino de la vida. Ante su presencia el tiempo se detiene y se abre una puerta a la eternidad. Más allá del cielo azul entro con la imaginación en el oscuro firmamento donde los astros orbitan ejerciendo una influencia que pasa desapercibida para la mayoría de los humanos. Los magos y magas son conocedores de esta energía y la han intentado aprovechar para todo tipo de propósitos. Como escribió C.G.Jung en su “Libro Rojo”, “para forzar el destino los antiguos idearon la magia”. Alguien, precisamente, forzó mi destino para que yo me interesara por la magia. Sophia se presentó ante mí en forma de talismán en una intervención arqueológica formando parte de un complejo ritual de magia talismánica. Este era el camino que debía tomar para llegar a conocerla, ya que ella es la encarnación del espíritu de Ceuta.
Gracias a la magia, según Jung, “podemos recibir e invocar al mensajero y la noticia de lo incomprensible”. La fuerza mágica, señaló Jung, “no deja verdaderamente enseñar ni aprender. Esto es lo que se tiene o no se tiene”. Se podría decir que la magia es un poder solo tienen los amantes de su alma y los que han hecho de su ser un templo de los dioses.
En mis notas del Libro Rojo de Jung, que suelo llevar conmigo y ahora leo bajo un hermoso roble andaluz, escribí que quien diseñó y fabricó el talismán de la calle Galea fue Filemón. Dijo de él Jung “que no eres ni cristiano (musulmán, en el caso del talismán de Ceuta) ni pagano, sino un inhospitalario hospitalario, un anfitrión de los dioses, un viviente más allá, un eterno, el padre de todas las verdades eternas…La sabiduría es invisible, tu verdad incognoscible, no verdadera en cada época y sin embargo verdadera en toda la eternidad, pero tú derramas agua viviente, de la que las flores de tu jardín florecen, un agua de estrellas, un rocío de la noche”.
“….Oh Filemón, eres un hombre y demostrarte que los hombres no son ovejas, pues conservas lo grandísimo en ti, por eso fluye en tu jardín agua fructífera de un inagotable cántaro”.
El tiempo se me echó encima abstraído en mis notas sobre Filemón y me levanté para el deshacer el camino. Antes de hacerlo me acerque al roble sobre el que apoyaba mi espalda para abrazarlo. Fue entonces cuando observé una imagen esculpida en el tronco del árbol. En ella reconocí el rostro de Filemón, muy similar a cómo lo representó Jung en su misterioso “Libro Rojo”.
Mi intuición de haber entrado en un templo habitado por dioses se convirtió en una certeza. Estaba en el mismo templo de Filemón y Baucis, y el mismo Filemón me había hablado. Estos dos robles o quejigos andaluces eran la encarnación de aquella pareja de humildes frigios que ofrecieron hospitalidad a Zeus y Hermes. Como recompensa ambos dioses convirtieron su casa en un templo y le ofrecieron la inmortalidad en el Olimpo, pero Filemón y Baucis prefiriendo seguir siendo humanos para cuidar del templo. Lo único que pidieron a los dioses fue morir al mismo tiempo y convertirse en dos robles cuyas ramas se entrecruzarán hasta la eternidad. Su deseo se hizo realidad y ahora los tengo delante de mí.
En su estudio sobre “El Libro Rojo”, Bernardo Nante relaciona a la pareja formada por Filemón y Baucis con la “sycigía” masculina femenina igualmente representada en el Liber Novus por Simón el Mago y Helena o Elías y Salomé. Elías fue una figura importante en el cristianismo y, en opinión de B.Nante, se identifica en el islam con al-Khidr. Por su parte, la figura de Baucis, Helena o Salomé vendría a ser “una suerte de Sophia hundida en la oscuridad de la materia que llama para ser rescatada”. Yo he atendido esta llamada y estoy haciendo todo el esfuerzo que puedo para rescatar a Sophia de su encierro o, dicho de otra forma, para liberar el espíritu de Ceuta.
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