Según se acerca la primavera crece en mí el deseo de acercarme a la naturaleza. Toda la semana he tenido puesta la mirada en el día de hoy, domingo, día señalado en mi calendario para pasear por el arroyo de Calamocarro. Este invierno y este otoño han escaseado las lluvias, lo que explica la extrema sequedad del cauce. No obstante, la permanente humedad de Ceuta favorece el crecimiento de un denso helechal en la vertiente oriental del arroyo.
En esta sombría ladera se observa un magnífico arconocal que, por fortuna, se libró de los incendios del pasado verano. Siento curiosidad por los brezos en flor. Destacan entre tanto verde sus diminutas y elegantes flores blancas. Me acerco a ellas para fotografiarlas. Al hacerlo, me fijo que entre los helechos han crecido unas curiosas flores cuyos pétalos se asemejan a las hélices de un barco. No me había fijado antes en este hermoso campo de Vincas.
Mientras lo hago un grupo de senderistas anda a buen ritmo por el camino que discurre paralelo al arroyo. Hay distintas formas de disfrutar de la naturaleza. Los hay que corren para ponerse en forma y otros recorren el campo en sus bicicletas de montaña. Yo prefiero tomármelo con calma. Me paro aquí y allí oliendo una flor de azahar o tocando el cálido tronco de un castaño.
Precisamente el andar me ha traído hasta lo que queda de un castañal medieval. Fue la principal víctima del incendio del pasado verano. Estos centenarios árboles son unos grandes luchadores. A pesar de que algunos están heridos de muerte, se resisten a tan triste final. Algunas hojas verdes en sus ramas evidencian que la batalla no la dan por perdida y que piensan luchar mientras les queda algo de vida.
Me llama la atención la fuerza de los alcornoques que se mezclan con los castaños. Sus troncos y ramas están completamente ennegrecidos por el efecto de las llamas, pero lucen en sus copas unas intensas hojas verdes. He pensado que se merecían un gesto por mi parte y así he decidido que este era el lugar en el que debía detener a escribir.
Son las 9:26 h de la mañana. Los rayos del sol caen oblicuos y atraviesan las hojas para llenarlas de luz. Me fijo en las primeras hojas de una joven higuera que nació a la sombra del más hermoso de los castaños. Pienso al ver estas hojas en el árbol de la vida situado en el Jardín de las Hespérides. Estas hojas son joyas luminosas cuya simple contemplación me acerca a la fragancia de la eternidad. Hablando de olores, el campo en estas fechas desprende multitud de perfumes. Junto a la piedra en el que estoy sentado ha brotado una hermosa albahaca. Toco y huelo sus hojas. Resulta muy difícil descubrir su fragancia. Por más que lo intento no encuentro las palabras. Tampoco es fácil describir el aura que percibo a mi alrededor. Me quedo con dos palabras: serenidad y armonía. Delante de un telón de un eterno silencio se representa la tragicomedia de la vida. Una vida que adopta multitud de formas en función de la materia que moldea y la fuerza que emplea. Es capaz de excavar arroyos y pulir montañas dibujando paisajes a su antojo que acto seguido colorea. Una vez dibujados con su magia las fuerzas profundas les da vida siempre en constante cambio. De todos lados me llega el cantar de los pájaros. Este sonido es el que me hace pensar en la armonía de la naturaleza. Es un lenguaje que desconozco y por el que me siento muy atraído.
La naturaleza es lo real. Ella se mantiene al margen de las inquietudes y prisas mundanas. Permanece impasible ante los avatares diarios y espera con paciencia la llegada de los poetas o prosistas que, como yo, toman nota de lo que ella enseña con su simple presencia. La naturaleza me envuelve en las ocasiones en las que, como hoy, la visito y penetra hasta el último átomo de mi ser transmitiéndome su energía vitalizante. Gracias a esta energía mi alma toma el control de mi cuerpo. Como escribió Whitman, “el efluvio del alma es la felicidad, he aquí la felicidad”. Es mi alma la que se encuentra con el Anima Mundi que siempre está a la espera y cuando fluye hacia nosotros nos colma (W.Whitman).
Mi sensibilidad es un don y la escritura un instrumento para convertir emociones en palabras capaces de volar como las aves que observo y posarse en el alma de otras personas. Portan en su pico la semilla de un árbol que crecerá, como Axis Mundi, para enlazar la tierra y el cielo.
El esfuerzo siempre da sus frutos, aunque no sabemos en qué cosecha serán recogidos y mostrados a los demás.
Me resisto a que mis metáforas adquieran un toque maquinal. Busco y encuentro en la naturaleza aquellos símiles que facilitan la expresión de mis sentimientos e ideas. Nadie presta atención al paso de las nubes que a cada rato apagan los colores de la naturaleza, pero yo veo en ellas la expresión de un dejarse llevar por el destino escrito por los dioses. Los haces de luz que atraviesan las nubes son para mí el mejor ejemplo del aparente capricho del conocimiento intuitivo. No menos inspiradora es la flexibilidad de los árboles. Han aprendido a resistir el empuje del viento sin que sus troncos se trochen. Lo hacen porque están enraizados en la tierra en la que crecieron.
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