Entre las necesidades superiores del ser humano figuran, en un lugar destacado, el orden y la continuidad. Nadie se siente cómodo en un espacio desordenado o una situación incontrolada. Ya sabemos que la espiral de la vida no para nunca, pero confiamos en que se mueva a un ritmo constante y a una velocidad que nos permita tomar conciencia de lo que sucede a nuestro alrededor. Sin embargo, esta espiral se mueve cada día a mayor velocidad y sin un rumbo aparente. A su paso va transformando el entorno, destrozando los paisajes y contaminando la tierra, las aguas y el aire. El trabajo está deslocalizado y es cada día más escaso, y las personas se encuentran completamente desorientadas. Algunos, para intentar no ser arrastrado por el impetuoso viento de los tiempos, se aferran a sus creencias dogmaticas pensando que así conseguirán sobrevivir en un mundo en constante cambio. Otros buscan refugio en el seno de su tribu, convencidos de que su clan es más inteligente y hábil que sus vecinos. Y la mayoría anda buscando en su razón egocéntrica la tabla de salvación para sortear las grandes olas que provoca el devenir histórico. Son todas estrategias inútiles para sobrevivir en el mundo que nos ha tocado vivir. La única posibilidad que tenemos ante nosotros es ralentizar la velocidad de los acontecimientos, replantearnos nuestra relación con el tiempo e intentar vivir con más sosiego. Si conseguimos vivir sin tan prisas seremos más felices y tendremos tiempo para reflexionar y darnos de que la era de la expansión ha terminado para ceder su lugar a la edad del equilibrio dinámico. Este nuevo tiempo, el que está surgiendo ahora, ha de ser el del resurgimiento de la vida, el desplazamiento de lo mecánico por lo orgánico y el restablecimiento de la persona como término definitivo de todo esfuerzo humano.
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