Cualquier ciudadano que merezca este calificativo debe estar pendiente de los hechos que acontecen en su entorno social más próximo. No hace muchos días los diputados de la Asamblea de Ceuta se reunieron para celebrar el denominado debate sobre el estado de la ciudad. Como el propio nombre indica, en esta cita anual los representantes políticos analizan la situación económica, social y política de Ceuta aportando cada uno de ellos su particular visión de la realidad. Este año los temas claves han sido el paro, la pobreza y la inseguridad. El primero de estos asuntos, el del paro, fue el que mereció una atención prioritaria. Nada de extrañar teniendo en cuenta el elevado número de personas inscritas en nuestra sede local del servicio público de empleo. Los datos sobre el desempleo en Ceuta son objetivos, las interpretaciones no lo son tanto. Cada uno hace su interpretación de las cifras de desempleados, en función de sus intereses políticos. De estas lecturas del paro la que más se acerca a la realidad, según nuestra opinión, es la que ofreció el Presidente de la Ciudad.
Según comentó el Sr. Vivas, el paro en Ceuta se ha convertido en un problema estructural o crónico. Nuestro tejido productivo no tiene capacidad para absorber la enorme cantidad de personas que buscan un empleo en el reducido territorio ceutí, sobre todo cuando un alto porcentaje de estos demandantes presentan un grado de empleabilidad bajísimo debido a su nula o escasa cualificación. Los factores claves en el desempleo son, por tanto, la condición del lugar y la poca formación de un alto porcentaje de los demandantes de empleo en nuestra ciudad. Todo ello en el contexto de un vertiginoso crecimiento poblacional en nuestra ciudad durante la última década.
Nuestras condiciones naturales impiden el desarrollo intensivo de actividades encuadradas en el sector primario como la agricultura y la ganadería, tradicional nicho de empleo de las personas sin cualificación. La pesca, el más antiguo y tradicional de los oficios ceutíes, se encuentra, por desgracia, casi al borde de la extinción. Estos mismos condicionantes geográficos, en especial la falta de espacio, dificulta la implantación de empresas industriales. Solo nos queda el sector terciario y éste se encuentra sobredimensionado en la vertiente pública. La parte privada está principalmente representada por el comercio minorista, cuya supervivencia depende del consumo interno de los ceutíes y de los marroquíes que hacen sus compras en el Polígono del Tarajal o bien, en el caso de los clientes de mayor poder adquisitivo, en las tiendas de ropa y joyerías del centro urbano.
A esta ecuación geográfica, demográfica y económica que da como resultado las peores ratios nacionales y europeos en inserción sociolaboral y bienestar económico, le falta un factor determinante, el antropológico. En términos generales, somos testigos de un paulatino empobrecimiento de nuestra existencia y una degradación de la condición humana. Un superficial diagnóstico del estado espiritual presente evidencia que en la actualidad coexisten dos corrientes opuestas. En un lado se sitúa la religión (en su sentido más amplio de encaje del ser humano en la totalidad) y en el otro la economía. La primera representa la vida interior y la segunda los aspectos externos de nuestra existencia. La contradicción entre ambas cada día es más acusada y la reconciliación difícil de aventurar. Necesitamos de la religión para darle una nueva dirección a nuestros esfuerzos y un significado a nuestra vida. Nuestra vida carece de médula, como decía Eucken, y esta falta no puede ser reemplazada por sutileza alguna.
En la dirección contraria a la religión concibe la vida la escuela económica. Ésta pone las necesidades físicas del ser humano por encima de las más elevadas. En los últimos trescientos años, aproximadamente, la economía ha alcanzado un dominio sobre la vida y ha infiltrado su espíritu en todas las esferas. En el mundo reino de la economía el ser humano ha perdido su conexión con la totalidad y ha sido convertido en un fragmento efímero e indiferente, en un simple medio o instrumento, con una indiferencia absoluta respecto a su bienestar o malestar.
Nuestra época no hace más que resaltar la pequeñez y debilidad del ser humano. Sin esta confianza en el valor del hombre y de la mujer nos hemos concentrado en el aspecto exterior de nuestra existencia, que es precisamente la dimensión en la que interesa que nos detengamos a los agentes económicos, ya que es aquí dónde lo material y superficial cobra máxima importancia. Carecemos de la suficiente ambición espiritual para superar este dominio absoluto de lo económico en todos los órdenes de la vida. Hoy día, como comentó Lewis Mumford, “con la instrucción casi universal, la mente popular desciende lo más bajo posible en el nivel de entretenimiento e instrucción, por pura falta de ambición espiritual; el diario sensacionalista y el seminario ilustrado establecen un nivel de frívola estupidez que está a sólo un paso del sueño narcótico”. Esta concentración en lo exterior no ha hecho más que acrecentarse con el dominio de unos medios tecnológicos que dejan poco tiempo para el pensamiento, la reflexión, la meditación y el reencuentro con uno mismo.
Hemos perdido ambición espiritual, pero también profundidad interna. Como acertadamente comenta Paul Auster en su libro “la invención de la soledad”, “para un hombre que sólo considera tolerable la vida manteniéndose en la superficie de sí mismo, es natural sentirse satisfecho al ofrecer a los demás su propia superficie”. Esta falta de profundidad lleva a que nuestra alma, nuestro núcleo interno, se achique y doblegue. Al mismo tiempo que somos testigos de grandes proezas técnicas, vemos producirse, según decía Eucken, “muchos engendros mezquinamente humanos” y una decadencia general del ser humano. Es cierto que este mundo poshistórico ha dado lugar a figuras importantes. Sin embargo, el balance es negativo ya que estas sobresalientes personalidades no consiguen compensar el peso de unas mayorías descualificadas y vacuas.
Esta degradación del ser humano hay quienes quieren solucionarla por la vía de un revolución política inmediata, confiados en la bondad e inteligencia colectiva del hombre, que solo necesita un reconocimiento para que todo marche bien. Esto fue lo que sucedió a finales del s.XVIII con la Revolución Francesa y sus replicas. La decepción no tardó en llegar. Hoy en día no faltan quienes se embriagan enalteciendo la grandeza y bondad natural del hombre y la mujer; pero esto no corresponde, en modo alguno, a la situación real de la humanidad, y así sus discursos se resuelven en frases vacías y en la lucha habitual entre los partidos políticos que, por ejemplo, se dieron cita en el Pleno de la Asamblea de Ceuta. Todos estos llamamientos a la revolución social no sirven para nada si los que están llamados a protagonizarla no están dispuestos a modelar a los instrumentos con los que trabajan: primeramente ellos mismos. Solo en un lugar puede empezar la renovación: dentro de la persona. Cada uno de nosotros debe comprometerse a llevar a su labor inmediata diaria una nueva actitud hacia sus funciones y obligaciones. Cada hombre y cada mujer deben asumir en silencio su propia carga y responsabilidad en la crisis interna y externa en la que estamos inmersos. Es necesario dar un paso adelante y asumir las responsabilidades personales y públicas que a todos nos corresponden. De nada vale seguir quejándose de la crisis y señalar siempre a los mismos de los males que nos aquejan.
Es triste reconocerlo, pero estamos siendo testigo de una involución en la condición humana. Nos hemos convertido en unos seres embotados, soñolientos, pasivos, acríticos, atávicos, atomizados, individualistas, conformistas y rutinarios. Unos seres que se jactan de no prestar atención a las noticias locales, nacionales e internacionales; que se congratulan de no haber leído un puñetero libro en su vida; que no dedican ni un minuto a la reflexión y análisis crítico de la realidad; que atacan sin piedad a las organizaciones políticas, sindicales o sociales, pero son incapaces de asumir algún tipo de compromiso cívico. Duras palabras, ¿Verdad? No las decimos con ánimo de ofender a nadie. Pero alguien tiene que decirlas. Unas palabras que no la escucharan nunca en bocas de nuestros representantes políticos. Ellos no se atreven a criticarles porque desde su prisma no son otra cosa que potenciales votantes.
Llevan razón autores como Félix Rodrigo Mora cuando identifican como una de las principales causas de la actual crisis multidimensional la escasa calidad del sujeto. Si hay algo que caracteriza al hombre de principios del siglo XXI es la nula ambición espiritual que demuestra en su vida diaria. Determinar cuándo se inició este proceso es difícil de establecer, pero los primeros síntomas se hicieron visibles en la época victoriana. Un amigo de Lewis Mumford le comentó que en cierta ocasión tuvo una conversación con un viejo minero inglés, quién contaba que en sus tiempos no tenían dinero para comprar las obras de Ruskin (un precursor del socialismo), pero las copiaban a mano de fin de tenerlas en su posesión. Este veterano minero le dijo: “nosotros bajábamos a la mina con un libro de Carlyle o Mill en nuestro bolsillo para leer mientras comíamos; pero los muchachos de hoy en día bajan con un periódico, y la noche no la enfrentan con un libro, sino que se van a dormir con la radio». Ahora, suponemos que bajarán con el móvil para mandar mensajes por el Whatsapp. Nadie puede dudar de que afortunadamente las condiciones físicas y laborales de los trabajadores han mejorado enormemente en nuestra época, pero su actitud mental se ha deteriorado, porque carecen del propósito y la autodisciplina de otros tiempos.
Nuestros ilustres ediles conocen poco el pensamiento que dio origen a la democracia en las bellas ciudades griegas de hace cerca de 3.0 00 años. Los padres de la democracia observaron y plasmaron en sus escritos que la naturaleza común del ser humano responde mejor al aguijón de la censura que a la alabanza. Tampoco conocen aquella sentencia de Blaise Pascal que decía: “el hombre no es ni ángel ni bestia, y lo malo es que el que quiere ser el ángel hace la bestia”. No creemos que sea conveniente el excesivo mimo y la romántica autoindulgencia que nos dispensan los representantes políticos y el resto de agentes sociales. No nos hace ningún bien. Todos deberíamos incrementar nuestro grado de autoexigencia y tener siempre presente que la mejor vida posible es la que persigue un grado siempre creciente de autonomía, autodisciplina, autodirección, autoexpresión y autorrealización. La vida misma en su plenitud y totalidad no puede delegarse. Así que apoyamos la idea del Profesor José Antonio Marina que aboga por un modelo social basado en el socialismo de las oportunidades y la aristocracia del mérito.
Esta crisis, que es más bien interna que externa, tiene necesariamente que llevarnos, o a una degradación, o a una elevación de la condición humana. Nosotros sostenemos la posibilidad y sobre todo la urgente necesidad de una elevación. Confiamos y creemos en el ascenso a niveles superiores de conciencia, pero también exigimos una formación de esencia y una reforma moral de la sociedad. Reivindicamos que se haga un esfuerzo colectivo, impulsado por el tejido social culto de Ceuta, para derribar los muros ideológicos y las ideas doctrinarias y fanatizadas que impiden la elevación del ser humano hacia los cuadrantes superiores de la vida al que nos impulsan la ciencia, la filosofía, la sabiduría, la historia y el conjunto de las artes. Apostamos, en definitiva, por revalorizar los conceptos de Bondad,-para ayudar a quien lo necesite-; Belleza,- para disfrutar de un entorno adecuado-; y Verdad, -para que todos tomemos conciencia de que las soluciones no se encuentran en las puertas de las sedes administrativas, sino en el esfuerzo individual y la sinergia colectiva en la búsqueda de un vida plena, rica y significativa.
Félix Rodrigo Mora dice
Saludos,
os agradezco mucho la atención que dedicáis a mis formulaciones e
ideas. Para cualquier cosa quedo a vuestra disposición.
Félix
admin dice
Es un placer difundir tus planteamientos, Félix. Un cordial saludo,
José Manuel Pérez Rivera