Las relaciones humanas están basadas en la confianza. Confiamos a nuestros hijos a los profesores, nuestra salud en los médicos, nuestra seguridad a la policía, nuestro dinero a los bancos, nuestros alimentos al tendero, la información a los periodistas y así podríamos seguir hasta completar una extensa lista de entidades y personas en las que confiamos a diario. En un círculo más íntimo confiamos en nuestros padres, hermanos, pareja, hijos y amigos. Cuando asomamos la cabeza fuera de este círculo lo hacemos con prudencia y atención. Si no apreciamos peligro nos movemos con soltura en este ambiente alejado del núcleo familiar. Vamos adquiriendo confianza y olvidamos que flotamos en una atmósfera no exenta de peligros. En cuanto menos lo esperamos sufrimos el zarpazo de la realidad, dejándonos una profunda huella que tarda tiempo en cicatrizar. Como un animal herido buscamos de nuevo cobijo en nuestro hogar familiar para curar las heridas. Es aquí donde reflexionamos sobre la ausencia de un orden moral en nuestra sociedad. Una sociedad poblada de seres que no saben discernir el bien ni el mal, y emplean para sus fines todos los medios, como la astucia y el engaño. Lo principal para ellos es conseguir su propósito, desterrando toda tibieza y vacilación en sus fines. ¿Saben cuáles son estos fines? Pues el poder y el dinero. Estos dos gemelos dominan el mundo y nos arrastran a un profundo abismo del que va a ser complicado escapar. Pocos están dispuestos a asirse a las cuerdas que les llevan a una llanura en la que no hay colinas a las que subir para mostrar su hinchado ego.
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