El filósofo francés Egar Morin ha manifestado en multitud de ocasiones que la nave espacial Tierra es propulsada por cuatro motores vinculados entre sí y al mismo tiempo autonomizados: ciencia, técnica, industria y capitalismo (lucro). La cuestión a la que se enfrenta la sociedad actual es cómo determinar un control efectivo sobre estos motores. Se suele buscar, no sin razón, en la ética el medio para hacerse con el control de las grandes fuerzas desbocadas que nos conducen al abismo. Pero antes de retomar el control de la nave deberíamos reflexionar sobre las causas que nos han llevado a la actual situación. Entre ellas habría que destacar la errónea idea de tamizar todos los fenómenos de la vida y el cosmos por el tupido cedazo de la ciencia. En su búsqueda de la certeza, la ciencia se atiene a los caminos abiertos, visibles y claramente definidos y evita los oscuros matorrales del subjetivismo: esto supone dejar de lado, ya sea por considerarlo insignificantes o indescifrables, una parte considerable de la experiencia humana. Con el predomino de esta actitud se ha tendido a rechazar lo único y lo irrepetible, aunque estos fenómenos pueden afectar poderosamente al curso del desarrollo humano.
Hasta ahora las ciencias han buscado respuestas parciales a problemas limitados y aislados: no se han preocupado por el patrón de la totalidad. Y cuando lo han hecho, caen en planteamientos que exhalan excesiva suficiencia. Sin ir muy lejos en el tiempo, hace pocas semanas, el conocido científico británico Stephen Hawking ha afirmado que “El Big Bang fue una consecuencia inevitable de las leyes de la física, que Dios no creó el Universo y que las teorías científicas más actuales convierten en redundante la figura de un creador”. Su pensamiento, excesivamente racionalista, le ha llevado a declarar que “si llegamos a descubrir una teoría completa, sería el triunfo definitivo de la razón humana porque entonces conoceríamos la mente de Dios”. Pensamos que sin ser completamente consciente, Hawking ha hecho de la ciencia su religión, tal y como hacemos todos los humanos con nuestros pensamientos más trascendentales. Hasta el ateo más convencido convierte sus ideas en su particular expresión religiosa.
Siguiendo la definición que hace Lewis Mumford de la religión, ésta es un conjunto de intuiciones y creencias que se extienden fuera de la parte natural del hombre y de la experiencia que la ciencia rechaza al buscar de manera deliberada un fragmentario conocimiento de una naturaleza verificable. De este modo, las cuestiones que la religión pregunta no son concernientes a particularidades, sino al conjunto; no atiende a cuestiones específicas como ¿Para qué y cómo?, sino a asuntos de más amplia generalidad y los más esquivos temas: ¿Por qué? ¿Con qué propósito? ¿Hacia que fin?. La religión tiene por objeto, en otras palabras, no una detallada explicación causal de este o aquel aspecto de la vida, sino una razonable contabilidad de la suma total de las cosas.
En términos de la ciencia positiva, la mayoría de las preguntas religiosas plantean preguntas sin respuesta; y para el científico convencional, todavía prisionero en una ideología parcial y mecanicista, representan problemas ilusorios. El mismo vocabulario de la religión es considerado por muchos científicos como una tontería, porque no se puede convertir en su jerga corporativista. Tanto peor, pues, para las limitaciones del método científico: las tribus primitivas y los niños pequeños, que se atreven a hacer las mismas preguntas sin respuesta, en la práctica son más sabios, porque no están inhibidos en su preocupación con el todo, y no están avergonzados en la libre expresión de sus desconciertos, sus presentimientos, sus esperanzas. Siguiendo los planteamientos de Mumford, en su obra “La conducta de la vida”, los fenómenos transitorios de la vida, la civilización y la religión de la personalidad humana juegan contra las perspectivas cósmicas de tiempo y espacio. Los conceptos de infinito y la eternidad, que no son verificables por observaciones parciales, han sido el núcleo mismo de la superior conciencia religiosa: así cuando en un período de la cultura la mente científica todavía estaba atascada en el materialismo de los cuatro elementos, tierra, aire, fuego y agua; un Pitágoras o un Platón trataron de deducir, de las armónicas matemáticas relaciones, una pista de un patrón más profundo de orden. En su más amplio alcance, la religión concierne a si misma con el sustrato impenetrable de la realidad, con lo que, desde el punto de vista de la ciencia, es imposible de conocer: el mysterium tremendum.
Una vez que el hombre alcanza la conciencia, no hay manera de despojarse de estas cuestiones o de eludir una respuesta provisional, sin reprimir una cualidad esencial en la vida misma. Incluso cuando los hombres tratan de evadir cualquier preocupación por las cuestiones finales, perdiéndose en el trabajo diario, llenan su vacío espiritual con excesos de comida o bebida, o con un exceso de sensibilidad estética y conocimiento abstracto. Viven perseguidos por los fantasmas de sí mismos y por su prepotente relación con el universo, en su disparatada búsqueda de dar respuesta al Mysterium Tremendun. Pero que nadie me entienda mal, yo también soy científico, pero como manifestó el gran escritor Samuel Butler, “los hombres de ciencia, si son dignos de este nombre, se puede decir que son verdaderamente los hombres más cercanos a Dios, los que están alrededor de su lecho y espían todas sus vías”.
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