Ceuta, 9 de octubre de 2017.
El verano quedó atrás. Ha sido una estación muy provechosa para mí. Guardo en la memoria las largas excursiones por Ceuta. Durante unas semanas dejé de salir a la naturaleza. Entre el trabajo y la familia nos dispuse de la serenidad suficiente para mis aventuras. Necesitaba también avanzar en mis estudios sobre la diosa luna. Pero este fin de semana tomé la decisión de retomar mis paseos. A ello ha contribuido, de manera notable, la lectura del primer volumen del diario de Henry David Thoreau. Ya que estaba leyendo el primer volumen he aprovechado para releerme el segundo. Mientras lo hacía sentía esa satisfacción íntima de estar conectado mediante un hilo dorado con Henry.
Después de dejar a los niños en el colegio he subido a casa para preparar mis bártulos. A las 10:00 h estaba ya en el arroyo de Calamocarro. El paisaje ha cambiado mucho desde que visité este lugar a mediados de verano. El cauce está seco y dominado por el verde de los tallos y el amarillo de las flores de la albahaca. Las adelfas han perdido sus bellas flores rosas. Noto un incremento significativo de estas extrañas plantas de vainas almendradas y peludas. También llaman mi atención las pequeñas flores blancas de los torviscos.
Me siento bajo el alcornoque en el que este verano estuve acompañado de un hermoso sapo moruno. Sentado sobre su acorchado tronco he desayuno un bocadillo que me he traído de casa. El postre me lo ha ofrecido el propio alcornoque. Alrededor mío ha dejado una gran cantidad de bellotas, algunas de las cuales he comido y otras he guardado para mi mujer y mis hijos.
Con el estómago lleno he subido hasta los castaños centenarios que quedan del primitivo bosque mediterráneo que tuvo Ceuta. Uno a uno he ido abrazándolos y besando para demostrarles mi amor y mi afecto. Me preocupa la mala salud de algunos de ellos. No creo que aguanten muchos más inviernos. De los más sanos he recogido algunas castañas tiradas en el suelo que aún conservan sus pinchudas envolturas. En casa las comeré con mis hijos.
Un camino se abre al lado de uno de estos castaños con más de cuatrocientos años de antigüedad. Acepto la invitación que me hace y me adentro confiado por esta senda. Termino a los pies de un bello castaño que luce toda su majestuosa presencia. Unos metros más arriba contemplo un vetusto muro coronado con un frondoso cañaveral. Llego hasta allí para descubrir que se trata de una amplia plataforma rectangular relacionada con la antigua finca de la Fuente de la Higuera. Uno de estos árboles frutales que da nombre a esta desaparecida explotación agrícola disimula la existencia de una antigua construcción. Me encanta el olor que desprende la higuera.
Tras dar varios rodeos salgo a la torre medieval de la fuente de la Higuera. Este manantial presenta un aspecto deplorable. Han acumulado un montón de piedras sin ton ni son y una mensaje escrito a brocha gorda que el agua no es potable. Aun así la gente sigue viniendo hasta aquí a coger agua.
Junto a la fuente encuentro un palo pelado que es perfecto para ayudarme a subir por los cerros. Tenía ganas de tener un bastón tallado por la naturaleza, pero hasta ahora no había hallado ninguno que llamara mi atención. Puede que haya pertenecido a otro caminante. Con su ayuda subo por un empinado camino situado a un lado de la fuente. Me siento atraído por un extraño zumbido parecido al de los grillos, pero algo diferente. Desconozco su origen. A mitad de la cuesta percibo una embriagadora mezcla de olores en la que participan los majuelos y el perfume de los helechos secos, junto a las hojas caídas de los alcornoques. No podría haber encontrado una mejor composición para ilustrar una estampa otoñal.
Disfruto del entrecruzamiento de colores en los que predominan el marrón oscuro de los alcornoques, el verde apagado de las hojas que aún cuelgan en las ramas y el amarillo de las que se acumulan en el suelo. El toque de alegría lo aporta el intenso color de rojo de los frutos de los majuelos. Aunque el cielo está hoy nuboso, en el momento que ahora escribo las nubes se abren para que los rayos del sol penetren entre las ramas de los pinos y las hojas de los alcornoques.
El viento acaricia las hojas de los helechos con la misma dulzura que una madre lo hace con el rostro de su bebé mientras le da el pecho. Este mismo candor lo siento en este instante por parte de la naturaleza. Me acoge como a un hijo que hace tiempo que no ve.
De vez en cuando deja caer junto a mí alguna que otra bellota, como un presente que agradezco sinceramente. La naturaleza es de una generosidad extraordinaria. Nos regala el aire que respiramos, el agua que bebemos y las plantas y frutos que comemos. Y esto sólo es lo que se refiere al mantenimiento de nuestro cuerpo. Pero también nos ofrece un alimento mucho más importante: el que nutre nuestra alma. Cada vez que acudo a la naturaleza recupero mi fuerza vital, mi manantial interior vuelve a brotar y deja un surco de palabras en mi libreta. Siento esa emoción profunda que despierta mis sentidos sutiles. Vuelvo a ser yo mismo. Recupero mi ansia de vivir, de cumplir con mi destino. Mis palabras caen como los frutos de los árboles sobre una libreta yerma, pero que, tarde o temprano, nutrirán el alma de quienes las lean.
Hoy no vuelvo con la mochila vacía. Regresa llena de los frutos del bosque otoñal y de experiencias significativas y trascendentes.
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