Armilla (Granada), 1 de enero de 2016.
El inicio de un nuevo año es un buen momento para proponerse nuevas o renovadas metas. Mis ideales siguen siendo los mismos, a partir de los cuales trazo ideas frescas y doy forma a mis sueños y proyectos. En los últimos meses del ya terminado año 2015 dediqué mucho tiempo a escribir y algo menos a realizar. De alguna manera, navego sin rumbo fijo con un horizonte despejado, pero sin un puerto de destino claro. No me falta alimento para mi alma, pero necesito encontrar un trabajo para mantener a mi familia. Es hora de tomar decisiones y cambiar determinados hábitos. Tengo que aprovechar mejor el tiempo. Desperdicio demasiado tiempo mirando Facebook o consultando las páginas de noticias en internet. Estas costumbres, además, me distraen y hace que pierda la concentración que requiere cumplir con mi misión.
Para combatir algunos de mis principales males morales tengo que luchar de manera denodada contra el aletargamiento que me hace caer en una especie de sonambulismo intelectual. Como dijo Thoreau “estar activos, bien, felices, implica una extraña valentía”. Somos presas fáciles de la desesperación, el abandono y el desaliento. No podemos olvidar que “toda búsqueda y aspiración es un instinto con el que la naturaleza se alía y coopera, y por tanto no es en vano” (H.D. Thoreau). Mi búsqueda es la del espíritu de Ceuta recorriendo un camino que sirve, al mismo tiempo, a mi propio descubrimiento y al de un Mundo Nuevo.
Después de escribir estas primeras reflexiones con las que inauguro el nuevo año 2016, y tras cumplir con algunas responsabilidades familiares, he salido a andar un rato provisto de mi cuaderno y mi máquina fotográfica. Paseando a buen ritmo he llegado a la acequia de Tarramonta, más conocida en el pueblo de mi mujer como la “acequia Gorda”, ubicada en plena vega de Granada. Este es uno de mis lugares favoritos cuando vengo a pasar unos días en la casa de mis suegros. Unos grandes olmos marcan la trayectoria de esta arteria acuosa que nutre los campos granadinos.
El entorno siempre es cambiante en un paisaje vivo como la vega de Granada. La mayor parte de las tierras de cultivo están vacías. Sólo quedan los restos de las mazorcas que cubrían el árido suelo.
El otoño que nos ha dejado hace apenas una semana ha dejado los árboles desnudos y sus hojas esparcidas a sus pies. Parecen muertos, pero la savia de los olmos sigue fluyendo desde las raíces a las blancas ramas.
En pocos meses llegará la primavera y con ella la renovación de la vida. Algo similar sucede en mi interior. Estas hojas sobre las que me siento simbolizan los hábitos y costumbres que desprendo de mi mente agitadas por el viento de los cambios que llegan a mi vida. Son también la perfecta metáfora de las ideas caducas de una sociedad que debe renovar sus corazones, reeducar sus mentes y restaurar la naturaleza. Ella no necesita que nadie le ayude en su cíclico proceso de renovación. Es algo innato. Todo aguarda a los cambios que pronto llegarán.
La quietud en este lugar es patente y me permite concentrarme en el murmullo del agua que discurre por la acequia. Cierro los ojos y activo mis sentidos. Aprecio con claridad el olor de las hojas secas y siento que el agua que escucho es una cascada que vierte directamente sobre mi alma, nutriéndola y refrescándola. Una intensa luz blanca ilumina mi mundo de adentro y experimento un agradable calor interno. La fuerza de la naturaleza penetra en mi interior con cada inspiración y al expirar arrastra hacia el exterior todas las impurezas acumuladas en las últimas semanas. Me siento alegre y vital, dispuesto a proseguir con decisión el camino de mi vida.