Uno de los pasajes más conmovedores de la recién descubierta novela perdida de Walt Whitman, “Life and Adventures of Jack Engle: An AutoBiography”, es aquel en el que el padre de Marta, la heroína de este relato, y a la vez asesino de la madre de Jack Engle, escribe una carta en la cárcel poco antes de morir. Se trata de un bello alegato sobre la felicidad, la vida y la belleza. Dice así:
“Quienquiera que seas, en cuyas manos pueda caer esta triste historia, -oh, permíteme esperar que mi hija pueda leerla y deje caer una lágrima por su padres-, seas quien seas, hija, amigo o extraño, yo comienzo mi narración, escrita en prisión, para pasar las duras horas y dejar la posibilidad de alguna pequeño legado de simpatía para mí mismo.
Mira a tu alrededor en la hermosa tierra, el aire libre, el cielo, los campos y las calles, -las personas que pululan en todas direcciones-, todo esto es común, dices, no vale la pena dedicarle un pensamiento, como yo una vez supuse, y tú también. Pero que supongo ahora ya no. Ahora todas estas cosas me parecen las más hermosas cosas del mundo. Estar libre, caminar por donde quieras, mirar con libertad, estar libre de cuidados, también, a lo que quiero añadir, no tener el alma presionada por el peso de un horrible odio o desgracia; no tener una castigo terrible suspendido sobre ti; oh, eso es la felicidad.
¡Felicidad! Ay, que absurdidades pasan entre los hombres, bajo este nombre. Felicidad: yo estoy en prisión, con la muerte quizás esperándome; y escribo algunos de mis pensamientos sobre la felicidad ¿No hay, de hecho, ninguna especificaciones para el disfrute de la vida? ¿Venimos a la tierra para fatigarnos y sufrir, para comer, beber y tener hijos, para enfermar y morir? ¿En este mundo, en el corazón del hombre, no brillan los rayos solares y no florecen flores, como el mundo de afuera? ¿Y el amor, y la ambición, y el intelecto y la riqueza, -fuentes de las que, en la juventud, esperamos que en los futuros años emane muchas de estas felicidades,-como sus fruiciones llegan, no vienen también las decepciones?
Yo quisiera que el Diablo en el Jardín del Edén hubiera sido hecho para decir al hombre joven que era lo que conduce a la felicidad. Que en estos tiempos modernos, a lo que los hombre se dedican con tanto ardor, todo los hombres que no rodean, no alcanzan la felicidad, resulta evidente. La riqueza no puede comprarla. Los periódicos cada mes contienen las cuentas de los individuos, seguramente prósperos en todos sus asuntos pecuniarios, y algunos de ellos jóvenes y saludables, que en medio de lo que los pobres piensan que es la felicidad perfecta, han cometido un auto-asesinato. El buscador exitoso, tras el rango y la posición, no es feliz. Los más eruditos intelectuales son a menudo los hombres más melancólicos del mundo. La belleza se marchita tanto como el cerebro tras un rostro familiar. Elegantes vestidos con frecuencia cubren un alma enferma y la decoración de un hermoso carruaje no es más que el adorno de la miseria. De igual modo, entre las clases sociales más ocupadas y trabajadoras prevalece la misma ausencia general de felicidad. Parece razonable que aquel cuya existencia es una ininterrumpida lucha por evitar la inanición por la esclavitud y el trabajo duro, contemplara pocos días brillantes. Así también el hombre cuyas labores son efectivas, no les va mucho mejor. El mecánico, el labrador, el corrector literario, son igualmente excluidos de cualquier experiencia deliciosa, de ese dulce bocado que tanto aprecian, pero nunca obtienen. Yo estoy hablando no de las agradables gratificaciones de los sentidos o los gustos cotidianos, que son bastante comunes, sino del logro, en cualquier momento, de esa condición en la que un hombre puede decirse a sí mismo: “yo siento una perfecta felicidad. No tengo ningún deseo sin gratificar”.
¿No soy filosófico aquí, en mis rallados muros? ¿No ven que aguda se ha convertido mi mirada? Y realmente es un consuelo, en este instante, pensar lo miserable que el mundo es. Pero no sería miserable si yo no hubiera tenido un gran peso sobre mi alma y estuviera libre de nuevo. Ahora, cuando estoy a punto de dejar la vida, mis ojos se abren a su belleza ¡Oh, que barata y común belleza! ¡Ser libre y no ser un criminal! Ahora también he quitado la barrera que se colocó entre mí y la felicidad! Lo que fue un temperamento ardiente, lo he perdido ahora; yo siento que si viviera unos cientos de años, serían cientos de años sin ira ni venganza ¡Qué salvajes! ¡Qué desconcertados están mis pensamientos! ¡Cómo hablo de cientos de años! ¿Acaso veré la mitad de cien días?”.