Ceuta, 19 de agosto de 2015.
Estaba delante del ordenador y de momento he sentido un impulso irrefrenable de ponerme a escribir. Me siento vital y lleno de energía. Tengo ganas de expresar lo que fluye en mi interior. Siempre es una sorpresa. No escribo lo que pienso. Es un simple dejarme llevar por lo que de manera natural surge de mi interior. Siempre ha sido así. Nunca sé exactamente cuál será el resultado de mi escritura. Lo entiendo como una aventura en la que el escenario es mi alma y para la que no cuento con un mapa ni una brújula. Me adentro en mis pensamientos con alegría y emoción. Siempre encuentro cosas de valor que me gusta compartir con los demás. No son grandes tesoros, sino humildes piezas del puzle que conforman mi propia imagen. Me da igual que me lean cien que uno. Para mí la escritura es una manera de autoconocimiento, autodesarrollo y expresión. Un esfuerzo que también su repercusión en la sociedad, y más concretamente, en el grupo de personas con las que uno se relaciona. Como decía mi admirado Lewis Mumford “solo aquellos que día a día tratan de renovarse y perfeccionarse serán capaces de transformar nuestra sociedad, mientras que aquellos que estén ansiosos por compartir sus altos dones con la comunidad entera –en verdad con toda la humanidad-, serán capaces de transformarse a sí mismos”.
Soy un hombre afortunado por muchas razones. Una de ella es por haber dado un salto cualitativo en mi madurez personal gracias a la lectura de las obras de Lewis Mumford. Él me abrió las puertas a una concepción de la vida y del ser humano radicalmente distinta a la que estaba acostumbrado. De su mano descubrí a autores que con el tiempo se ha convertido en fundamentales en mi crecimiento personal. Hablo de su maestro Patrick Geddes, o de autores tan importantes para mí como Emerson, Thoreau, Whitman, Blake, Eucken, Schiller, Ruskin, Goethe o su amigo Waldo Frank. Todos ellos, y muchos más, han contribuido al despertar de mis sentidos, sentimientos, pensamientos e imaginación. De todos estos despertares el más notorio ha sido el de mi mirada. Por desgracia, según comentaba William Blake, “el árbol que mueve algunos a lágrimas de felicidad, en la Mirada de otros no es más que un objeto Verde que se interpone en el camino. Algunas personas Ven la Naturaleza como algo Ridículo y Deforme, pero para ellos no dirijo mi discurso; y aun algunos pocos no ven en la naturaleza nada en especial”. Sin embargo, existe otro tipo de personas, continúa diciendo Blake, para quienes “la Naturaleza es imaginación misma. Así como un hombre es, ve. Así como el ojo es formado, así es como sus potencias quedan establecidas”. Yo he tenido la suerte de desprenderme que esas telarañas que nos impiden captar todo la bondad, la verdad y la belleza que contiene la naturaleza.
Con el paso de los años he conseguido apreciar los sutiles cambios de luz, las tonalidades del cielo, la amplia gamas de colores de la naturaleza, el desfile interminable de las nubes, el sonido de las aves, el silbido del viento, el olor a tierra mojada en otoño y el néctar de las flores en primavera, el permanente olor del mar y su humedad penetrante, el tacto siempre cálido de los árboles y la frialdad de la piedra. Me gusta cuando todos elementos se combinan de múltiples maneras ofreciendo espectáculos de una belleza indescriptible. Hace un par de días subí a la cúspide del Monte Hacho para contemplar el ocaso del sol. Sopla un fuerte viento de poniente, tan enérgico que mi cuerpo cimbreaba como los árboles que me rodeaban. Poco a poco el cielo se teñía de rojo. El sol yacente permitía mirarlo directamente sin que mis ojos se sintieran incómodos. Mientras se sumergía en las profundidades del Estrecho parecía que arrastraba consigo el mismo mar y los barcos que se encontraban en su superficie. Yo mismo pensaba que Ceuta y todo lo que contenía sería arrastrada por el influyo del sol hasta el mismo Hades. La puerta que custodia el Cancerbero se abrieron para recibir al sol y yo estaba allí para contemplarlas. Al momento la puerta se cerró, pero los rayos del sol siguieron iluminando el cielo a través de las ranuras del portón infernal. Entonces me acordé de Dante y su alusión a Ceuta en “La Divina Comedia”. Estoy seguro de que él también fue capaz de ver desde nuestra ciudad las puertas del infierno abriéndose y cerrándose en el Estrecho para recibir al sol.
Una vez cerradas las puertas de Hades noté una gran calma interior. La oscuridad fue lentamente apoderándose del paisaje. La luna, aún naciente, apareció sobre la cabeza del Atlante dormido. Mientras tanto las luces de la ciudad empezaban a encenderse. Al fondo atisbe un grupo de kayak que emprendía su vuelta nocturna por el litoral ceutí. Gracias al dominante viento de poniente llegaban hasta mí los sonidos de la ciudad. Entre el ruido de los coches y las motos distinguí el bello repicar de las campanas de la ermita del Valle. Vista desde las alturas pensé en la Ceuta eterna. Por un momento dejé volar a mi imaginación. Los edificios, las calles asfaltadas y la profusión de luces desaparecieron de la estampa que contemplaba. El ruido incesante de los vehículos se apagó. Todo volvía a ser verde. El primitivo bosque de Ceuta aparecía antes mis ojos con sus encinas, quejigos, algarrobos y acebuches. Las antiguas siete colinas de la Almina eran de nuevo apreciable. Entre ellas discurrían arroyos en cuyos cauces abundaban los sauces y alisos. Una playa de arena rubia se extendía por todo el borde norte del istmo y de la Almina. En un punto cercano al lugar donde hoy día se encuentran los baños árabes desembarcan un grupo de mujeres. Se dirigen a un pequeño templo situado junto a un caudaloso arroyo. Una robusta encina, en torno a la que bailan y cantan, oculta parte del templo. Adivino que se trata de un santuario dedicado a la Gran Diosa. Una de las mujeres porta sobre su pecho un colgante con la representante de la Gran Diosa en posición oferente y dando a luz a una flor de loto como símbolo de una naturaleza en continuo proceso de renacimiento y renovación. Otra de las sacerdotisas eleva hacia el cielo una piedra negra de forma prismática que representa la unión de lo objetivo y lo subjetivo, la razón y la inconsciencia, lo masculino y lo femenino, la noche y el día, la vida y la muerte, el amanecer y el atardecer al que este grupo de sacerdotisas rinden culto mostrando su ídolo al sol engullido por el mar.
La negrura de la noche, como la de la piedra que vuelve al templo, hace desaparecer las líneas del horizonte y de las montañas. Las estrellas empiezan a encenderse en el firmamento. Venus duerme hasta el alba y su lugar junto a la luz es tomada por la estrella espiga. El fin del verano está próximo y pronto empezará la época de la vendimia.
…Poco a poco despierto de mi sueño. El frío me saca de mi plácido estado soñoliento. ¿Ha sido un sueño o una revelación? Poco importa. Mi imaginación ha tomado el control de mi ser y me ha elevado hacia dimensiones de la realidad inalcanzable por la mente racional y mecanicista. Siempre he sido un soñador, y como dejo escrito mi maestro Mumford, vivimos en uno de esos tiempos en el que solo los soñadores son hombres y mujeres prácticos.
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