Armilla (Granada), 14 de agosto de 2016.
He salido a pasear a última hora de la tarde. Una densa y ancha nubosidad cubre el horizonte. Detrás de ella se esconde un sol que se echa a dormir de manera plácida y resignada. Ha sido un adiós sereno y discreto.
Al acercarme a los olmos que hincan sus raíces en la acequia de la Tarramonta han vibrado evidenciando que la alegría por nuestro reencuentro es mutua. Sobre sus copas vuelan en formación unas elegantes garzas que inician su peregrinaje hacia Oriente.
Según cae la noche las golondrinas pasan a mi alrededor, así como revolotean los murciélagos. Comienza la sinfonía de las cigarras que cantan a la luna creciente que se encuentra a mi espalda.
Los chopos han dejado de vibrar y permanecen expectantes a las palabras que dejo escritas en mi libreta. Su tranquilidad me deja oír el incesante discurrir por la acequia. El frescor del agua canalizada se pone en sincronía con el de la noche y entre ambas descorchan el delicado frasco de las fragancias de la naturaleza. Huele a hierba fresca con el agradable matiz que otorga las enormes hojas de tabaco y las ramas de los espárragos.
Regreso a casa escoltado por los murciélagos y escuchando el canto de los grillos. Lo hago siguiendo un camino delimitado por el estrecho cauce de la acequia e iluminado por la delicada luz de la luna. Agua y luz de luna son los dos elementos femeninos que me acompañan en un peregrinaje corto, pero placentero, que me devuelve a mi mundo consciente.