Cualquier buen explorador del alma y de la tierra tiene que dar cuenta de sus descubrimientos a la gran comunidad formada por las personas sensibles y sinceras. Mis hallazgos de este día pueden clasificarse en dos grandes categorías: los del alma y los de la naturaleza. Es evidente de que se trata, como todas las clasificaciones, de una división forzada, pues alma, cuerpo y espíritu son, en realidad, distintas dimensiones de la Totalidad.
En un plano más prosaico esta aventura me ha demostrado que soy capaz de idear, planificar y llevar a la práctica mis proyectos más deseados. Era una prueba no exenta de riesgo y esfuerzo. Han sido quince horas de recorrido por riscos, acantilados, murallas y carreteras, enfrentando al calor y al fuerte viento. No sabía cuando empecé si mi cuerpo, poco habituado al ejercicio físico, iba a soportar tantas horas de caminata. Pero lo he conseguido.
Respecto a mi preparación mental, los días previos a esta actividad repasé los libros de Walt Whitman y Henry D. Thoreau, por lo que lleva a tope mi carga de energía cósmica. Parecía que algunos pasajes hubieran sido escritos para esta ocasión, como aquella carta en la que Thoreau me decía: “¿No posee una cualidad del intelecto de inestimable valor? Si existe algún experimento que le gustaría llevar a cabo, adelante. No deje espacio para las dudas que no le sean satisfactorias”. O aquel otro en el que el mismo Thoreau lanza al aire la siguiente pregunta y el mismo la contestaba: “¿Dónde se encuentra la terra incognita sino en las empresas que no hemos intentado aún? Para un ánimo aventurero, cualquier lugar es un “territorio virgen” ”. Animado por estas palabras me colgué la mochila a la espalda con mi máquina de fotografía y mis útiles de escritura.
Andando primero entre nieblas y luego bajo el ardiente sol he sacado a la luz muchos de mis recuerdos que parecían olvidados en el desván de mi memoria. Ese niño tímido, introvertido y soñador me ha acompañado todo el viaje y se ha hecho presente reflejado en aquellos niños que hacían castillos de arena en la playa de Benitez. También ha aparecido el arqueólogo vocacional que excavaba con las manos para desvelar los misterios de esta tierra. No podía faltar el joven universitario que aprendía de la vida en libertad y con un alto sentido de la autoresponsabilidad. Aquel chico, al que le gusta salir y divertirse, conoció en su misma aula de la Facultad al amor de su vida. Un amor que el año que viene cumplirá sus bodas de plata y que ha dado sus mejores frutos en nuestros hijos Alejandro y Sofía.
A la sombra de la acacia del jardín de la República Argentina se hice presente mi yo actual: el hombre maduro que ha tenido la suerte de experimentar un segundo nacimiento, pero esta vez a la vida espiritual. Soy plenamente consciente del gran don que las fuerzas profundas han puesto en mis manos y ahora, como le sucedió a Henry D.Thoreau, “llueva o nieve, ría o llore, esté más cerca o más lejos de mi pauta, haya ganado las elecciones uno u otros, ningún parpadeo de luz me ciega, pero de vez en cuando, aunque con intervalos más largo, la misma luz sorprendente y perennemente nueva alborea para mí, con las únicas variaciones que caracterizan la llegada natural del día, con el cual, de hecho, suele coincidir”.
Cuando andaba de cara al viento y cansado por el sendero marítimo de Benzú pensaba en mi futuro, en lo que me queda de otoño y en el invierno de mi vida. Dude entre lo cómodo, que era coger el autobús, y hacer el esfuerzo de ir andando hasta el fin de mi viaje, pero fue una duda momentánea. Enseguida supe que debía seguir mi camino haciendo frente a la furia del viento que en algunos tramos no me dejaba avanzar. Debía superar esta prueba de resistencia, como he superado otros momentos de mi vida en los que me he encontrado en una situación similar de desempleo y estancamiento profesional. Tengo la certeza absoluta de que estoy en un cambio de ciclo importante en mi vida.
Mi destino vital es ir contracorriente, así lo han querido los dioses. Este año se han cumplido quince años del inicio de mi andadura como activista medioambiental y defensor del patrimonio cultural. Y ya sabemos que enfrentarse a los poderes establecidos tiene su precio, pero no me ha dolido pagarlo. Nada vale más que la libertad para decir lo que uno piensa y que el coraje necesario para luchar por lo que uno ama. Como dijo Thoreau, “los cobardes sufren, mientras que los héroes disfrutan”. Y yo disfruto mucho de mi libertad para decir y hacer lo que me plazca, porque nada debo a nadie. Mi única deuda es con mis padres que me trajeron al mundo y con esta tierra que me ha dado mucho más de lo que yo modestamente he podido hacer por ella defendiéndola de tanto salvaje con corbata y traje.
Me pone los pelos de punta comprobar que las palabras de Thoreau aparecen ante mí en lo momento preciso. Cuando al doblar la última curva del sendero que me llevaba a la barriada de Benzú y vi la silueta de Atlante dormido vino a mi cabeza como un rayo aquel fragmento de una carta de Thoreau en la que me decía: “el caso es que ha de echarse el mundo a los hombros, como hizo Atlas, y llevárselo. Lo hará por el bien de una idea, y el éxito será proporcional a su devoción por las ideas. Esto le provocará dolor en la espalda de vez en cuando, pero sentirá la satisfacción de tenerlo en suspenso y de hacerlo girar a su gusto”. Ya sentado en el cafetín de mi amigo Mohamed, recordé el siguiente párrafo de la carta de Thoreau en la que me comentaba, -más allá del tiempo y del espacio-, “tras una larga jornada de camino con el mundo a las espalda, láncelo a un hueco, siéntese y cómase el almuerzo. Inesperadamente, gracias a algunos pensamientos eternos, será recompensado. El banco en el que descansa será colorido, y el olor en torno, embriagador, y el mundo que arrojó al hueco, elegante y ligero como una gacela”.
Y así lo hice. Arrojé mis preocupaciones mundanas al mar que rompía con fuerza al lado del cafetín y me tomé mi bocadillo de pinchitos y mi té moruno. Entonces, tal y como predijo Thoreau, levanté la mirada y vi a la luna que estaba sobre mí, recordándome que, a veces, “un mortal siente la naturaleza en su interior. No es su Padre, sino su Madre la que se agita dentro de él, haciéndolo inmortal a través de su propia inmortalidad. De vez en cuando en cuando reivindica nuestro parentesco, y algunos glóbulos rojos de sus venas se deslizan en las nuestras”. En ese instante no fue sangre lo que se deslizo por mi rostro, sino lágrimas de emoción. Estas lágrimas limpiaron mis cansados ojos y contemplé ese mundo colorido, colmado de agradables fragancias, “elegante y ligero como una gacela”.
Vi un mundo en el que la luna alcanzaba al sol antes de que muriera. Un mundo en el que las calmadas aguas del Mediterráneo en las que me bañé por la mañana se juntaban con las frías aguas del Atlántico justo delante mí. Un mundo en el que los misterios de la conjunción de opuestos perseguida por los alquimistas eran accesibles para todos, y gracias a este descubrimiento lográbamos la igualdad entre hombres y mujeres, así como el fin de las guerras y del hambre. Un mundo en el que hombres y mujeres de distintas razas, culturas y religiones, -como Mustafa, Nayet y yo-, puedan hablar mirándose a los ojos y reconociéndose en el otro. Un mundo en el que personas como Mustafa tengan una oportunidad para vivir con dignidad y que no sean valorados por su aspecto físico o su discapacidad, sino por el alma que late en su interior y mediante la cual es capaz de mostrar bondad y admirarse ante la belleza de la naturaleza.
Entendí que la serenidad que observé en el rostro del Atlante dormido era de alivio y satisfacción. Por fin alguien se había dado cuenta que Ceuta era la esfera del mundo que había arrojado a las aguas en el principios de los tiempos y de la que iba a surgir un Mundo Nuevo.
Comprendí que la fuente de la eterna juventud que custodiaba Atlas era, en verdad, propiedad de la Gran Diosa. He tenido la suerte de beber de esta fuente y esto asegura mi inmortalidad.
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