Conformamos nuestra identidad a partir de la integración en el grupo al que se nos asigna por la tradición cultural de nuestros padres y madres. Estos grupos buscan su consistencia por el reforzamiento de sus tradiciones y costumbres, así como de sus doctrinas o dogmas religiosos. La clave para entender el carácter de estas culturas está en los ideales sobre los que construyen su andamiaje identitario.
El ser humano dio sus mejores frutos cuando estos ideales se diferenciación en el mismo tronco de la condición humana y surgieron los conceptos de bondad, verdad y belleza. Esto fue posible una vez que el círculo mítico se rompió y la verdad pudo emprender su propio camino, abierto por el trabajo de la ciencia y la filosofía. De igual modo, la bondad o la maldad dejaron de ser algo dado por una entidad suprahumana, -que juzgaba y condenaba a quienes se apartaban de los preceptos religiosos-, sino que empezaron a depender del autoconocimiento, la autoeducción y la autolimitación.
Liberados del yugo de los dogmatismos y las explicaciones míticas a todos los fenómenos de la vida, los individuos contaron con la suficiente libertad para dar rienda suelta a su propia creatividad. Una libertad que aplicaron a sus propios planes y proyectos, tanto individuales como colectivos, así como a la expresión y creación artística y cultural.
Desde el momento en el que el sentimiento de fraternidad entre los seres humanos es sustituido por el del odio, el resentimiento y el deseo de venganza, la comunicación, la cooperación y la comunión resultan imposibles. El pensamiento doctrinario es incompatible con la libertad, y sin libertad no pueden surgir ideas renovadoras y filosofías provitales. El arte, la cultura, la política están situadas en un plano de la espiral de la vida al que sólo se puede acceder por el camino del amor, la verdad y la libre expresión de los pensamientos, los sueños y la imaginación del ser humano.
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