Ceuta, 6 de agosto de 2017.
Las previsiones meteorológicas para hoy no eran muy favorables. El día iba a amanecer nublado, así que me he ahorrado el madrugón y he salido de casa a las 9:05 h. Para esa hora los rayos del sol habían logrado disipar parte de la bruma matinal y me he dirigido a Punta Almina. He tardado lo acostumbrado, tres cuarto de hora hasta llegar aquí. El viento sopla flojo de levante. La sensación de humedad es intensa. Mi intención es completar el proyecto de inventario somero de los bienes culturales y natural del litoral de Ceuta. Hace unos días recorrí la bahía norte y hoy voy a hacer lo mismo en parte de la fachada meridional.
Tomando como punto de partida la batería y sirena de Punta Almina doy comienzo a mi aventura dominical. El mar está en calma y por efecto de los rayos del sol y las nubes su superficie brilla como la plata bruñida. No hay mucha gente a estas horas de la mañana. Además de ser domingo, ayer fue el día fuerte de la feria. Me cruzo con algunos deportistas y observo a un señor mayor recolectando chumbo en las escarpadas laderas en la que se erige el faro de Ceuta. Por el gesto de su cara resulta evidente que no le ha gustado que le fotografíe. Nos hemos vuelto demasiado desconfiados. Yo le saludo con la mano y el “chumbero” me devuelve el gesto de mala gana.
Las vistas del mirador del faro son extraordinarias. El castillo del Desnarigado está tan bien integrado en el paisaje que realza su belleza. Desde aquí el mar de la bahía sur luce en todo su esplendor. Sobre la cúspide del Hacho discurre las murallas de la ciudadela dieciochesca. La llamada puerta de Málaga es perfecta visible desde esta posición. Llama la atención la falta de cobertura forestal de la ladera oriental del Monte Hacho. Algunos pinos sueltos son lo que han quedado del bosque que antaño existió en este emblemático promontorio. Veo también desde aquí el camino de ronda que transitaré a lo largo de esta mañana.
Avanzo en dirección al camino que conduce al mencionado fuerte del Desnarigado. Doy con un sitio desde el que es posible contemplar, al mismo tiempo, el mar Mediterráneo y el Océano Atlántico. Pocos lugares en el mundo pueden presumir de contar con dos bahías bañadas por mares de personalidad tan diferente.
Llego al cruce de “Cuatro caminos”, donde se ubica la batería del mismo nombre. De las cuatro sendas yo tomo la del Desnarigado. Me introduzco en un camino perfumado por los pinos y los eucaliptos. Estos árboles dibujan unos paisajes bellísimos con sus copas verdes y sus ramas marronáceas. Esta misma tonalidad la atisbamos en la fortaleza del Hacho que aparece entre los pinos. Al descender empiezo a ver la playa del Desnarigado o de la Torrecilla.
La fuerza de la vida ha echado raíces en el Monte Hacho, como reflejan las ansias de sobrevivir de un vetusto pino. Resulta paradójico que la propia vida contribuya a la disgregación de las rocas sobre la que asientan los árboles y que, como pueden, también sostienen. Algunas raíces son auténticas obras de arte que no resultan fácil ver.
Dejo correr la imaginación y lo que veo es a un sátiro que llora a una ninfa muerte entre sus brazos. Viene entonces a mi memoria unos versos de Garcilaso:
“Todas con el cabello desparecido
Lloraban a una ninfa delicada,
Cuya vida mostraba que había sido
Antes de tiempo y casi en flor cortada.
Cerca del agua en el lugar florido
Estaba entre las hierbas degollada,
Cual queda el blanco cisne cuando pierde
La dulce vida entre la hierba verde.
(Garcilaso, Égloga III, 225-232).
Ella es Procris, la esposa de Céfalo, que ha sido muerta por los celos que siente por un marido Céfalo, raptado por la bella Aurora. Ella muere atravesada por lanza de Céfalo que la confunde con una fiera salvaje.
Quien la sostiene en sus últimos suspiros es una criatura del bosque, que la observa lleno de ternura y compasión. A los pocos metros está también el perro de caza que ella había regalado a su marido, Lélaps, un fiel podenco que siempre acompañaba a Céfalo. Esta escena fue figura en una tabla de Pierro di Cosimo (1486–1510) expuesta en Florencia y en una obra, algo más tardía, de Joachem Wtewael (circa 1595-1600).
Ovidio, en el libro tercero de El Arte de Amar, nos describe el lugar donde tuvo lugar la trágica muerte de la ninfa Procris, y lo que allí sucedió:
«Cerca de los collados que matizan de púrpura las flores de Himeto, mana una fuente sagrada cuyas márgenes están cubiertas de césped; los árboles y arbustos, sin formar bosque, defienden del sol, y esparcen su perfume el laurel, el romero y el oscuro mirto; crecen allí los bojes recios, las frágiles retamas, el humilde cantueso y el altivo pino, y las flexibles ramas con las altas hierbas se balancean al blando impulso del céfiro y las auras saludables. Allí holgaba el joven Céfalo, lejos de los criados y sabuesos, y extendiendo en el suelo los miembros fatigados, solía decir: Aura voladora, ven, alivia mi calor y refresca mi ardiente pecho. Un malintencionado que oyó sus inocentes palabras, corre y advierte a la suspicaz Procris, su esposa, la cual, tomando el nombre de Aura por el de una concubina, se desploma abrumada bajo el peso de tan súbito dolor (…) Precipitada, furibunda, con los cabellos sueltos, corre a través del campo (…) y penetra decidida en la selva evitando que se sienta el rumor de sus pasos (…) cuando he aquí que Céfalo, el hijo de Cileno, vuelve a descansar en la selva y apaga la sed que le devora en la fuente vecina. Procris, escondida y llena de ansiedad, le ve tenderse en la hierba y oye que llama de nuevo al Aura y los blandos Céfiros: entonces se da cuenta la mísera del error a que la indujo aquel nombre (…) y corre a precipitarse en los brazos del esposo; y éste, creyendo que se le acerca una fiera, coge con presteza el arco y toma en la diestra el venablo fatal, que hunde sin saberlo en el pecho de su amante y esposa».
Lélaps aparece igualmente inmortalizado a los pies de la desdichada Procris que es la ninfa principal del bosque de pinos del Desnarigado. Un bosque que muere, como la misma Procris, junto al resto de las criaturas que habitan en este lugar mágico.
Tras mi mágico encuentro con Procris y el sátiro desciendo hasta el fuerte del Desnarigado. Antes de llegar al castillo me asomo a los profundos acantilados del Hacho para ver la torre-vigía de la Atalaya del Palmar. Es una fortificación solitaria, desconocida y de muy difícil acceso. Todo un desafío para quienes la construyeron y desde allí vigilaron la costa ante posibles ataques enemigos.
El fuerte del Desnarigado es llamado así por el pirata conocido bajo este apelativo. Al parecer le amputaron la nariz en una cárcel de Orán donde estuvo preso por sus actividades de piratería. Según cuentan las crónicas históricas, en 1417 el “Desnarigado” estableció su base corsaria en esta bella y pequeña bahía. Se trata de un lugar de fácil acceso desde el mar lo que motivó que a finales del siglo XVII se construyera un fuerte y se cerrara la playa con una alta muralla y una torre central, la torrecilla, que le da nombre a esta playa. De este primer fuerte quedan algunos restos, sobre lo que se ha instalado una antigua pieza de artillería. El edificio que ahora sirve de museo militar fue erigido en el siglo XIX.
Aprovechando la sombra que proyecta el castillo me siento a beber un poco de agua y a consultar el plano de Ceuta dibujado por Francisco Coello en 1850. Este plano constituye una referencia ineludible para el conocimiento de las fortificaciones de la ciudad por su minuciosidad y detallismo. De hecho sirvió de base para la redacción de la propuesta de declaración como Bien de Interés Culturales del centenar de elementos patrimoniales que actualmente gozan de esta protección jurídica.
Desde esta posición diviso unos paisajes espectaculares. El mar está en perfecta calma y con una transparencia indescriptible. Su color predominante es el azul radiante, pero allí donde se observan los arrecifes sumergidos su tonalidad es verdosa. El mar chispetea de vida. Un gran cardumen de peces es visible en la entrada de la ensenada. Sus bordes son fácilmente reconocibles por la aludida calma de la superficie marina. Saltan por encima del agua, como si fueran “volaores”. Aquí están a salvo de los delfines, que no hace muchos días los bañistas observaron en este mismo lugar. Los únicos depredadores de estos peces son un par de pescadores que prueban suerte en este mar de rebosante vida.
No puedo dejar de tomar fotografías de la ensenada del Desnarigado y de los acantilados del Hacho. Bajo despacio las escaleras que conducen a la playa de la Torrecilla. He bajado muchas veces por este lugar, pero no me había fijado hasta ahora en la gran cantidad de restos de cerámica medieval esparcida por esta empinada ladera. También encuentro algunos fragmentos de roca llenos de mineral de hierro. Este explicaría la existencia de abundantes escorias en la playa, así como la presencia de marcas de cantería en la pared vertical del extremo occidental de la coqueta bahía del Desnarigado.
Cuando llego a la playa son las 10:30 h. Tengo costumbre de asomarme al espigón oriental para deleitarme con la belleza de este lugar. Allí me encuentro con un par de chicos jóvenes con los que converso unos minutos. Les pregunto si hay medusas y me contestan que algunas han visto, pero que no son muy abundantes. La marea está muy baja y la bahía no se ha llenado con el agua del Mediterráneo cargada de estas molestas criaturas. Con estas buenas perspectivas me instaló en la parte oriental de la playa, que es mi preferida.
Después de una caminata de casi dos horas el baño me sienta fenomenal. La temperatura del agua es un tanto fría, lo que ayuda a tonificar mis músculos. Entro y salgo del agua en función del calor que voy sintiendo. En los intervalos en los que estoy en la orilla aprovecho para escribir sobre mi experiencia de ayer durante la procesión de la Virgen de África. Con este relato termina de rellenar mi noveno cuaderno de notas. Lo comencé a garabatear el 14 de mayo, en el día del segundo aniversario del hallazgo del exvoto de la diosa. Se puede decir, por tanto, que esta libreta empieza y acaba hablando de la Gran Diosa. Nada es casual. Todo tiene un sentido que, normalmente, tarda su tiempo en manifestarse. La vida me ha enseñado a asumir las circunstancias con serenidad, como parte de una plan divino cuyas claves van despejando según avanza mi vida. He aprendido a dejarme llevar por la vida, a soltar amarras y que sea la corriente del destino la que me conduzca a los puertos que debo recorrer en un periplo por la existencia mundana. No tengo otra carta de derrotero que la que está impresa en mi interior.
Son las 12:50 h. Es hora de tomar el camino de regreso a casa. Lo hago por el Camino de Ronda, un antiguo sendero trazado en 1719 que conectaba el fuerte del Desnarigado con el del Sarchal. Desde esta altura disfruto de unas vistas estupendas de la playa de la Torrecilla y de la poza existente a los pies del conocido “Salto del Tambor”. Un grupo de bañistas se preparan para zambullirse en estas aguas de color esmeralda. Siento sana envidia de ellos, sobre todo en estos momentos en el que sol pega con fuerza. Hasta las chicharras se quejan del intenso calor con su quejoso canto.
Apenas perceptible por su mimetismo contempló el llamado “Garitón de Alfonso Díaz”. Unos metros hacia el Oeste me encuentro con el fuerte de la Palmera, sobre la que sobrevuela un magnífico ejemplar de cernícalo. Éste se posa sobre las ramas de una pita y deja que la fotografíe. Es un viejo amigo que está harto de verme deambulando por estos parajes del Monte Hacho.
En las cercanías del Santuario del Sidi bel Abbas Sabti me paro unos minutos para contemplar la belleza de los arrecifes costeros. La imaginación me ayuda a imaginar a las grandes placas de gneis coger profundidad y perderse bajo el curvo e impresionante mar azul que tengo delante. No menos emoción me produce atisbar la cala del amor, con sus afloramientos de hierro y cobre y sus cuevas sagradas. Cada uno de estos entrantes del mar en la tierra está cargado de fuerza, sacralidad y magia. No debe extrañarnos la ubicación en esta rambla de fuente cubierta del mencionado santuario islámico desde el que diviso otra torre perfectamente integrada en el paisaje, la del Cardenillo.
El paso por el fuerte del Quemadero me llena de tristeza. Su estado de abandono es deplorable, a pesar de estar declarado Bien de Interés Cultural. Bien restaurado y adecuado para su visita sería un atractivo interesante para la popular barriada del Sarchal. Un núcleo de población que debe su nombre al fuerte del mismo nombre que ocupa la amplia bahía que se abre a los pies de los acantilados de la Rocha.
En mi avance hacia mi casa dedico un instante a contemplar la magia de los dragos que se conservan en lo que en la época medieval fue el principal cementerio de la Ceuta hispanomusulmana. También disfruto de los elegantes vuelos de las golondrinas que durante la primavera y el verano se alojan en Ceuta. Son aves de costumbres y siempre vuelven al mismo lugar. Yo veo observando a este grupo de golondrinas año tras año. Me fascina ver su parte superior de azul metálico iluminado por los rayos del sol. Se podría escribir un libro describiendo, de manera poética, el vuelo de las golondrinas. Queramos o no, el ser humano tiende hacia la poesía. Consulta un plano geográfico y estudiar la toponimia es un ejercicio de poesía popular. Cada una de las puntas e islotes de la poéticamente llamada Playa Hermosa tiene su nombre. Así nos encontramos con la Punta de la Goraza, por su forma de escudo cordiforme; el islote de la Pirámide, en alusión a la triangulación de sus rocas; el islote de la Resbalosa, nos imaginamos por la de vez que los bañistas han terminado en el suelo; la Peña de la Muerte, no sabemos si por las accidentes marítimos o por las personas que en el pasado decidieron terminar su vida arrojándose por estos acantilados.
La llamada Batería Nueva lleva muchos años en un penoso estado de conservación. Si no se toman medidas urgentes cualquier día sus restos terminan en la playa. A partir de este punto se concentran los restos de antiguas garitas y baterías, pero de éstas les hablaré en la próxima entrega de mis peripecias por el litoral de Ceuta.
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