Ceuta, 1 de junio de 2016.
Este año nuestra asociación ha cumplido quince años de existencia. Parece que fue ayer cuando nos reunimos en una de nuestras casas para redactar los estatutos de Septem Nostra y firmarlos. Entonces éramos más jóvenes y menos maduros de lo que los somos hoy en día. Ambas cosas, vejez y madurez, deben ir de la mano para que continúe de manera armonioso nuestro desarrollo personal. La paulatina pérdida de fuerza física tiene que ser compensada con un incremento del poder espiritual. Si ponemos empeño en la consecución de este propósito vital lograremos renacer a una nueva vida. Una vida, muy distinta y gozosa, que hemos conseguido los que encabezamos esta asociación gracias a la misma naturaleza por la que tanto hemos luchado y seguimos luchando. Es una recompensa que nos esperábamos, pero que agradecemos de manera entusiasta. En estos años hemos recibido mucho más de lo que hemos dado. Se nos ha otorgado la oportunidad de conocer mejor el lugar que nos vio nacer, andar y jugar en sus bosques y playas; hemos abierto nuestros sentidos a la belleza de este lugar mágico, mítico y sagrado; hemos experimentado experiencias sensitivas y emocionales muy profundas bajo el mar o bajo el subsuelo de esta tierra que contiene en sus restos arqueológicos el espíritu de Ceuta; nos hemos emocionado nadando entre calderones o salvando a tortugas y delfines; hemos conseguido integrar en nuestro trabajo cívico y científico al patrimonio natural y cultural; hemos dado rienda suelta a nuestra imaginación e ideado proyectos como el Museo del Mar, la Agenda 21 Local de Ceuta, el Observatorio de la Sostenibilidad, la Escuela de Vida, la revista Al Idrissia, etc… Muchos de estos proyectos son semillas plantadas en el fértil suelo del mundo del pensamiento y tarde o temprano darán sus frutos.
Nos sentimos igualmente satisfechos de la formulación y realización de nuestros ideales a través de la defensa cívica del patrimonio cultural y natural. Nuestro poder no proviene del dinero ni de la vanidad, sino del amor que sentimos por nuestra tierra, por Nuestra Ceuta (Septem Nostra). Este amor lo hemos hecho patente no desde falsas proclamas ni golpes de pecho, tan habituales en algunos de nuestros próceres locales, sino desde el compromiso cívico y la denuncia oral y escrita de todos aquellos actos que han puesto en peligro al patrimonio natural y cultural de Ceuta. Por desgracia, una de las cosas que no hemos logrado ha sido movilizar a la ciudadanía en esto objetivo tan loable como la defensa de nuestros bienes culturales y naturales. La mayoría de los ceutíes siguen dormido o viven como sonámbulos sin haber vivido en realidad. Como dijo Thoreau, “no hay ni uno de mis lectores que haya vivido hasta el momento una vida plenamente humana”. Y se preguntarán, ¿Qué es una vida plena? Desde nuestro punto de vista, una vida plena es aquella en la que un ser humano vive el mayor número posible de experiencias sensitivas y emotivas sublimes, capaces de alimentar su alma y enriquecer su imaginación. Todas estas experiencias facilitan la acumulación de una energía espiritual e intelectual que le permiten desarrollar todas las capacidades objetivos y subjetivas necesarias para su cumplir su destino vital y trascender las limitaciones impuestas por el espacio y el tiempo. El desenlace final del gran drama de la vida consiste en la reintegración armoniosa y gozosa en el cosmos, con el sentimiento de agradecimiento a la naturaleza por habernos dado la posibilidad de disfrutar del extraordinario don que es la vida consciente.
Después de este rápido balance de los logros y fracasos alcanzados en estos quince años de historia de Septem Nostra, vamos a compartir con todos nuestros lectores una de las más importantes lecciones que hemos adquirido en estos tres lustros. Al escribir esta idea no he podido evitar pensar que alguien antes que nosotros llegó a nuestra misma conclusión. Su nombre era Walt Whitman, el poeta del cosmos y la plenitud. No puedo evitar emocionarme al escribir su nombre. Noto su presencia en todo lo que hago y digo, pues sus palabras resuenan en mi alma como el inagotable eco de su voz que dice “la democracia, en sus múltiples personalidades, en sus fábricas, talleres, tiendas, oficinas, a través de las densas calles y casas de las ciudades, y en todas las manifestaciones de su vida artificiosa, debe por una parte ser revitalizada por medio de un contacto regular con la luz exterior, el aire, el crecimiento, las escenas de granja, los animales, los árboles, los pájaros, la calidez del sol y la libertad de los cielos; de lo contrario indudablemente decaerá y palidecerá”.
Desde Septem Nostra hemos asumido el esfuerzo de Walt Whitman, Thoreau, Emerson, Goethe, Geddes, Mumford y tantos otros poetas, escritores y pensadores, de “apartar a la gente de sus continuos extravíos y abstracciones enfermizas (como el poder y el dinero, añadimos nosotros) para conducirla a lo común, divino, original y concreto” (Whitman). Hemos llegado a la conclusión de que apelar a la razón o las leyes no es el medio más eficaz para lograr la conservación de nuestro patrimonio cultural y natural. Los detentadores del poder cuentan con medios muy eficaces para distraer la atención de la gente de lo importante a lo trivial, así como demuestran una enorme maestría a la hora de sortear las leyes o ignorar la opinión de los ciudadanos críticos. Por tanto, sólo nos queda dirigirnos al corazón de la gente, a su alma, a sus emociones y creencias más elevadas e íntimas.
En el inconsciente de todo y cada uno de nosotros reposa el culto a la Madre Tierra, -dadora y al mismo tiempo sustradora de la vida-, que marcó las creencias religiosas durante buena parte de la historia de la humanidad y que aún sigue vigente en figuras como la Virgen María en el cristianismo o Parvati en el hinduismo. Incluso en los tiempos de mayor rigorismo religioso se consiguió eliminar el culto a la Gran Diosa y, a través de ella, a la misma naturaleza. Sin ir más lejos, en Ceuta y en buena parte del Magreb, la gente aún sigue acudieron a los morabitos para rezar, meditar y beneficiarse del poder sanador de la energía de estos lugares considerados sagrados. Nadie se atreve a profanar estos santuarios que sirven de residencias al espíritu de personas santas y por este motivo estos lugares son auténticos reservorios de árboles, flora y fauna. Esta realidad incuestionable refuerza nuestra idea de que la única esperanza para la salvación de la naturaleza es su re-sacralización.
Debemos superar la distinción artificial entre espíritu y naturaleza, mente y materia, cuerpo y alma. Como bien dicen las investigadoras Anne Baring y Jules Cashford en su monumental obra “el mito de la diosa”, “la humanidad y la naturaleza comparten una identidad común”. Hemos ido perdiendo la participación de la humanidad en la naturaleza y nuestra alma se ha desgajado en dos mitades que conviene reintegrar de manera armónica a través de la imaginación creativa. Tenemos que ver el mundo con otros ojos. En palabras de Blake: “a los Ojos del hombre de Imaginación, la Naturaleza es la misma imaginación. Un hombre ve tal y como es”. De este modo, tal y como nos dice el mismo Blake: “el árbol que mueve algunos a lágrimas de felicidad, en la mirada de otros no es más que un objeto verde que se interpone en el camino. Algunas personas ven la naturaleza como algo ridículo y deforme, pero para ellos no dirijo mi discurso; y aun algunos pocos no ven en la naturaleza nada en especial”. Nosotros, al igual que William Blake, decidimos hace tiempo cambiar los destinarios de nuestro discurso. Resulta inútil intentar convencer a nuestros gobernantes, los amos del ladrillo y los “yonqui del dinero”, como los ha llamado el “visionario” y corrupto arrepentido Marcos Benavent, de la necesidad de conservar y proteger la naturaleza. Aunque seguiremos luchando para evitar que sigan destruyendo todo lo valioso que nos ha legado la naturaleza y la historia, nuestro mayor preocupación y más importante misión se centra en redirigir la mirada de nuestros ciudadanos hacia lo que Whitman llamaba “lo común, divino, original y concreto”, esto es, el cosmos y la naturaleza. No tenemos otra que ofrecer que nuestra mirada. Con mayor o menor fortuna seguiremos plasmando por escrito o proclamando allí donde nos inviten nuestra particular visión de Ceuta. Estamos convencidos, -porque tenemos pruebas que lo avalan-, de que Ceuta ha sido y es una ciudad mágica y sagrada. Esta realidad ha quedado oculta durante muchos siglos y ya es hora de revitalizarla y restaurarla.
El futuro de Ceuta depende en buena parte del despertar del espíritu dormido de este lugar tan especial. La naturaleza ha decidido descorrer su velo para que algunos podamos ver lo que durante mucho tiempo ha quedado escondido de la mirada de los hombres y mujeres que han vivido en esta tierra. Y lo que ha mostrado es una naturaleza esplendorosa que se ofrece a todo aquel que quiera verla y que está en este momento dando a luz a un Mundo Nuevo, que incluye, claro ésta, una nueva Ceuta. Es un nacimiento placentero, pero que requiere sacrificio y dolor. Este nueva humanidad es el fruto de matrimonio sagrado entre la Diosa y Dios, que representan, respectivamente, lo femenino y lo masculino, la inconsciencia y la conciencia, el alma y el cuerpo, la vida y la muerte, la noche y el día, etc… Todas estas ideas primordiales y arquetípicas están en pleno proceso de conjunción y reconciliación; están sufriendo un proceso de transformación alquímica en el seno de la Madre Tierra que es paralelo al que están experimentando en su propio interior muchos hombres y mujeres repartidos por todos los rincones del mundo.
Los símbolos de esta transmutación cósmica y humana han sido hallados en Ceuta, que reivindica así su carácter de ciudad sagrada. En uno de estos símbolos figura la representación de una nueva fuerza, de un nuevo poder, que procede, precisamente, de esta conjunción de los principios masculinos y femeninos. Este poder tiene un nombre por todos conocidos: el amor. Esta palabra, que a mucho suena cursi y sentimentaloide, hace referencia a la fuerza más fuerte que existe en el universo y que está presente en el alma de todas las criaturas y de todos los objetos presentes en el cosmos y la tierra. Su inspiración y expiración consciente es el anhelado elixir vital que los mitos antiguos han identificado cuando la fuente de la eterna juventud o las manzanas del árbol de la vida existen en el legendario jardín de las Hesperides. No es causal que la localización de ambos lugares mitológicos haya sido identificada con el entorno de Ceuta. Este lugar representa a la perfección la metáfora que hay detrás de estos mitos de la antigüedad y la edad media que recogen los textos clásicos y sagrados. Estamos en la confluencia de dos mares y de dos continentes que se tocan y se mezclan en este punto de la tierra.
De esta hierogamia, de este matrimonio sagrado, brota con fuerza la vida y esto hace que nos encontremos ante un verdadero santuario de la vida. Como tal merece que lo cuidemos y cultivemos haciendo uso de esa misma energía vital que desprende esta tierra. Esta fuerza y este elixir vital rezuman, como en una fuente, en determinados puntos de Ceuta. Todos estos lugares los he visitado en los últimos años y en ellos me he sentado para transcribir todo lo que la naturaleza quería decirme con el objetivo de que yo los compartiera con mis convecinos más cercanos y con toda la humanidad. O puede que, como dice Mario Sabán, no sean estos lugares sagrados por sí mismos, sino que somos nosotros quienes los hacemos sagrados con nuestra presencia y nuestra energía espiritual. ¿Qué hace a los morabitos y su entorno sagrados? ¿El hecho de que allí haya vivido un santón y su energía siga presente? ¿O fue la intensa energía de estos lugares de poder los que hizo santos a los que allí vivieron y allí están enterrados? Sea como sea estos sitios son sagrados, reconocidos como tales, y todas las personas que acuden a estos lugares captan su energía y su poder sanador del cuerpo y el alma. Esta energía espiritual se asemeja a la nuclear o atómica: tiene que pasar miles de años para que se agote y no se sienta los efectos de su radiación. Todos los seres vivos y objetos que rodean a estas personas que han logrado la plena activación de su energía espiritual se impregnan de una energía como múltiples poderes. Uno de ellos, el más reconocido, es su poder curativo de los males que afectan al cuerpo, a la mente y al alma. Pero también son capaces de despertar mediante el sueño, la oración o la meditación trascendente la energía que portamos todos nosotros.
Cada una de las religiones ha interpretado y designado de distinta manera a esta energía espiritual o cósmica. El cristianismo lo ha visto como algo exterior, como un don insuflado por Dios que ha llamado Espíritu Santo. Por el contrario, en el hinduismo, el árbol de la vida está alojado en el mismo interior del ser humano. Por su sabia discurre una doble conducción de energía masculina y femenina, fría y caliente, cuya circulación depende de la activación de una serie de puntos de energía llamados chakras que se encuentran alineados a lo largo de nuestra columna vertebral hasta conectar con el mismo cerebro. En su interior se encuentra la glándula pineal que si conseguimos activarla logramos la plena fuerza espiritual. Los pintores del románico y del renacimiento, así como los pintores y escultores del arte oriental, han representado, mediante una aureola dorada alrededor de la cabeza de sus dioses y santos, a esta energía espiritual que sólo unos pocos consiguen activar.
Por su parte, en el islam o en el judaísmo, religiones monoteístas por excelencia, a pesar de reconocer la existencia de esta energía espiritual a nuestra alrededor tienden a reconocerlo como genios, o lo que es peor demonios, de los que conviene desconfiar y antes los que hay que protegerse con plegarias y talismanes. Curiosamente, uno de los más temidos en el islam adopta la forma de una mujer: la Aisha Kandhisa. En esta figura legendaria, como en la Judith judía, se muestra el rostro más temible de la Gran Diosa, la de hechicera de los hombres y ladrona de la vida de los hijos al nacer.
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