Ceuta, 9 de agosto de 2018.
Llevaba días con ganas de subir a la parte alta del Monte Hacho para contemplar el atardecer y escribir un rato. Quedan veinte minutos para el ocaso. El viento sopla con cierta intensidad de poniente. Se agradece el fresco aliento de Céfiro, que ha logrado limpiar el paisaje del Estrecho del espeso taró que nos ha acompañado en las últimas semanas. Se había convertido ya habitual escuchar a cada instante las señales acústicas de los barcos que se acercan a las costas de Ceuta.
El cielo va adquiriendo en altura un intenso color azul que presagia la cercana noche estrellada. El sol, por su parte, es rodeado por una aureola dorada que evidencia su carácter divino. Tengo la sensación, nunca antes experimentada, de que no soy el único que se fija en el descenso del sol. Los árboles y las plantas también miran y disfrutan del color oro con el que les pintan los rayos solares.
Los dioses han perfilado con sus bien afilados lápices las siluetas del paisaje dedicando especial esmero al curvo horizonte de la embocadura del Estrecho. El sol se hunde en el mar justo en su centro. Está siendo uno de los atardeceres más bellos que recuerdo. En su sagrado descenso al inframundo ha dejado como recuerdo una sombra carmesí sobre la que distingo, a pesar de la distancia, un sinfín de gaviotas. La isla de las Palomas se aprecia con nitidez, así como la parpadeante luz del faro tarifeño.
Una ondulante bruma, similar a un velo, va tiñéndose de granate y naranja. Mientras que el viento convierte a las ramas de los árboles en arpas eólicas.
Mi exploración visual del cielo me permite ser testigo del encendido de Venus. Es una perla blanca sobre Ceuta. La siguiente en encenderse es Júpiter. No tarda tampoco mucho en hacerlo Marte o al estrella Vega.
Esta noche me ha llamado la atención la figura del Atlante dormido. Da la impresión de que estaba allí para proteger a Ceuta. La bahía ceutí me ha resultado esta noche el más acogedor refugio de la belleza de un día que no desea extinguirse ante el imparable avance de la noche. Ella trae otro tipo de belleza, la de las estrellas y los planetas colgados en el lienzo del firmamento.
Los colores permanecen activos y a buen recaudo en Occidente, mientras que la oscura noche ofrece un ambiente siniestro e inquietante. El Peñón de Gibraltar actúa de frontera entre la noche y lo queda del día.
….La brisa nocturna es una mezcla de frío y calor. El verano y el otoño empiezan a darse la mano. El día mengua en su inicio y en su final, aunque con suficiente amplitud entre ambos para seguir disfrutando de la estación veraniega.
Necesitaba este tipo de contemplación de la naturaleza. Es el alimento que nutre un alma ansiosa de belleza serena.
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