Ceuta, 18 de septiembre de 2017.
Llevo casi un mes sin escribir en esta libreta. El viaje a Granada para recoger a la familia y la recuperación de la rutina son algunos de los motivos que explican esta pequeña pausa en mi labor de escritor. Tengo también que reconocer cierta pérdida de fe en el valor de mis escritos, así como una sensación de fracaso general sobre mi vida. Dentro de una semana cumpliré cuarenta y ocho años y el balance de mi trabajo no es demasiado positivo. Sigo sin tener un trabajo estable y el que ahora tengo nada tiene que ver con mi profesión de arqueólogo.
He dedicado mucho tiempo a la defensa del patrimonio natural y cultural de Ceuta y aquí tampoco me siento especialmente satisfecho. Los problemas ambientales que padece mi ciudad siguen sin solucionarse y, en muchos casos, se han agravado con el tiempo. De igual modo todo el esfuerzo encaminado a despertar la conciencia cívica y movilizar a la ciudadanía ha resultado infructuoso. Nadie quiere dedicar parte de su tiempo al cuidado de esta tierra sagrada y mágica. Tampoco he tenido fortuna con ciertas iniciativas como la “Escuela de la Vida”, Ceuta Dreams o el proyecto sobre las salazones. La coyuntura económica, política y cultural de la ciudad no era favorable para que estos proyectos echaran raíces y crecieran.
Sin embargo, y a pesar de estos fracasos (o gracias a ellos), he logrado madurar en los aspectos sensitivos, emotivos, creativos, intelectuales y creativos. La madurez exterior, -propia de los años que voy a cumplir-, e interior obtenida gracias a mis experiencias significativas, mis lecturas y mis actos me han hecho entender mi existencia con el despliegue de un plan preconcebido. Mi temprana vocación como arqueólogo no me fue inculcada para que me dedicara a la “cacharrología”, sino a un fin más trascendente como es el resurgimiento de la diosa. Ella puso en mis manos la inscripción de Isis, el exvoto de la diosa hallado en la calle Galea, el descubrimiento de las minas de Hacho, los libros de Thoreau, Emerson, Whitman, Geddes y Mumford, entre muchos autores que han marcado mi pensamiento.
Llevo varios días pensando sobre el sentido final de todo este plan y mientras he subido a este lugar, donde hace justo hoy cuatro años empecé a escribir, ha surgido en mi mente la idea de que mi destino era despertar en mí a la Gran Diosa y, gracias a ello, contribuir a que otras personas consiguieran reconciliar su lado masculino y femenino. Yo he conseguido ver la geografía de Ceuta una metáfora perfecta del mysterium coniunctionis. Aquí se reencuentran los mares y dos continentes de signos opuestos, pero complementarios.
Justo desde donde me encuentro observo las corrientes marinas que se generan en las cercanías de la Punta del Desnarigado al entrar en contacto las cálidas aguas del Mediterráneo y las gélidas del Océano Atlántico. Es una combinación que genera un poder visible. No obstante, esta energía está siempre allí que los principios masculinos y femeninos se armonizan, aunque pase desapercibida para la mayor parte de la gente. Yo siento esa fuerza inmanente y trascendente cuando mi alma se reintegra, de manera momentánea, en el anima mundi. Entonces el tiempo y el espacio se ensanchan tanto que se difuminan y sólo permanecen la eternidad y el infinito. Mi cuerpo y mi mente actúan como anclas para evitar que el viento divino me arrastre como lo hacen las ráfagas que ahora siento con las hojas de los árboles entre los que estoy sentado escribiendo.
He aprendido a navegar sin un rumbo fijo. La única carta de navegación que utilizo es mi propia intuición. Acepto mi destino, en lo bueno y en lo malo, expectante ante lo que pueda ocurrir. Esta actitud me aporta paz y serenidad.
La soledad en la naturaleza actúa como un bálsamo para mi cuerpo y para mi mente. Aquí disfruto de la amplitud del mar y del cielo, de la sombra de los árboles, del olor de las hojas secas, del sonido de las aves y del ligero calor del sol otoñal, suavizado hoy por el fresco viento de poniente. Se trata de una soledad compartida con los árboles, las plantas y las aves, como el cernícalo que acaba de posarse sobre la copa de una pita.
Está tan cerca que no tengo duda que sabe de mi presencia, pero no le inquieta. Entre nosotros se ha establecido una relación de mutuo respeto. Disfruto mucho viendo cómo se balancea el tronco de la pita con el movimiento intencionado de su cuerpo, como si fuera un columpio.
La naturaleza es muy acogedora conmigo. No me siento solo en su compañía. Este bosquecillo está plagado de vida. El crujir de las hojas secas marca los sigilos pasos de las criaturas que lo habitan. Siguiendo este sonido doy con un camaleón que anda lentamente entre las piedras y ramas. Me gusta su lento desplazamiento, la elegancia de su cuerpo y sus vivos colores. Verlo ha sido un regalo inesperado en este cuarto aniversario del inicio de mis escritos.
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