Ceuta, 21 de julio de 2017.
He salido de casa a las 6:15 h. Al despertarme no he dudo un momento en vestirme y salir a contemplar el amanecer en este despejado día de poniente. Suelo acelerar el paso por las tardes cuando deseo despedirme del sol, pero hoy estoy corriendo para buscar a la noche. Su inherente oscuridad es la que me va a permitir disfrutar de la imagen conjunta de dos planetas asociados a la Gran Diosa: la luna y Venus.
El cielo está tan limpio que es posible ver todo el perfil circular y la parte oscura del satélite de la tierra. La luna mira hacia donde dentro de media hora emergerá el reluciente sol. Por su parte, Venus, el lucero del alba, brilla con su intensidad acostumbrada. Ella siempre ha sido una referencia indispensable en mi despertar espiritual y sensitivo.
Hace años no prestaba la atención que ahora dedico a las conjunciones astronómicas y a esas sutiles percepciones que uno capta cuando nuestros sentidos están plenamente activados. Así he podido percibir la embriagadora fragancia de las damas de noche al introducirme en la barriada del Sarchal y el frescor de la noche que agazapado me esperaba para recibirme a la entrada del Camino de Ronda.
En los apenas diez minutos que llevo escribiendo la luz matutina ha tomado posesión del paisaje. Las letras de mi libreta son ahora visibles y he dejado de escribir entre tinieblas. La luna y Venus aún resisten al empuje de la mañana, pero no creo que puedan aguantar mucho tiempo. Pronto quedarán ocultas tras la luz. Este fenómeno nos indica que la luz de la razón cubre con un velo el universo mágico y misterioso al que no siempre prestamos la atención que merece.
Siento que no soy el único que espera expectante la llegada del sol. La naturaleza aguarda con paciencia que el astro rey le devuelva los colores que al atardecer recoge en su seno y se lleva con él al inframundo. Las piedras del camino sobre la que me siento ahora están frías como el tempano, pero al mediodía arderán como si el fuego estuviera en su interior. Este mismo ardor ha quemado las plantas que tengo a mi alrededor para despejar el camino a la llegada del próximo otoño.
Una aureola rosácea empieza a dibujarse en un horizonte cubierto por una ligera bruma. Esta tonalidad es un aviso para quienes nos disponemos a disfrutar del amanecer. Por ahora los únicos que estamos en este lugar soy yo, las gaviotas y un escuálido gato que anda entre los riscos. Bueno, también están los mosquitos que no dejan de incordiarme.
Puntual a su cita, fijada a las 7:21 h, ha llegado el sol con su cara alegre y dorada.
A las 7:30 h el sol ha cogido suficiente altura para incidir sobre mi cuerpo, que proyecta una alargada sombra que apunta a Occidente. Como si fuera una lagartija madrugadora busco las primeras piedras iluminadas para aprovecharme del calor que trae el sol. Hace un instante se ha asomado por el camino una fuerte ráfaga de poniente que ha tirado el trípode de la cámara y me ha dejado helado. Cuando me despisto el aliento de Céfiro me empuja con fuerza como si quisiera que siguiera mi camino. Pienso hacerlo, pero antes quiero observar el efecto del amanecer sobre las escasas flores que han sobrevivido al paso del verano. Se trata de capullos tardíos de flor de árnica. Todos sus congéneres están secos, sin embargo, contienen vida. Al deshacerlos con mis dedos vuelan las semillas que traerán una nueva primavera. Estas semillas son arrastradas por el viento y caen sobre un suelo que las lluvias otoñales volverán a hacerlo fértil.
El color dorado de las piedras sobre las que estoy sentado es el reflejo de la tonalidad del propio sol, como el azul del mar lo es del cielo. Yo mismo, en mi sereno estado de ánimo, no hago otra cosa que encarnar las sensaciones que transmite la naturaleza. Todo aquí es paz, serenidad y armonía. El espíritu del lugar deprende tranquilidad, hospitalidad y alegría. Lejos quedan las prisas de la vida cotidiana de los hombres y mujeres, sus afanes económicos y la complejidad de las relaciones sociales. Los sentidos anestesiados por la imparable recepción de estímulos visuales y sonoros recuperan su equilibrio en este maravilloso escenario. Aquí experimento conmigo mismo y dejo vía libre a mis sentimientos. La naturaleza me ayuda a progresar en mi autodescubrimiento. Este es el principal objetivo de mis investigaciones y la naturaleza resulta ser el laboratorio en el que experimento para hallar la fórmula de la felicidad. Soy feliz cuando logro avanzar en esta investigación que me permite conocer, al mismo tiempo, el mundo de adentro y el de afuera. No quisiera dentro ambos mundos sin conocerlos y sin hacer completado mi misión. Permanezco expectante ante mi destino esperando que otro hallazgo inesperado me haga avanzar en el camino de la vida y el esclarecimiento del espíritu de Ceuta.
Retomo el camino y según lo hago noto que los únicos sonidos que escucho son los de mis pisadas sobre la tierra y el borboteo del agua que entra en las estrechas grietas de los acantilados. En las calas más abiertas el mar lame las rocas y las mantiene húmedas y llenas de vida.
Camino de manera lenta, sin prisas, parando a cada instante para tomar una fotografía o fijarme en pequeños detalles. Paralelo a este Camino de Ronda trazado a comienzos del siglo XVIII discurre una avenida mucho más transitada que ésta. Ciento de grandes hormigas andan rápido en ambas direcciones transportando víveres. Algunas de ellas portan pesadas mercancías teniendo en cuenta el tamaño de sus cuerpos.
Me llama también la atención los frutos del ricino, tan venenosos como bellos. Tienen un aspecto peludo. Las hojas no son menos sugerentes. Observo que no todas tienen el mismo número de puntas: las hay de nueve y de diez salientes.
La sombra de la pasarela sobre la tierra batida del Camino de Ronda deja una imagen de gran atractivo fotográfico.
Es tal el espesor de las chumberas que cubren las laderas del Hacho que no dejan espacios para otras especies vegetales. Las albahacas aprovechan un pequeño hueco junto al sendero para crecer, al igual que lo hacen algunos ejemplares de tabaco moruno con sus características flores en forma de alargadas campanillas.
Los grillos chirrían de noche y de día. Cuando me acerco hasta donde están se callan y me observan. Al percibir que no supongo un peligro para ellos continúan su interminable concierto veraniego. Sobre el cielo vuelan en espiral un nutrido grupo de vencejos. No creo que podamos disfrutar mucho tiempo más de su presencia en el cielo ceutí. A estas horas, con el reflejo del sol en sus cuerpos, parecen de plata. Estas aves, junto a las golondrinas, son mis favoritas. Su llegada a comienzos de la primavera anuncian mi renacimiento y el de la naturaleza. Una joven gaviota da la impresión de que ha sentido algo de envidia por mi anterior comentario laudatorio sobre los vencejos y golondrinas y vuela a mi alrededor para llamar la atención. Bien sabe ella que presto mucha atención a los de su especie y que por su número son las reinas del cielo de Ceuta.
La naturaleza no sólo la podemos disfrutar viéndola y escuchándola, sino también tocándola, oliéndola y saboreándola. Todavía no es tiempo de comer chumbos, que en Ceuta compramos por las calles a vendedores ambulantes que las portan en cubos llenos de hielo para mantenerlos frescos, pero todo el año podemos disfrutar del tacto pringoso de las albahacas y de sus característico olor.
Una de las cosas más difíciles de describir son las fragancias de las plantas. Tienen tanta personalidad que no tengo con que compararlas ¿No ocurre igual con las personas? Hay quien tiene una personalidad tan marcada que no es posible compararla con los demás. Como escribió Walt Whitman, a pesar de todos los sinsabores de la vida contamos con algo tan valioso como nuestra identidad y la posibilidad que nos brinda la vida de contribuir a la eternidad con un verso original.
Los escobones tienen un tacto muy distinto a las mencionadas albahacas. Sus ramas son suaves, tiernas y frescas, aunque carecen de un intenso aroma.
Me cruzo también en el camino con algunas tagarninas completamente secas y con su acostumbrado carácter pinchudo. Las zanahorias silvestres que en primavera lucen su blancura ahora se confunden con el color marrón de los gneis del Hacho ¡Y qué decir de las viboreras que hace pocos meses llenaban los campos de Ceuta con su peculiar y llamativo color lila! Ahora están completamente secas.
Las más bellas y poéticos de las plantas que pueden verse en el Camino de Ronda son las pitas. En esta época del están en flor y lucen un intenso color amarillo que recuerda al mismo oro. Pero se trata de una riqueza efímera, ya que florecen una sola vez en su vida y mueren tras la floración. Sus verdes y alargadas fustes ruedan sobre las laderas del Hacho como las columnas de un arruinado templo clásico.
Entre una acacia y un pino veo la imagen del faro de Ceuta. Es impresionante los matices de verde que podemos observar en las hojas de la acacia dependiendo de la luz solar que reciben. Las más expuestas están amarillas como el mismo sol, mientras que las más refugiadas lucen un intenso verde. Esto demuestra que el sol es el maestro de todos los pintores. Las hojas de las acacias me recuerdan mucho a la de los helechos que tanto abundan en la cara norte del Monte Hacho y en García Aldave. Son las plantas más antiguas y misteriosas de la tierra.
Un ejemplar de torvizco o matapollos ha crecido a la sombra de la acacia y el pino canario. Su floración es muy tardía, como si no tuviera prisa o el tiempo no fuera con él. Por el contrario, las zarzamoras son puntuales. Ya están mostrando sus frutos y negros y rojizos que pruebo con gran placer. Las zarzas son muy celosas de sus frutos y hay que cogerlos con cuidado si no queremos pincharnos los dedos. Me encanta observar aquellas ramas de zarzamora en la que coexisten las flores primaverales y las moras veraniegas.
Los lentiscos y los brezos, junto a las albahacas, escobones y jaras, son las plantas que mantienen el vivo color verde del campo durante todo el año. Algo que no puedo decir de los acantos secos cercanos a la playa del Desnarigado. Llego a esta cala a las 10:10 h. He tardado casi cuatro horas en recorrer un trayecto que sin parar y a un ritmo normal no llevaría más de un cuarto de hora. Aun así tengo la sensación de que he dejado de ver muchas cosas. Miles de Ceuta quedan por descubrir a lo largo de este antiguo camino.
Al llegar a la cala del Desnarigado me he dirigido a la punta oriental sobre la que me siento a desayunar. No tengo nada en el estómago, excepto las pocas moras que he tomado cerca de aquí. Ha sido terminar de comerme el bocadillo y el curioso sol se ha asomado por el castillo del Desnarigado para ver que hacía. Le digo que no hago otra cosa que cantar las maravillas de la naturaleza. Aprovecho también para agradecerle que venga a calentar este sombrío rincón de la bella cala del Desnarigado. Este es buen lugar para reflexionar sobre algunas de las lecciones que he aprendido de la naturaleza. La que me ha resultado más interesante es aquella que nos enseña que la diversidad de los caracteres de las plantas se parece mucho a los seres humanos. Las hay suaves y discretas, pringosas y olorosas, pinchudas y secas, alegres y distraídas, exuberantes y generosas, heroicas y aprovechadas. Todas ellas, en conjunto, reflejan la identidad de la naturaleza de Ceuta. Una personalidad otorgada por el Alma Natura a esta tierra de encrucijada entre Europa y África, entre el mar Mediterráneo y el océano Atlántico. Conocer la personalidad de Ceuta y la procedencia del alma que la anima, nunca mejor dicho, es mi gran obsesión. Esta última resulta intangible, inabarcable, pero no por ello irreal. Puedo sentirla como siento el viento, el calor, el olor a mar, pero no tocarlos. Percibo el alma de Ceuta en su cegadora luz, en su mar, en sus brisas, en sus paisajes, en sus rocas, en sus animales y plantas y en su patrimonio cultural.
…Llega un niño de unos ocho o nueve años de edad y me pregunta: ¿Qué eres? Sin pensármelo dos veces le contesto que escritor. Es la primera vez que me presento con este título, al que acto seguido añado el de arqueólogo. Le pregunto que si sabe a lo que nos dedicamos los arqueólogos y me dice que lo desconoce. Con palabras sencillas le explico en qué consiste el trabajo de un arqueólogo y noto el interés y el entusiasmo en su cara. Me cuenta que su abuelo se llamaba Mohamed y que estuvo trabajando en el museo. Después de unos minutos de conversación se despide de mí, pero por poco tiempo. A los pocos segundos vuelvo con dos amigos que quiere presentarme. Uno es de Castillejos y el otro de Rabat y ambos son alumnos del centro de menores “La Esperanza”. El más mayor, el de Rabat, me pide que le cuente la historia del castillo del que le he hablado a su amigo señalando a la fortaleza del Hacho.
Les invito a estos tres niños a que se sienten a mi lado. Gracias a unos dibujos que improviso en mi libreta consigo explicarles cómo se forma un yacimiento arqueológico. También les hago un bosquejo de la geografía de Ceuta. Con estos conocimientos previos y básicos empiezo a construir un rápido relato de la historia de esta ciudad. Poco a poco llegan más niños, junto a sus monitores, y cuando quiero darme cuenta estoy rodeado de niños y niñas mientras imparto una improvisada charla sobre el patrimonio natural y cultural de Ceuta. Pocas veces he disfrutado de un público tan atento y agradecido. Me siento como el profesor John Keating del Club de los Poetas Muertos.
“Casualmente” uno de los monitores me pregunta si conozco a la asociación Septem Nostra y al decirle que soy su presidente se pone muy contento. Lleva tiempo intentando dar con nosotros Ha estado incluso en mi antigua casa de los Rosales buscándome. Es estudiante de Ciencias Ambientales y de Ciencias del Mar y desea colaborar con nosotros. Me ha facilitado sus datos, así que lo llamaremos para que venga a visitarnos al Museo del Mar y hablemos de las posibilidades que podemos ofrecerle para colaborar con nuestra asociación. Considero un motivo de alegría que haya gente joven y formada con ganas de trabajar por su tierra.
Un chico de nombre Nayim, acogido por la asociación Digmun, no se separa de mi lado. Quiere que le siga hablando de arqueología. Lo noto muy interesado. Es como si hubiera contemplado por primera vez un mundo desconocido. Le animo a que se esfuerce en los estudios y luche por el sueño de convertirse algún día en arqueólogo- Con este mensaje me despido de él y del resto de niños y niñas con los que he pasado un rato magnífico.
Pretendo bañarme en la playa para refrescarme, pero resulta imposible hacerlo. La orilla está impregnada de un mancha rosácea que al verla de cerca descubro que está formado por cientos de medusas.
Descartada la opción del baño me dirijo a mi siguiente destino que es la poza situada a los pies del llamado “Salto del Tambor”. Aquí plasmo por escrito mis últimas experiencias y pensamientos. Son las 12:30 h. Llevo seis horas en la naturaleza y tengo la sensación de que no ha durado más que un parpadeo de ojos. El sol me persigue allí donde voy y no deja ni esquina sombreada en la que refugiarme de sus calurosos rayos. Encuentro un pequeño abrigo natural en el que me siento para seguir escribiendo. La belleza de este rincón está tristemente profanada por toda la basura que algunos desaprensivos han dejado en este lugar.
En mi camino de regreso a la playa del Desnarigado contemplo la cristalización de la sal marina, muy similar a las geodas negras que identificó a unos metros. Una observación atenta de las verticales paredes del extremo occidental de la cala me permite localizar algunas marcas de cantería y signos evidentes de la presencia de hierro en estos afloramientos de gneis. En la misma playa, y junto a la muralla que cierra la cala, redescubro abundantes fragmentos de escorias de fundición y ladrillos de hornos con la marca “F”. Parece muy probable que estemos ante otro punto de extracción y manipulación de mineral de hierro en el Hacho.
Subo por las empinadas escaleras que conducen al castillo del Desnarigado. Desde allí emprendo la etapa final de mi excursión matutina. Al doblar la punta del faro el viento de poniente sopla con inusitada fuerza. Acelero el paso ya que se acerca la hora del almuerzo y he quedado con mis padres a las 14:30 para comer con ellos. No obstante, no puedo evitar pararme para tomar algunas fotos, como la de un pino solitario que cuelga cerca de Punta Almina con la mirada fijada en el mar Mediterráneo.
Al pasar cerca del cementerio de Santa Catalina veo que se abre un camino que conduce al parque periurbano “Teniente Morejón Verdú”. No lo había visitado hasta ahora. Siempre me ha parecido una aberración lo que han hecho en este lugar. Para acabar con un vertedero infesto de basura crearon un segundo cargándose un hermoso pinar. No me gusta nada el diseño de este parque con un puente descomunal que termina en un banco de picnic con vistas al cementerio y donde llegan los olores de la incineradora y la estación de tratamiento de aguas residuales.
Más atractivo resulta el camino que discurre por los bordes del antiguo vertedero. Desde este sendero puede verse unas espectaculares imágenes del Estrecho de Gibraltar en el que hoy sopla un fuerte viento de poniente, tanto que me cuesta andar de cara al frío aliento de Céfiro. Caigo en la cuenta de que está es la cara de la ciudad más habitada y habitable tal y como testimonian los numerosos restos de murallas y fortificaciones que me encuentro en la parte final de mi paseo en este día de poniente. Pienso entonces que mi próximo proyecto va a consistir en recorrer todo el perímetro costero desde Punta Almina hasta Benzú.
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