Ceuta, 21 de junio de 2017.
“La alegría con la que el sol brilla de la mañana a la tarde nunca se ha cantado”, Henry David Thoreau.
He salido de casa a las 6:10 h. La ciudad duerme, excepto los panaderos de la panificadora “El Molino”. Al asomarme a la Rocha me encuentro con dos musulmanes que pasean después de acudir a la mezquita para rezar en este día que se aproxima al final del mes sagrado del Ramadán.
Sobre el cielo cuelga la luna, de la que apenas asoma una uña de luz. Aparece y desaparece entre las nubes, como también lo hace la brillante Venus.
A paso firme y decidido avanzo por la senda de circunvalación del Monte Hacho. Son las 6:35 h y la salida del sol comienza a percibirse. Las aves entonan un rítmico cantar en el que varios coros se turnan como entornar sus melodías. Este canto llega a mi alma para alegrarla y convencerme de que ha merecido la pena el madrugón.
A las 7:00 h llego al fuerte de Punta Almina. La mañana está nublada. Sin embargo, se abre un claro junto al horizonte para que pueda contemplar el amanecer. El sol emerge como una gran bola incandescente. El efecto de las nubes hace que el astro rey vista los colores amarillo y gualda de la bandera de España. En su ascenso vuelve a ocultarse tras las nubes creando unos llamativos y hermosos haces de luces rojizas que se reflejan sobre el gris mar.
No hago otra cosa que gozar del espectáculo que me dedica la naturaleza. No veo a nadie más presenciando la llegada de la luz solar a la tierra.
Subo hasta el Baluarte de Málaga de la fortaleza del Hacho. Nada más sentarme a escribir escucho el toque de corneta que llama a los soldados a formar en el patio de armas. El sol ha ganado altura y alcanza la cima de la ciudadela fortificada.
Me dirijo ahora al Baluarte de San Antonio. Para llegar hasta allí tengo que atravesar un camino semiabierto entre pinchudos zarzas que me dejan las primeras completamente arañadas. Y hablando de arañas. Éstas han echado sus telarañas en distintos puntos del camino. Voy con cuidado, ya que al salir del fuerte de Punta Almina me he llevado por delante un enorme telaraña que ha manchado mis gafas.
A las 20:45 h me acerco al mencionado baluarte. La providencia quiere que este instante se abra un claro entre las nubes para que el sol ilumine la senda. Mi sombra marca la dirección del haz de luz que incide directamente en la zona donde hace dos años encontré un santuario dedicado a la Gran Diosa. Allí hallé una gruta artificial con dos cámaras. La inferior, de planta elíptica, está orientada, precisamente, al eje que dibuja la llegada del sol a Ceuta en la mañana del solsticio de verano, es decir, en un día similar al de hoy. Me ha resultado muy emocionante comprobar que mi intuición de hace dos años era cierta. No sabemos exactamente cuándo ni quiénes descubrieron que la superar el sol el Hacho en el día del solsticio de verano sus rayos incidían en un punto concreto de la Almina.
Pasados unos minutos la franja de luz solar se ensancha hasta cubrir toda la península de Ceuta, concentrando ahora su fuerza en la zona de la subida del Morro. La luz rasante de estas primeras horas de la mañana perfila y resalta las calles que miran a Oriente. Desde aquí destaca la histórica calle de Juan I de Portugal, lugar en el que el 21 de agosto de 1415 se libró una decisiva batalla que permitió la conquista de la ciudad por los portugueses. Tomada la puerta que se encontraba a la entrada de esta calle, el gobernador de la ciudad dio la orden de abandonar Sebta.
Vista Ceuta desde esta altura el caos urbanístico es aún más apreciable. De la ciudad que a toda prisa tuvieron que huir los habitantes de Ceuta en 1415 apenas quedan vestigios históricos. Diviso desde aquí la torre del Heliógrafo y los baños árabes, así como algunas calles que debieron ser abiertas en aquellas fechas. Lo demás, quitando el restaurado cuartel de la Reina y los edificios de la Maestranza de Ingenieros, son inmuebles de los siglos XX y XXI. Me entristece que los ceutíes hayamos sido tan pocos cuidadosos con nuestro patrimonio natural y cultural. Cuesta reconocer el esplendor que tuvo Ceuta en la antigüedad y la Edad Media.
Desde la antigua puerta de Ceuta de la fortaleza del Hacho bajo hasta la torre del Heliógrafo y la iglesia del Valle. Llego unos minutos antes de que acabe la misa impartida por el Padre Cristóbal. No puedo apartar la vista de la imagen de la Virgen de Valle. Veo en su rostro, iluminado por el sol que entra filtrado por las vidrieras, a la Gran Diosa, la misma que en distintos momentos de mi vida se me ha presentado como la diosa Isis o Aicha El Bakhia.
Precisamente llevo un buen rato sentado en el mismo banco sobre el que hace dos años fotografíe el betilo hermafrodita. Delante de mí tengo el solar en el que encontré el exvoto de la Gran Diosa y la gruta sagrada en la que se practicaron ritos relacionados con la fecundidad y el culto al sol en el día del solsticio de verano. La gruta parece que sigue ahí, aunque bastante desfigurada. Las obras de construcción comenzaron hace algunas semanas. Ahora están perforando el perímetro del futuro edificio. A veces pienso que no hice lo suficiente para evitar que destruyan este santuario.
En mi recorrido por el paseo de la Marina me detengo a la sombra de la estatua de sabio Rabí Yosef Ben Yehuda. A su espalda encuentro una perla que representa la sabiduría que aportan el estudio y la reflexión. El sol simboliza la razón, al igual que la luna a la intuición. Ceuta fue en los tiempos de Ben Yehuda una ciudad de una fructífera erudición. Confío en que el tiempo de dedicación al estudio regrese para situar a Ceuta en el lugar que merece.
El sol pega con gran fuerza. Pasan veinticinco minutos del mediodía. El calor empieza a ser intenso. Voy a acelerar el paso para llegar a la playa de Benitez. No obstante, me veo obligado a hacer una parada delante del lugar donde hace veinte años tuve mi primer contacto con la Gran Diosa. En el solar que ahora ocupa el edificio Atlante hallé, durante una prolongada investigación arqueológica, una inscripción votiva dedicada a la diosa Isis. Entonces no comprendí el alcance de este hallazgo arqueológico. La magia de la esposa de Osiris me ha acompañado siempre, aunque no la percibí hasta hace algunos años.
En días como el de hoy siento cómo la Gran Diosa marca mi camino y me conduce a los sitios que ella desea que visite. La diosa me lleva ahora al Santuario de Santa María de África. Este lugar está cargado de poder espiritual. Pienso que bajo sus cimientos se esconde el templo dedicado a Isis. Los portugueses edificaron este templo a mediados del siglo XV siguiendo la simbología de la alquimia, símbolos que quedaron ocultos tras el retablo que alberga a la imagen de Santa María de África, otra diosa negra como la misma Isis. Ninguna de estas visitas que he mencionado estaba prevista en el itinerario que había diseñado durante los días previos a la realización de este proyecto.
Cerca del santuario de la Virgen de África se localiza el puente de Cristo. Me he acercado a mostrar mi respeto al cristo del Humilladero que protegía a los habitantes de Ceuta que atravesaban la puerta que llevaba al campo. Este puente sirve para superar el foso marítimo de las Murallas Reales.
Al otro lado del foso se ubican los Jardines de la República Argentina, en cuyo centro estuvo durante muchos años la Sala de Arqueología desde la que se accedía a la compleja red de galerías subterráneas excavadas entre finales del siglo XVII y la primera mitad del XVIII.
Sigo por el camino que conduce a la antigua Estación de Ferrocarril. De manera casual me encuentro con mi amigo Pepe Navarrete que me invita a su casa para recoger el último número de la revista Alcaudón. Aprovecho la ocasión para mostrarle una foto de una rapaz que observe esta mañana al asomarme a la cima del Monte Hacho. Se trataba de un ejemplar de águila calzada.
…A unos metros de distancia de la Estación de Ferrocarril hallo el cerro sobre el que en el siglo XIX construyeron la batería de Punta Negra. Este cerro estuvo muchos siglos bañado por el mar.
Cuando llego a la playa de Benitez son cerca de las 14:00 h. El sol ha alcanzado su máxima altura y hace un calor sofocante. Tengo mucha sed por lo que me paro en el bar “Juan y Rosi” a tomarme unas refrescantes cervezas acompañadas con unas riquísimas tapas de bonito, atún y choco frito. Una vez refrescado por dentro sólo queda darme un buen chapuzón en la playa. Por suerte encuentro una sombrilla libre y a su sombra me pego una agradable siesta. Al levantarme decido tomar un baño, pero tengo la mala suerte de pisar una medusa, lo que me provoca un gran escozor y la inmediata inflamación de uno de los dedos del pie izquierdo. Espero que este contratiempo no dificulte mi misión y llegue hasta mi próximo destino que es el arroyo de Calamocarro.
…He tardado una hora en llegar al arroyo de Calamocarro. Entre la caminata y el calor he llegado algo exhausto a este bello lugar, así que lo primero que he hecho ha sido buscar una zona lo suficientemente profunda para pegarme un baño. Aquí no hay peligro de que me pique una medusa. El agua está muy buena. Tras el baño me siento a escribir a la sombra de las adelfas. A esta hora de la tarde toda la vegetación adquiere unos vivos colores que contrastan con el azul del cielo. La calma es absoluta. Mis oídos gozan con el sonido del agua que aún lleva el arroyo. Una pareja de mirlos han venido a observarme y permanecen ocultos tras las zarzas. A veces se hacen notar con sus alegres cantos.
El sol se dirige hacia Occidente, aunque falta un rato para su definitivo declive. Pronto iré a verle para despedirme de él en este día tan especial y mágico. Mientras tanto seguiré paseando por el arroyo para deleitarme con su belleza.
Intento llegar hasta el pino centenario existente al final de este primer tramo del arroyo, pero el gruñido de un animal que podría ser un jabalí me hace desistir de mi propósito. De modo que retrocedo hasta llegar a un hermoso alcornoque. Busco un sitio cómodo para sentarme a escribir y doy con un escalón que parece haber sido hecho por la naturaleza para que pudiera hacerlo. No es hasta que me siento cuando me doy cuenta de que no estoy solo. Un sapo moruno me acompaña. Apenas un metro nos separa y, sin embargo, el sapo permanece impasible ante mi presencia. Parece que estoy viviendo un cuento de hadas. El escenario invita al despliegue de la imaginación. Gracias a su ayuda contemplo las manos del alcornoque con los brazos de una dríada y a sus hojas verdes como sus cabellos mecidos por la suave brisa. El sapo podría ser el amante de la ninfa que espero pacientemente a que vuelva la noche para que los dos enamorados paseen su amor en esta noche mágica del solsticio de verano. Por este motivo no se mueve de aquí, a pesar de la corta distancia que nos separa. Bajo ningún concepto quiere dejar sola a su amada. Creo que sospecha que yo también me he enamorado del alma de este alcornoque al que han despojado de su acorchada piel.
El sol, en su descenso, enciende las hojas del árbol que en otros momentos son los cabellos de la ninfa. Es curioso que el sapo no se inquiete mi presencia, pero al escuchar un leve ruido entre el follaje parece que se prepara para emprender la huida. Podría ser un depredador que se ha percatado de su ubicación en una zona despejada.
La caída el sol detrás de la colina que delimita al oeste el arroyo hace que la luz del cauce y de las adelfas comience a apagarse. Aún la vertiente oriental del arroyo permanece iluminada, lo que me permite observar los colores del atardecer. Siguen siendo verdes los arbustos y las hojas de los árboles, así como rosas las flores de las adelfas, pero percibo una tonalidad dorada que lo envuelve todo. La naturaleza se prepara para recibir a la noche. Lo hace con alegría, con la misma con la que yo siempre he recibido los atardeceres en los días de verano. Una combinación de fragancias impregna el ambiente. Noto el frescor del agua que cae de las pequeñas cascadas junto a las que estoy sentado escribiendo. Se agradece esta temperatura después del tórrido día con el que hemos inaugurado el verano.
Abandono el arroyo de Calamocarro y me dirijo a mi último destino: Punta Blanca. Llego allí a las 20:50 h. Todavía resta algo mes de una hora para el atardecer. Aprovecho este rato para acercarme a Benzú y tomarme un buen bocadillo de pinchitos y un vigorizante té moruno. Ambos me sientan fenomenal. El cansancio acumulado en el cuerpo tras doce horas de caminata se ha disipado en parte. Mi ánimo se eleva al mismo tiempo que desciende el sol en el Estrecho de Gibraltar.
Según voy llegando a Punta Blanca me fijo en que mi sombra toma la dirección prevista. El sol incide en el santuario que descubrí hace dos años en la calle Galea.
El cielo se vuelve de un intenso color dorado y naranja. El ahora estrecho haz de luz solar pasa por encima del peñasco marino más septentrional de las llamadas “Tres piedras”. ¿Podría ser que cada una de estas piedras sirvieron de referencia para indicar la llegada de las tres principales estaciones del año, es decir, la primavera, el verano y el invierno? Mientras pienso en esta idea con la vista puesta en el arrecife costero, sucede algo inaudito, misterioso y mágico. Veo llegar hasta los peñasco a cientos de gaviotas que vuelan rozando el mar y terminan posadas en las tres piedras. Allí permanecen quietas y mirando al sol mientras que éste se oculta detrás de la punta de Tarifa. Me quedo sorprendido por este gesto de respeto que las aves dedican al sol. Puede que el gran descubrimiento hecho este día sea constatar que las gaviotas practican ritos solares en el día del solsticio de verano. Estas mismas aves vuelan de manera frenética y emiten profundos graznidos en el momento del amanecer de la luna llena. La naturaleza guarda secretos que sólo desvela a quienes la quieren, admiran y reverencian.
Una observación atenta y poética de la naturaleza abre las puertas a una dimensión mágica de la realidad. Los griegos poseyeron esta visión que alimentó una cosmovisión poblada de dioses, diosas, náyades, dríadas y ninfas.
Deseo tomar nota de los pensamientos que me ha inspirado el instante mágico del atardecer en el día más largo del año, pero no encuentro mi libreta. Vuelvo a Benzú para comprobar si la he dejado en el cafetín donde he cenado, pero allí no está. Entonces caigo en que, con las prisas, he podido dejármela en el arroyo de Calamocarro. Es muy tarde para ir a buscarla.
Cojo el autobús que me lleva al centro de Ceuta. Aparezco en la casa cuando pasan diez minutos de las 23:00 h. Me ducho y me acuesto después de charlar un rato con Silvia.
A la mañana siguiente me levanto temprano, a las 7:15 h. Quiero ir cuanto antes al arroyo de Calamocarro a buscar esta libreta. Nada más entrar en el arroyo se cruza en mi camino un sapo moruno. ¿Podría ser el mismo que ayer custodiaba el árbol de su amada ninfa? Por suerte encuentro mi libreta. Su solapa plástica está impregnada de gotas de rocío. Imagino que las criaturas de la naturaleza han escrito esta noche en ella con letras mágicas su futuro contenido que yo sólo tengo que repasar con mi bolígrafo.
Escucho voces procedentes del interior del arroyo. Bajo el alcornoque en el que ayer estuve acompañado del sapo moruno encuentro a mis amigos Pepe Navarrete y Pepe Peña que están anillando aves con fines científicos. Volveré pronto a visitar a este árbol mágico. Tengo todo el verano por delante.
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