Ceuta, 20 de marzo de 2017.
Hoy, a las 11:28 h, ha llegado la primavera. No puedo recibirla en la naturaleza, como hubiera deseado, pero en cuanto encontré un hueco me desplacé hasta la ladera del Monte Hacho para dar una vuelta y absorber la esencia de la nueva estación primaveral.
…Sopla fuerte el aliento de Céfiro, lo que me recuerda al macizo consagrado a este ventoso dios, cuya cumbre era conocida por los antiguos navegantes como la Cefíride. Más allá de este peñón, hoy día llamado de Gibraltar, en un cercano promontorio, había “un opulento santuario a la Diosa Infernal (Proserpina o Perséfone) y una entrada disimulada” (Avieno, Costas Marítimas, s.IV d.C). No debe de extrañarnos la existencia de un santuario a la diosa de la primavera en nuestro ámbito geográfico. De sobra conocido es que en toda la mitología clásica en esta zona se ubicaba la puerta del Hades. Una puerta que se abre justo en un día como hoy para que regrese a la tierra Proserpina. Según ha ido ascendido desde el inframundo, la naturaleza ha cambiado sus colores pardos por los verdes, amarillos y morados.
Una enorme variedad de formas y tonalidades inundan el campo. Observo una actividad frenética que tiene como escenario a las flores. Al acercarme a un florido erguenes despegan al unísono todo un escuadrón de libélulas. Los pesados abejorros mantienen sus abultados cuerpos cerca de los estambres y las abejas vuelan de un lado para otro ajenas a mi presencia. Contemplo un extraordinario banquete al que estoy invitado solo como espectador. No puedo degustar las ambrosias de las flores, pero sí se me permite disfrutar de una sinfonía de olores que me embriagan. El dulzor que percibo en el ambiente penetra en mi cuerpo y siento que mi alma se extasía. Un calor vivificante recorre mi interior y me siento uno con la naturaleza. El tiempo se para por un instante y se dilata como una gota de oro incandescente. Este mundo en el que ahora estoy nada tiene que ver con la cotidianeidad existencial. Aquí reina el silencio, la serenidad, la paz interior, la totalidad omniabarcante que representa el anima mundi. Mi ánimo se eleva como si mi alma hubiera encontrado una puerta por la que salir a pasear entre las flores. Esta puerta es la misma que ha dejado entreabierta Proserpina.
Este escondido rincón del Monte Hacho, iluminado por el sol de mediodía, es, para mí, una porción del Jardín de las Hespérides. El árbol que tengo delante de mí es el propio Árbol de la Vida, cuyos frutos todavía no han llegado. Me acerco a él para beneficiarme de su poder salutífero. Desconozco que extraña fuerza me ha traído hasta aquí ni con qué propósito lo ha hecho, pero según pasan los minutos todo se va aclarando. He venido hasta este lugar para tomar conciencia de una gran verdad: que somos nosotros quienes hacemos a los sitios sagrados cuando ejercitamos nuestra innata capacidad divina. Este rincón abandonado, con presencia de residuos, ha pasado a ser un vergel pletórico de vida e inigualable magia. ¿Quién leyendo este relato no quisiera venir hasta aquí para comprobar la belleza de este santuario? No podrían evitar ver este sitio a través de mi mirada y reconocer que todo lo que he dicho era cierto. Sentirían, eso espero, la misma emoción que yo ahora experimento ante la contemplación de tanta belleza. Les hablo de ese intenso sentimiento que nace de nuestro río interior desbordado, asciende por la garganta y desemboca en forma de lágrimas por nuestros ojos. ¡Cómo nos satisface esta corriente que nace de una fuente eterna! Como dijo Emerson, “el hombre es una corriente cuya fuente está oculta”. Así como los rayos del sol llegan a nosotros de forma inesperada en un día nublado, la inspiración nos alcanza sin avisar. Procede de una Superalma que nos rodea y penetra todas las cosas. Al tocar cada sitio particular produce una mezcla divina que llamamos espíritu del lugar.
Deja un comentario