Ceuta, 7 de enero de 2017.
Después de mucho tiempo de contacto a través de Facebook, hoy he quedado con Miguel Ángel Domínguez Cebey para ir a tomar fotos. Le gustó las imágenes que el otro día publiqué de la Cala del Amor y estaba interesado en conocer este lugar. Quedamos bien temprano para que nos diera tiempo a contemplar el amanecer. Nos tomamos un café en el bar de la Plaza de Azcárate antes de partir hacia el Sarchal. Ya en la conocida barriada bajamos por la sinuosa escalera que da acceso a la cala del Amor. Mi amigo Miguel Ángel no conocía este acceso, a pesar de haber pasado por este sitio en innumerables ocasiones. Según descendíamos hacia el litoral, la emoción de Miguel Ángel iba en aumento, y la mía también, a pesar de que este lugar se ha convertido en punto que frecuento con mucha asiduidad. Por mucho que observo este paisaje siempre descubro detalles nuevos.
El fondo del escenario de la cala del Amor es de una belleza sublime. Los distintos planos de los gneis del Monte Hacho sirven de soporte a una exuberante naturaleza y a importantes elementos de interés patrimonial como la torre del Cardenillo, el portillo de Fuentecubierta o el santuario de Sidi bel Abbas. No obstante, el componente principal de este extraordinario paisaje es el mar.
El fuerte viento de levante que azota con fuerza hoy a Ceuta tiene al mar encrespado. Es tal su fuerza que nuestros cuerpos cimbrean con débiles cañas. Con gran dificultad mi amigo Miguel Ángel consigue asentar su trípode. Mientras que él coloca su equipo fotográfico, yo exploro con la mirada el horizonte buscando la salida del sol.
De repente, en una estrecha franja situada entre la línea del horizonte y las nubes veo asomar la parte superior del astro rey. Es como una enorme gota de oro recién salida del crisol manejado por Vulcano. Su borde rojizo es una irrefutable prueba del tiempo que ha permanecido en el horno de los dioses. Su incandescencia es transmitida a las nubes que arden adoptando un vivo color rosáceo, el mismo que queda reflejado sobre la superficie marina.
Estas mismas nubes se encargan de enfriar al ardiente sol que va devolviendo los colores al paisaje. El mar se vuelve verdiazulado, con un cambiante ribete blanco formado por las olas del mar que golpean con gran fuerza el litoral.
La naturaleza mantiene su velo recogido sobre el horizonte para que podamos contemplar el perfil de la costa que tenemos enfrente. Por este pasillo de luz vuelan las gaviotas hacia oriente.
Bajamos hasta el mismo borde del acantilado, donde el agua salpica nuestras piernas y las patas del trípode. Nuestros objetivos apuntan hacia Ceuta para fijarse en las olas que mueren con gran valentía sobre el cercano arrecife. El mar es una auténtica turquesa azul.
A cierta distancia, lo que hace un par de días era una apacible piscina natural, hoy es un sonoro tambor debido a la fuerza del mar. El estrépito de las olas resulta ensordecedor. Parece que el mar disfrutar con este sonido, símbolo de su poder, y golpea las rocas con cada vez más potencia. El resultado son nubes blancas de salpicaduras que se mezclan con el verde y el azul del mar.
Mis ojos se detienen en la espuma blanca que el mar deja sobre las rocas. Si pudiera la cogería con las manos para extenderla sobre mi cuerpo y así hidratar mi alma. Observo como esta leche celestial se derrama sobre las piedras y nutre las piedras. Ahora me explico la riqueza de minerales de este punto del litoral. La misma esencia del mar penetra hasta el interior de la montaña y luego rezuma por los poros de su piel el verde color de la naturaleza en forma de mineral de cobre.
De forma inesperada, un ancho rayo solar consigue atravesar las nubes, como si fuera una lanza. Su luz penetra en la agitada superficie del mar iluminándola y mostrando su verdadero color. Veo en el mar un brillante cristal azul sin pulir que deja ver lo que esconde. Disfruto contemplando la naturaleza en este estado de salvajismo. Expresa su estado de ánimo sin formalismos. La luz de la verdad, representada por el rayo del sol, vuelve transparente el estado de ánimo de la naturaleza. No disimula nada, ni se esconde de nadie. Es sincera, habla sin tapujos, con la verdad por delante. Tampoco busca herir ni causar daño gratuito. La naturaleza no tiene dobleces, como si tenemos los humanos. Su corazón es puro, transparente, bondadoso. Transmite sabiduría y verdad para quien sabe escucharla. La naturaleza habla con quien reconoce que tiene su misma bondad y sinceridad. Sus leyes permanecen ocultas para las personas de oscuros sentimientos.
La belleza es un atributo de la naturaleza visible por todos, pero que no todos disfrutan. Las mezquinas preocupaciones nos distraen de lo importante, que es aprovechar la oportunidad de vivir de una manera digna y plena. Necesitamos abrir el diafragma de nuestro objetivo vital para que penetre la luz divina que alumbra la naturaleza y el cosmos. De pie, delante de este espectáculo que ahora contemplo, dejo que la luz celestial penetre hasta el fondo de mi morada interior iluminando mi alma. Siento este momento de éxtasis que reconozco gracias a efectos fisiológicos como las lágrimas. He aprendido a reconocer y disfrutar de estos momentos en los que mi alma se expande para abarcarlo todo. Momentos en los que me siento uno con el todo. Me dejo llevar por los dictados de mi alma que es la que toma el control de mi voluntad. No soy es mi yo consciente el que piensa ni el que escribe. Algo dentro mí se despierta y echa a un lado a mi ego para expresar todo aquello que tiene que decir. Vivo en aquello que muchos califican de estado de gracia. Quienes han experimentado estos instantes de iluminación saben de lo que les hablo. Es una puerta que se abre a la eternidad y que te hace saber, más que creer.
Cada día siento más necesidad de acudir a la naturaleza para penetrar por la puerta que se abre ante mí. Lo he dicho en anteriores ocasiones, y ahora me reafirmo: Ceuta es una puerta a la eternidad. No es la única, desde luego. Puede que haya tantas puertas como seres humanos sobre la tierra. Tan importante es ver la puerta, como portar la llave que la abre. No hay que buscarla muy lejos. Todos la llevamos en nuestro interior. Yo la descubrí gracias a Patrick Geddes, y he visto cómo funciona gracias a autores como Emerson, Thoreau, Whitman o Mumford.
El interior del mundo interior, -que no es más que una extensión de mundo exterior-, tiene cuatro cámaras, unidas entre sí por puertas comunicantes. La naturaleza, como explicó Patrick Geddes a sus hijos en un día de domingo como hoy, está esperándonos fuera y dentro para guiarnos, si nosotros nos acercamos a ella. Tal y como dejó escrito en uno de sus poemas Ralph Waldo Emerson, “en la Tebas de cien puertas cada cámara era una puerta, abriéndose a otras más grandes, de majestuosas paredes y vastos suelos”.
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