Ceuta, 4 de enero de 2017.
A las 12:00 h he salido de la casa con la meta puesta en la cala del Amor. He bajado hasta la misma entrada de la mina de cobre con la facilidad que hoy presta la bajamar. El mar está en calma y el sol pega con justicia. Su reflejo sobre el mar me impide ver con facilidad, pero me beneficio de su extraordinaria luz y su calidez.
Escucho el borboteo del mar entrando en la galería y el deslizamiento del agua sobre las rocas. El conjunto musical es armonioso y relajante. El viento hace de moderador del calor permitiéndome gozar de este momento de acercamiento a la naturaleza. También me trae un intenso olor a sal marina. El aroma resulta embriagador. Huele a Ceuta, a una ciudad bañada por el mar y perfumada con sal y algas.
Al levantarme para estirar las piernas y hablar con un trío de pequeños exploradores del litoral me he dado cuenta de que estaba sentado sobre miles de cristales de sal y de doradas calcopiritas. La geodiversidad de este lugar es impresionante.
He encontrado en este rincón del Monte Hacho un auténtico paraíso para los sentidos y la curiosidad científica que siempre me acompaña. Es un lugar mágico y sagrado. Cuando me disponía a regresar me he detenido a escuchar la llamada del muecín desde el cercano santuario de Sidi Bel Abbas. Este tipo de experiencias sólo es posible en sitios de encuentro cultural como Ceuta.
En mi camino de regreso me he detenido durante algunos segundos a disfrutar de la bella imagen de los acantilados de la Rocha que aparecen cubiertos con una tupida capa de color verde. La vida misma rezuma de la tierra para recordarnos el poder revitalizador del agua traída por las lluvias otoñales.
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