Ceuta, 30 de noviembre de 2016.
Hoy he dado un paso importante publicando mis libros en amazon. Han sido dos años de intensa labor literaria y de autoconocimiento. Miro hacia atrás y me parece esta etapa de mi vida una eternidad. El tiempo se expande cuando uno vive con plenitud.
Habrá que esperar un tiempo para valorar el impacto de mis libros, aunque todo indica que será escaso. La lectura es un hábito cada día más reducido y menos practicado. Se da, además, la circunstancia de que la mayoría de los lectores, tarde o temprano, aspiramos a engrosar la enorme lista de escritores. Hay millones de libros, y tan sólo un puñado de lectores. Es mejor plantearse la escritura como un ejercicio para el propio autoconocimiento y desarrollo espiritual, así como intelectual. Plasmar por escrito las experiencias más gratificantes permite que las podamos revivir y compartir con los amigos y familiares a los que realmente les importamos. El éxito y la fama son aspiraciones que responden a nuestro afán de sentirnos queridos y admirados. Pensamos que cuanta más gente nos quiera más perdurable será el recuerdo de lo que fuimos e hicimos. Todos aspiramos a la eternidad, porque somos seres divinos. En lo más profundo de nuestra alma reside un yo cósmico que, a lo largo de nuestra vida, se despliega dibujando una espiral. Tomar conciencia de esta realidad y aprender a componerla es un paso fundamental para lograr la felicidad. A mí me ha sido dada la oportunidad de conocer el funcionamiento de la espiral de la vida diseñada por Patrick Geddes.
Tengo plena conciencia de la estrecha relación que existe entre el macrocosmos y el microcosmos. La vida consiste en una continua pugna entre dos principios: el masculino y el femenino, que adoptan múltiples formas. Esta pareja es conocida también como el caos y el orden, el día y la noche, el sol y la luna, y la vida y la muerte, la razón y la intuición, la consciencia y la inconsciencia, lo objetivo y lo subjetivo, el pensamiento y la acción…La única manera de reconciliar estas parejas es a través de una fuerza presente en el universo: el amor. La bondad, como afirmó Ralph Waldo Emerson, es el substrato sobre el que germina la sabiduría. Quien ama se acerca a la verdad y es capaz de apreciar la belleza.
La admiración reverencial por la naturaleza es fruto de la bondad. Decía John Ruskin que “si bien la ausencia de amor a la naturaleza no es razón suficiente para condenar a nadie, su presencia es el distintivo infalible de la bondad de corazón y de la justicia en la percepción moral”. Por desgracia, llevaba razón Ruskin cuando afirmó que “la fuerza de la educación, hasta hace muy poco, se ha venido encauzando por todos los medios posibles a la destrucción del amor a la naturaleza”. Nuestros hijos, al igual que lo fuimos nosotros, son encerrados entre cuatro paredes y aislados de cualquier contacto directo con la madre tierra. De igual modo, coartamos la creatividad innata de los niños. Sus manos son educadas para coger un lápiz, o un bolígrafo, pero no para manejar un pincel, modelar el barro o acariciar una flor. Es lamentable la ceguera que inculcamos a los niños ante la belleza de la naturaleza.
El amor a la naturaleza es, igualmente, un claro signo de poseer aspiraciones trascendentes y místicas, así como de una elevada capacidad de emocionarse y pensar con amplitud y sentido de la totalidad. Antes de la antropización de la las fuerzas telúricas y cósmicas, los seres humanos reconocieron lo numinoso y divino en las piedras, los árboles, las fuentes, las estrellas, los ríos y el mar, como siguen haciéndolo algunas personas en la actualidad, sobre todo en los países que consideramos “subdesarrollados”. Lo sagrado es el principal componente de la visión que se tenía de la naturaleza. Nuestros antepasados veían la mano de los dioses y las diosas en todo lo que les rodeaba porque todavía su alma vibraba según el ritmo marcado por las estrellas, la luna y las estaciones.
La ciencia le ha ido ganando terreno a lo sagrado, hasta lograr la casi completa desacralización de la naturaleza. Es posible, como dijo C.G. Jung, desvelar algunos de los misterios del cosmos y de la naturaleza, pero no está a nuestro alcance acabar con el misterio del misterio. No se trata tanto de creer o no creer, sino de saber. Y yo sé, porque lo he experimentado, que existe una fuerza divina que lo inunda todo, …hasta la propia alma humana. De este conocimiento uno debe extraer sus consecuencias y convertir estos sentimientos en obras.
Respecto a la naturaleza y su carácter sagrado es mi obligación, como dijo Ruskin, “descifrar cuidadosamente y contemplar con detenimiento la parte del universo infinito que me sea posible abarcar”, y esta parte es, para mí, Ceuta. A esta labor he dedicado mis dos últimos años. Las claras indicaciones de que esta era la misión que me ha sido encomendada han sido los hallazgos arqueológicos que han marcado mi camino y guiado mis pasos. A través de mis escritos he expuesto a todos lo que he aprendido. He querido hacer visible la influencia que sobre mi corazón ha ejercido la naturaleza y el firmamento que he contemplado desde Ceuta. Mi manera de agradecer todo lo que me ha dado la naturaleza ha sido ofrecerle mis mejores sentimientos y las emociones que han modelado mi alma. Con este esfuerzo he buscado también manifestar la belleza de Ceuta desde distintos puntos de vistas y desplegarla de mil manera antes quienes la desconocían. Cada día Ceuta se nos presenta de un modo diferente, como fruto de millares de combinaciones posible de luces, colores, vientos, nubes y estaciones. Este esfuerzo, aún inacabado, y que durará mientras viva, está dirigido hacia fines necesarios y nobles como el despertar cívico y la conservación del patrimonio natural y cultural de Ceuta. Si seguimos destruyendo la naturaleza y las más bellas obras de la humanidad perderemos el sentido de lo divino, la capacidad imaginativa e incluso la palabra. En definitiva, dejaremos de ser humanos para convertirnos en un homúnculo sin sentimientos ni capacidad de pensar, crear belleza y arte, sin sabiduría y sin posibilidad de comunicarnos entre nosotros mismos y establecer, así, vínculos enriquecedores con la naturaleza y el cosmos.
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