Ceuta, 26 de noviembre de 2016.
He dejado a Alejandro en el cumpleaños de un compañero de clase y me he venido con el coche hasta Benzú. Son las 19:30 h y la noche es completa. El viento sopla con fuerza y trae con él livianas gotas de agua.
He puesto el coche mirando al Estrecho de Gibraltar. El mar está en relativa calma. El eterno rumor del mar no descansa. Algunos barcos cruzan este reducido brazo de mar ajenos a lo que sucede en ambas orillas. En la europea, la bahía de Algeciras está tan iluminada que desprende una fantasmagórica luz. En este instante escucho la llamada del muecín que llama a la oración desde el alminar de la mezquita de Benzú. El día acaba para los devotos creyentes musulmanes.
Abro la ventana del coche para escuchar el sonido combinado del mar y del viento. Observo la oscura silueta del Atlante dormido que me transmite un notable sentimiento de serenidad. Las nubes no permiten contemplar el firmamento. La única estrella que se deja ver es Altair, el astro más brillante de la constelación del Águila.
Siempre que vengo a este lugar pienso en el carácter sagrado y mágico de Ceuta y en su extraordinaria belleza. Muchos ceutíes no se dan cuenta del privilegio que supone vivir en este legendario lugar. Las huellas de su pasado esplendor casi se han borrado por la torpe mano del hombre. Pocos miran a Ceuta con los ojos del alma, que es la única manera de gozar de su verdadera faz.
El otro día, por un momento, sentí sana envidia de aquellos viajeros que, como Jordi Esteva, han visitado paraísos perdidos como Socotra, la isla de los genios (libros editado por Atalanta). Pero este sentimiento me duró poco. No tuve más que pensar en la magia de Ceuta y del norte de África para sentirme de nuevo un hombre afortunado. A pesar del escaso territorio de Ceuta aún queda mucho por explorar. Una prueba de lo que digo es el reciente hallazgo de las minas de cobre y hierro en el Monte Hacho. Llevan a la vista cientos de años sin que nadie les prestara atención. Y aunque estuviera todo descubierto, este hecho no revestiría importancia. Todos los días son distintos para el observador atento. Hoy han sido las nubes, mañana el sol, pasado la niebla y la tormenta. La naturaleza nunca es monótona. Incluso sin salir de casa uno puede disfrutar de la vida. Una ventana es una constante invitación a asomarse a renovados mundos.
Las sombras de las gaviotas entran, de esta oscura forma, en mi casa para recordarme que vivo en una ciudad marinera. Ahora el mar lo entendemos como una dificultad para viajar y para que nos visiten. Pero, yo me pregunto, ¿Dónde queremos ir? ¿A qué responde este continuo lamento por el notorio desconocimiento de Ceuta? ¿Acaso los ceutíes la conocen y se han embebido de su esencia? ¡Ilusa mentalidad de comerciante la que piensa tan sólo en los negocios! Si de verdad deseamos que conozcan a Ceuta debemos preocuparnos de conocerla nosotros como es debido. ¿Sabemos algo de su pasado? ¿Nos hemos parado a analizar en serio su presente? ¿Hemos dedicado algún tiempo a anticipar su posible futuro? Espero que me disculpen. No entiendan mis preguntas como un reproche. Yo soy el primero que reconozco mi ignorancia sobre muchos aspectos de Ceuta. Mi única intención de mis palabras es remover las adormirlas conciencias. No les pide que hagan nada heroico por Ceuta, tan sólo les animo a que vivan con la mayor plenitud posible.
La existencia es breve, así que conviene aprovecharla. La felicidad no te llegará por el camino de las posesiones materiales, sino por el del desprendimiento. Cuanto más simplifiques tu rutina mayores cuotas de bienestar obtendrás. El ascenso a la Montaña de las Delicias sólo se logra yendo ligero de equipaje. Para alcanzar las cumbres más altas en el desarrollo personal es suficiente con llegar a un espacio natural en el que sentarse a escribir con un ojo puesto en la libreta y otro en la naturaleza. La contemplación del entorno es la puerta que nos lleva a los espacios más profundos de nuestro interior. Empiezas mirando un árbol y terminas adentrándote en tu propia alma. Descubres tesoros que ni tú mismo sabías que guardabas dentro. La barrera entre lo interior y lo exterior se desvanece. Llegas a sentirte coparticipe del anima mundis, el cual adquiere el particular tono del paisaje que contemplas.
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