Ceuta, 12 de octubre de 2016.
Hoy me he levantado un poco más tarde de lo habitual. No obstante, me he asomado por la ventana a tiempo para contemplar el espectáculo de formas y colores que nos han ofrecido las nubes en el día de la Hispanidad. Para una ocasión tan especial han representado una función inigualable. Sobre un fondo azul que ganaba intensidad desde el horizonte hasta el cielo, han desfilado, a poco lento, como si estuvieran alistadas en el cuerpo de Regulares, las nubes deshilachadas. Una intensa luz roja de aspecto crepuscular las atravesaba y hacían sangrar. Tal y es así que el cielo se volvió de color sangre. Al ser absorbida por las propias nubes blancas, el rojo se volvió naranja. Ajeno a esta sangría, y sin remordimiento por ser él el responsable de estas heridas, ha llegado el astro rey que ha vuelto todo de color dorado.
La sangre que han derramado las nubes me ha traído el recuerdo de las personas que a lo largo de la historia han dado su vida por España y, en particular, por esta ciudad. No merecen que las olvidemos, ni que sintamos ese pudor tan español de expresar con orgullo lo que hemos sido y lo que somos: una gran nación. Como pueblo tenemos nuestras defectos, nadie puede ni debe negarnos, pero también nuestras virtudes. Somos gentes amables, acogedoras, amantes de nuestras costumbres y tradiciones, alegres, divertidas y con una gran capacidad de emocionar y emocionarnos. Esta es tierra de grandes pensadores, escritores y artistas, de personas que se vuelcan en la ayuda a otros países, a pesar de no ser una superpotencia económica. Nuestra historia está plagada de hechos heroicos, de grandes aventuras y de empresas colectivas que han requerido la colaboración de todos.
Si hay un pueblo que saber vivir es el español. Nos gusta pasear por la calle, pararnos a hablar con los vecinos y amigos, tomarnos un café con churros, y una cerveza o vino al mediodía. Nuestras sobremesas son interminables y nuestras tardes deliciosas. La noche no es un estorbo para seguir disfrutando de un buen plato y un buen vino. Todavía hay quien por la noche disfruta con un libro en una mano y un lápiz en la otra para tomar notas. ¿Quién puede estar triste con amaneceres como el de hoy? ¿Quién no ama la vida viendo tanta belleza a su alrededor? ¿Quién no siente que las raíces de su pueblo son profundas al ver a su alrededor tantos yacimientos arqueológicos, murallas y templos? ¿Acaso hay un pueblo en el mundo que sepa gozar de la vida como nosotros? La historia marca el ritmo de nuestro presente y nuestro futuro.
Debemos ser más exigentes con nosotros mismos, pero no para convencer a nadie de nuestra valía ni para creernos superiores a ninguna otra nación o pueblo. La universalidad a la que debe aspirar a la humanidad tiene que ser compatible con la diversidad cultural de todos los pueblos que habitan la tierra. Cada nación, como cada persona, tiene su propia personalidad y, de este modo, contribuye a enriquecer al conjunto de su respectiva sociedad y al mundo en su totalidad. El error común a pueblos y personas es creerse superior a los demás. El egocentrismo y el nacionalismo son expresión de los mismos males: egoísmo, vanidad, presunción, individualismo, codicia, avaricia, etc… La manera de combatirlo es armarnos de humildad, libertad, sinceridad y confianza en lo que cada uno es. Y España debe confiar en lo que es: un gran pueblo, una gran nación. España será lo que seamos los españoles. Luchar por ser cada día mejor persona, más fiel a la verdad, más culto y sabio, más cuidadoso con nuestro patrimonio natural y cultural, más creativo, más implicado en la vida de cada pueblo y social, más combativo y vigilante contra los excesos del poder político, más orgullosos de nuestra historia, más feliz con el éxito ajeno y más activo en la restauración de nuestros bienes naturales y culturales, todo esta serie de esfuerzos individuales son los que harán grande a España. No debemos esperar salvadores ni líderes carismáticos. Las soluciones a nuestros problemas y retos requieren la implicación de todos y cada uno de nosotros.
Termino diciendo que me siento orgulloso, pero sin un atisbo de presunción, de ser ceutí y español. He tenido la suerte de nacer y vivir en Ceuta, una ciudad española que remata con gran belleza el continente africano. Soy lo que soy gracias a la luz de esta ciudad, a sus amaneceres y atardeceres, al mar que la rodea, al verde de sus montes, a la diversidad de sus paisajes naturales, arquitectónicos y humanos. Debo también a este pueblo y a esta nación mi manera relacionarme con la naturaleza y el cosmos, mi principios éticos y morales, los símbolos que, como la bandera, unifican a este pueblo, la creatividad, mi interés por la cultura y el arte. Lo menos que puedo hacer es, en la medida de mis posibilidades, intentar compensarle con mi trabajo todo lo que me ha dado. Por este motivo lucho por la defensa de su patrimonio natural y cultural, sin esperar nada a cambio. Quiero que mis hijos, mis nietos y las generaciones que les seguirán puedan seguir disfrutando de la belleza de este mágico y sagrado lugar. Deseo que ellos tengan la posibilidad de trabajar y dar los mejor de sí por el bien de este país y de esta ciudad. Aspiro a que las gentes de Ceuta no pierdan sus tradiciones, como las salazones, pues este tipo de costumbres son las que aportan personalidad a este pueblo.
Estoy convencido de que nuestro país, España; y nuestra ciudad, Ceuta; son el mejor escenario posible para lograr una vida digna, plena y rica. De nosotros, de nuestro esfuerzo individual y colectivo, depende que lo consigamos.
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