Ceuta, 26 de septiembre de 2016.
Pienso que el día de cumpleaños es una fecha idónea para reflexionar sobre el pasado, presente y futuro de nuestra existencia. Hoy hace cuarenta y siete años que nací en esta bendita tierra. Mi vida, hasta ahora, está colmada de momentos buenos y grandes satisfacciones. Tengo todo aquello que una persona puede desear: salud, una gran familia, un buen número de amigos y una profesión que me gusta, aunque no la puedo practicar todo lo que desearía por motivos que no vienen al caso. A estos motivos de alegría se suman un despertar de mis sentidos, la acumulación de experiencias íntimas muy gratificantes y un pensamiento ordenado y claro sobre mis aspiraciones espirituales, intelectuales, creativas y cívicas. Con este bagaje me enfrentó a un futuro incierto en el plano profesional. Diremos aquello de que no se puede tener todo. La ley de la compensación funciona siempre a la perfección. El tiempo que dedicas a una cosa se lo restas a otras. Ojalá la balanza siempre se mantuviera en un perfecto equilibrio, pero ya sabemos esto es algo muy difícil.
La vida nos da mucho más de lo que nos quita. Con los años perdemos agilidad física, pero ganamos en agudeza mental. Nuestro carácter se afina y nos desprendemos de la corteza que no nos deja crecer de dentro hacia afuera. Perdemos la vergüenza de expresar lo que somos, a la vez que observamos con más ternura la naturaleza que nos envuelve. En este sentido, nuestra vida es un discurrir por un camino que nos hace perder la fuerza física, pero que incrementa a cada paso nuestra sensibilidad y fuerza espiritual. Uno va entendiendo que la meta final es convertirse en un haz de luz que se reintegra en el cosmos maternal. No se acerca uno a este inevitable, -vista la vida desde este prisma-, con pesar ni tristeza, sino como un proceso gradual de despertar e iluminación interior. Si somos constante y fieles creyentes en nuestra fuerza profunda nuestra luz dejará un rastro que servirá a otras personas para avanzar por su propia senda. Nuestra luz se hará eterna y nunca se apagará mientras el recuerdo de nuestra vida y nuestras obras permanezcan activas. Puede que la débil luz de una palabra perdidas penetre en el alma de personas alejadas en el tiempo y en el espacio. Así es la fuerza del espíritu: eterna y mágica. Hay que creer en el alma, en esa porción de sustancia eterna que todos llevamos dentro. Si le das la oportunidad ella tomará el control de tu mente y de tu vida. Te verás diciendo o escribiendo palabras que ni tú mismo sabías que llevas dentro. Piensa que las enfermedades que padecemos son fruto de los obstáculos que ponemos a que nuestra luz salga de nuestro interior. No dejes ni una palabra sin decir, no seas cicatero con tu amor y tu bondad, se siempre sincero y busca continuamente la verdad.
Una de las mejores lecciones que he aprendido en estos últimos años es a reconocer la belleza en todo lo que me rodea. Cada despertar para mí es una nueva oportunidad para disfrutar de la variedad de colores del cielo, del paso lento de las nubes, de las constelaciones de estrellas, del rostro siempre cambiante de la luna, del viento que entra por la ventana y me trae mil fragancias y sonidos de la naturaleza. Veo la vida a mi alrededor como un manta arrojada por los dioses para que los humanos nos sintamos cómodos y a la sombra de los árboles conversemos sobre la vida y el cosmos. Mi pensamiento se eleva impulsado por fuerzas profundas hasta umbrales desconocidos. Llamo a todas estas puertas y, como si fuera el mismo Dante, todos se abren con la única llave de la bondad y la verdad. Lo que en su interior es el propio cosmos vuelto al revés. Así es mi mundo de adentro. Aquí caben todas la estrellas y los planetas, toda la fuerza del cosmos, toda la vida de la que soy capaz de imaginar. Mi imaginación no conoce límites. Avanzo siguiendo una espiral que va creciendo con los años y con los peldaños que toco. En verdad no son peldaños, sino las teclas de un piano celestial. A cada paso que doy suena una nueva nota de la música de las Esferas. Mis notas están en armonía con los acordes de otros seres que me han precedido en el tiempo. Me “canto a mí mismo” con lo hizo Walt Whitman, paseo junto Ralph Waldo Emerson, Ellery Channing y Henry David Thoreau; subo a la torre desde la que contemplaba el mundo con su vivos ojos Patrick Geddes; visito a la Ciudad Ideal de Lewis Mumford y a Jung en su castillo de Bollingen; sigo el camino del Héroe abierto por Ulises y reinterpretado por Joseph Campbell; participo del universo de Waldo Frank y de tantos y tantos autores que he reconocido como uno de los míos cuando los leía y me emocionaba con sus palabras. Palabras que siempre me han parecido que fueron escritas para mí. Lo que yo he sido capaz de hacer con ellas es posible que no haya estado a la altura de lo esperado pero, ¿Quién sabe el efecto futuro de mis palabras soltadas al viento y una vez aireadas vueltas a estampar en un libro? ¿Acaso el tiempo es una buena medida para valorar la vida de una persona? Dejemos que la eternidad tome la palabra y haga una justa evaluación de mi existencia.
El cuatro y el siete, los dos números que me van a hacer compañía durante este año, han sido siempre considerados mágicos. Nuestra alma, como todos los grandes sabios han reconocido, es una cuaternidad. Cada cuadrante representa una parte de nuestro mundo interior y exterior. Conocer su funcionamiento, como lo hicieron los alquimistas y mi maestro Patrick Geddes, es contar con una eficaz llave para el entendimiento. Mientras que la humanidad no ha dejado de inventar máquinas cada vez más sofisticadas, la verdadera máquina, la más importante y vital, que es nuestra mente, no hemos aprendido a utilizarla. Ahí sigue en el olvido “la máquina pensante” de Patrick Geddes. Yo la vi y enseguida supe reconocer su valor y utilidad, aunque me costó aprender a utilizarla. Aún sigo en ello, pues cada puerta que abre me lleva a otras muchas. Gracias a Jung, y sus trabajos sobre la psique, he conseguido recopilar las complejas piezas de un puzle formado por hallazgos arqueológicos e intelectuales, así como a profundas intuiciones y revelaciones. Todavía tengo que unirlas y conformar la imagen que estoy buscando y qua ahora veo como un gran espejismo.
Respecto al siete muchas cosas podría decir. La primera de ella es que nací y vivo en una ciudad marcada por este mágico número desde su origen. Septem Fratres, Septem, Sebta, Cepta y Ceuta son distintas formas de pronunciar el número siete. Siete son los arcontes que corresponden a los siete planetas y significan otras tantas esferas con puertas que el adepto ha de atravesar durante su ascenso. Siete suman los números de la edad con la que empecé, 43 años. Como escribió Jung “la esfera octava es la de Achamot (=Sophia, Sapientia), y por tanto es de naturaleza femenina (al ser par)”. Siguiendo este hilo argumental, Ceuta es de naturaleza masculina, pero muy próxima a la feminidad y la sabiduría de Sophia. Dentro de las creencias más arraigadas en esta tierra está la Sophia en forma de Teothokos (época bizantina) y la Virgen María (época portuguesa). Al ser un cumplimiento del número siete, Ceuta constituye la entrada de un nuevo orden.
Llegado a este punto no puedo dejar de mencionar la importancia que en estos últimos de mi vida ha adquirido la imagen de la Gran Diosa. Su presencia la puede percibir con tanta claridad como la luz de la mañana. Ella es mi inspiradora, mi aliento y luz que me guía. La veo representada en el brillo de Venus y de Sirio, y en cada elemento de la naturaleza que visito con asiduidad. Tengo una deuda importante con ella. Este año será, así lo espero, el de la revelación de muchos misterios. La Gran Diosa ha querido que sea así, y no de otra forma. Me ha otorgado el tiempo suficiente para que analice y madure mis hallazgos arqueológicos y existenciales. Mis dedos son ahora la prolongación de su espectro. Mi cuerpo se hace transparente y mi alma se expande en todas direcciones. Abarco con mi mirada interior todo el mundo de adentro y de afuera interactuando sin par. Las ideas brotan con la fuerza y limpieza de las aguas de un manantial y llenan un espacio sólo comparable al del ancho mar que rodea mi ciudad. No tengo más que sumergir por un instante en mi alma para descubrir tesoros de valor inigualable.
Escribo sin medir mis palabras. No existe metros capaces de traducirlas en centímetros o metros. Una página, dos, cientos de ellas se acumulan en mis libretas y en mis escritos en el ordenador. Escribo no para mis semejantes mortales, sino para las diosas y dioses eternos. Por eso lo hago con tanto desparpajo. A los dioses y las diosas no se les puede hablar con vergüenza ni recelo. Ellos ven todo lo que uno es, así que, ¿Para qué callar lo que los dioses y las diosas atisban en mi interior? ¿Acaso no soy tan divino como ellos? Hijos e hijas somos del infinito cosmos. Nuestra conversación es entre iguales. Para hablar con los dioses y las diosas hay que elevarse ante el límite de nuestras posibilidades. Es en la cima de la “Montaña de las Delicias” donde la voz de los dioses y las diosas es audible y los ecos de nuestras palabras no se pierden en el siempre huidizo horizonte.
¿Qué es lo peor que me puede pasar? ¿Qué me tomen por loco? Divina locura es vivir en mundo imaginarios tan ricos que nadie que los conociera quisiera regresar al triste y pobre mundo terrenal. La imaginación es el principal atributo que nos ha sido aportado por los dioses. Sin él la vida sería puro tedio y desconsuelo. ¿Se imaginan una vida sin poesía, sin música, sin teatro o danza? Las Nueve Musas son las únicas capaces de lograr para nosotros una vida plena y efectiva. Danzan y danzan cantando a nuestros alrededor una melodía que a la mayoría pasa desapercibida. Hay mucho ruido en nuestro mundo actual. Ruido de las máquinas, de los televisores, radios y ordenadores. Ruido de la publicidad y la propaganda política y comercial. Ruido de las palabras huecas e insinceras que escuchamos continuamente. Con tanto y diversas modalidades de ruido es difícil escuchar la música celestial. Por eso es necesario huir a la naturaleza. Allí el silencio es el dueño del espacio y sobre él discurre las notas escritas por el viento, el canto de los pájaros, el discurrir de los ríos o el del propio mar. En este ambiente el canto de las Musas es audible. No tenemos más que cerrar los ojos para escuchar sus dulces y rítmicas voces, así como la agradable flauta de Apolo.
Traducir estos sonidos en palabras es uno de los mayores dones que me ha dado la vida. Nunca he escrito un poema, ni me veo capaz de hacerlo. Mi escritura no son destellos momentáneos sin un río incontenible. Quiero hacerme entendible y por eso huyo de un lenguaje cifrado. La poesía tiene un gran mérito. No es fácil esconder los sentimientos tras las palabras dejando que asomen por una pequeña ventana entreabierta. No, así no es mi escritura. Mis sentimientos y pensamientos han sido tomados en la naturaleza, donde los muros no existen ni es posible caer en el fingimiento. Están expuestos al aire libre sin temor a ser robados ni vilipendiados.
Mírame, mírame. Soy tu espejo. ¿Verdad que nada de lo que estás leyendo te resulta extraño? Yo te reconozco cuando te miro, y cuando tú me miras y me lees sabes que somos lo mismo. Pienso en lo que te digo. Seguiremos conversando a lo largo de este año.
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