Ceuta, 14 de septiembre de 2016.
Sé que hay muchas personas que no pueden disfrutar del espectáculo que ahora presencio. Me encuentro sentado en las gradas superiores de uno de los más magníficos anfiteatros del mundo: la ladera norte del Monte Hacho. Desde aquí contemplo un paisaje sublime y extraordinario. Hoy sopla un acusado viento de poniente. El aliento de Céfiro es frío y fuerte. Balancea mi cuerpo y los tallos secos de los cardos chirrían como las bisagras de una vieja puerta. El viento trae también el canto melodioso de los pájaros y el olor característico de las numerosas olivardas que me rodean.
El cielo muestra una transparencia deslumbrante, jaspeado por ligeras nubes blancas. En apariencia inmóviles y colgadas en el horizonte por cáncamos invisibles atisbo pequeñas nubes que decoran la franja de cielo que se apoya sobre la orilla septentrional del Estrecho de Gibraltar. Observo igualmente embelesado la curva que el mar y la tierra dibujan en el punto de unión entre el Atlántico y el Mediterráneo. De pie, empujado por el viento, escribo como un espía enviado por los dioses para que les informen sobre el estado de sus más queridas posesiones. Me siento halagado por recibir tan gratificante misión y elevo mi mirada hacia el cielo en señal de agradecimiento.
Desde esta posición veo a Ceuta como el último refugio que tenían los primeros navegantes de la antigüedad antes de adentrarse en el profundo y misterio océano, dominado por los descendientes del Atlante. La bahía de Ceuta era el lugar ideal para rendir culto a la Gran Diosa Madre, la naturaleza. Desembarcan aquí para pedir suerte en las aventuras que a estos intrépidos marineros les esperaban más allá de la columnas de Heracles.
Visto el Estrecho desde esta altura los detalles pierden importancia. El mar es el elemento dominante. Su aparente calma transmite la sensación de que estoy a los pies de un gran lago que es llenado en este instante con las aguas procedentes de un enorme manantial, el Océano Atlántico. No puedo ver su fondo, pero sé a ciencia cierta que no es un mar inerte, sino lleno de vida. Bajo la superficie de este amplio círculo azul bulle la vida en multitud de formas, colores y tamaños.
Un barco pesquero que a esta hora del mediodía regresa al puerto ceutí es buena prueba de la riqueza de estas aguas.
Otros barcos, de mucho mayor calado, con sus proas mirando al Atlántico, fondean en la entrada de la bahía de Ceuta. Aquí hacen acopio de suministros y combustible antes de seguir su travesía. El avituallamiento de barcos, junto a la pesca, han sido dos de las principales actividades de las gentes de esta ciudad. Del fondo del mar que admiro ahora se han recuperado una gran cantidad de ánforas y anclas púnicas y romanas que atestiguan el carácter marinero de esta ciudad. Por desgracia, los trabajos pioneros en arqueología submarina realizados por Juan Bravo no han tenido continuidad en el tiempo. Aún quedan muchos arqueológicos depositados sobre este lecho marino.
Ahora que presto atención me doy cuenta de que un ejército de pequeñas nubes está desfilando a paso marcial por la costa norte del Estrecho. El cielo cambia su aspecto a cada momento. Las nubes situadas en medio del canal marino aparecen difuminadas por el intenso viento.
Aunque estoy sentado al sol empiezo a sentir algo de frío. Para combatirlo empiezo andar sin dejar de escribir y busco refugio a sotavento de los muros de la fortaleza del Hacho. Mi nueva ubicación mira hacia Oriente teniendo como punto de referencia el faro de Ceuta. Sobre su linterna vuela un par de aves rapaces. Una de ellas, dibujando círculos, se dirige hacia donde me encuentro y la puedo fotografiar. Se trata de un bello ejemplar de milano negro.
Rodeado de altabacas percibo con claridad su intenso aroma y me entrego en coger algunas moras. El contraste de colores deleita a mis ojos. El celeste jaspeado del cielo, el azul del mar, el blanco del faro, el beis del suelo y los muros de la ciudadela militar, junto al verde de los pinos, componen un cuadro de gran belleza.
Podría estar aquí horas y horas sin dejar de escribir inspirado por toda la belleza de este día y de este lugar. Ahora debo regresar a casa, pero no vuelvo con las manos vacías. Llevo conmigo los recuerdos y los apuntes de una mañana inolvidable. Estos regalos que me entrega generosamente la naturaleza son los más queridos para mí. Cada que me llama para recogerlo no dudo en acudir presto, con todos mis sentidos despiertos y las puertas de mi alma abiertas de par en par. Pienso que estos presentes son señuelos que me envía la Madre Tierra para que acuda junto a ello. Todos, incluido ella, necesitamos que alguien nos escuche con atención, sintiendo que nos aman y aprecian. Cuento lo que me dice la Gran Diosa sin ambages ni cuentos.
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