Ceuta, 6 de septiembre de 2016.
Estábamos Sofía y yo en el cuarto de juegos y ella se ha fijado en la antigua radio de mis abuelos que guardo de recuerdo. Al observar su interés en este vetusto aparato le he comentado a mi hija que fue de mis abuelos. Con la curiosidad que caracteriza a los niños me ha preguntado que dónde estaban mis abuelos. Mi respuesta ha sido que en el cielo. Que se hicieron muy mayores y subieron al cielo. Todos, le he dicho a mi pequeña Sofía, cuando nos hacemos muy mayores volamos al cielo y desde allí cuidamos a las personas que queremos.
Con los ojos algo desencajados me ha seguido interrogando: ¿Yo también iré al cielo? Y le he contestado: “cuando seas muy mayor, mayor, para lo que te falta todavía mucho, mucho tiempo, irás al cielo”. Y entonces se ha puesto a llorar de manera inconsolable diciéndome: ¡Yo no quiero al cielo! ¡Yo no quiero ir al cielo!
Sofía es muy pequeña, le faltan cuatro meses para cumplir cuatro años, y hoy ha sido su primer conocimiento de algo tan difícil de asumir como la muerte.
Nos aterra la muerte porque la asociamos a la no existencia consciente. Es un hecho traumático por el sufrimiento que experimentamos nosotros mismos y el que padecen las personas que nos quieren. Cuanto más ama uno la vida, más cuesta desprenderse de ella. Quizás por este motivo sería conveniente pensar, como dice el empresario italiano Brunello Cucinelli, que no nos poseedores de la vida, sino sus meros custodios durante un tiempo limitado, pero con la capacidad de embellecer el mundo. Resulta alentador tener en la mente las palabras de Marco Aurelio: “Cálmate. Apoya a la humanidad. Vive en armonía con la naturaleza. Vive como si fuera el último día de tu vida”.
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