Ceuta, 12 de diciembre de 2015.
Cuando he llegado al mirador aún lucían con su habitual brillo Venus y Júpiter. La luna ofrece su cara oculta, aunque sigue ahí. Una alta pirámide de nubes oculta el horizonte. No obstante, el sol ha buscado refugio en el mar Mediterráneo y su presencia empieza a notarse con las líneas rosáceas que surgen sobre el mar. Un mar que se agita como si estuviera herido. Sus lamentos se escuchan con fuerza al romper las olas contra los acantilados del Hacho.
La humedad es tan intensa al alba que no me puedo sentarme en los bancos de piedra que han situado en este lugar para aquellos pocos locos que nos gusta recibir al sol cada mañana. Así que me veo obligado a escribir de pie estas improvisadas letras.
Para ver más de cerca el amanecer y las olas he bajado hasta la cala del Desnarigado ¡Menudo espectáculo he contemplado! El sol ha salido con la misma fuerza que las olas que rompen en el saliente en el que me he sentado a escribir. El sonido del mar es estruendoso. Con razón escribió William Blake que “el rugir de los leones, el aullar de los lobos, la cólera del mar huracanado y la espada destructiva, son trozos de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre”.
El mar entra en esta pequeña bahía con una fuerza inusitada y deja un rastro de espuma blanca y azulada. Los rayos del sol atraviesan las crestas de las olas y permiten apreciar su pureza. La verdad de la naturaleza está contenida en estas olas. Entiendo que la furia del mar no es violencia, sino muestra del poder divino. No existe en la naturaleza eso que los humanos llamamos rencor, vergüenza, envidia o egoísmo. Por el contrario, sus cualidades son la justicia, la sabiduría y la belleza. La naturaleza es acogedora, generosa y exuberante, y algo coqueta. Le gusta que los escritores y poetas nos acerquemos a ella con humildad para loar su singular belleza y su incontenible creatividad.
Todos los días que las nubes lo permiten me asomo al despertar por la ventana para contemplar los planetas y las estrellas. Cada día es distinto, pero los protagonistas son los mismos. Al igual sucede con el entrañable juego de las nubes y el sol. Precisamente él calienta ahora mi cuerpo y me siento feliz y alegre. Pero prefiero cambiar de lugar. Me acerco a la orilla para escuchar otros acordes de la sinfonía del mar y me dirijo sin pensar al extremo oriental.
Una gaviota me acompaña desde una roca cercana. Mira adonde yo miro y, de vez en cuando, cruzamos nuestras miradas. Ella emite graznidos como si quisiera hablarme y sé que quiere decirme. Me dice que la belleza del mar es un símbolo de la eternidad y que si bien ella es una humilde gaviota y yo un mortal humano sabemos apreciar su majestuosidad. Envidio su serenidad y la posibilidad que tiene de contemplar la naturaleza desde estos luminosos y limpios cielos de Ceuta. De pronto recuerdo mi compromiso con mi querido amigo Javier Gomá. Quede con él en dedicarle el siguiente amanecer que contemplara a su padre recientemente fallecido. Mi amiga la gaviota, recibe a una compañera, y ambas me dicen que esté tranquilo mi amigo Javier. Don José Enrique Gomá Salcedo ha sido acogido como se merece en el reino de la eternidad. Su alma es tan limpia como el mar que se agita junto a mí y salpica mis pies. Se ha ganado el derecho a disolverse en el gran océano del cosmos y a seguir bañando con su imperecedero recuerdo las almas de sus seres queridos.
La pareja de gaviotas me despiden al unísono con un vibrante graznido y les digo que se han ganado el derecho de figurar en estas páginas destinadas a la eternidad en la que ya reside por justicia y con solemnidad Don José Enrique Gomá.
Deja un comentario