El cielo está igual de gris que mi ánimo. Anoche toda la familia estuvimos viendo el Canal 24 de RTVE y atentos a las páginas web de los periódicos para conocer los detalles de los ataques terroristas perpetrados en el mismo corazón de Paris. Las noticias que recibíamos nos dejaron a todos sin habla. La cifra de asesinados no dejaba de crecer y el caos se apoderó de la capital de Francia. Los asesinos habían conseguido su objetivo: provocar el desconcierto y el pánico.
Este tipo de actos terroristas ocasionan un grave daño en nuestro estado psicológico. Caemos en un estado de shock. Nos cuesta asimilar que algo así pueda estar ocurriendo en las calles de la cuarta potencia mundial. No terminamos de entender que haya personas dispuestas a asesinar, con sangre fría, a personas desconocidas. La vida es demasiado valiosa para que alguien te la arrebate de una manera tan cruel y despiadada. Si lo hacen es porque para estos asesinos la vida de los demás no tiene valor algo. Ni siquiera la suya propia. Están dispuestos a sacrificarla por unos ideales contrarios a la bondad, la verdad y la belleza. Su criminalidad es el resultado de un pensamiento viciado. Nada tiene que ver con las condiciones económicas y sociales de estos asesinos. Es, principalmente, una cuestión de carácter individual e ideológico. La sociedad está exenta de cualquier responsabilidad por esta clase de comportamiento antisocial. Estamos ante un problema de orden ético.
Los ideales religiosos tienen un fuerte componente ético. En los libros sagrados de las principales religiones del mundo, e incluso labrados en piedra, figuran los fundamentos y los principales éticos que deben seguir sus creyentes. Todas las religiones llamadas del Libro comparten su carácter patriarcal y sus rígidas doctrinas. Los patriarcas de estas religiones consideraban necesario salvaguardar la Verdad Suprema impidiendo cualquier búsqueda individual de la verdad. El Islam fue especialmente hábil en este objetivo estableciendo que su libro sagrado, el Corán, había sido directamente dictado por su Dios. No hay posibilidad de interpretación. Cuestionar el Corán es lo mismo que poner en duda la palabra divina.
El islam carece, según Waldo Frank, de “la autonomía del sistema para la creación de las ideas, por medio de la cual la vida se recrea. El lenguaje literarios de los árabes es el mismo que el del Corán, porque el dogma declara que la maraña de los escritos de Mahoma es perfecta, y….¡Quién se atreverá a cambar lo que es perfecto!. Se puede decir que “la idea del islam ha impedido su propio crecimiento”. Esta muerte por inanición, que es patente en el Islam moderno, está ya implícita en su origen.
Desde mi punto de vista, es necesario que los musulmanes aborden una profunda autocrítica en torno a la idea que sostiene su manera de entender la vida…y la muerte. Tarea harto complicada si no son capaces de romper los férreos vínculos que les unen con unos textos que fueron redactados para que nunca fueran cuestionados o interpretados. Lo único que podemos solicitar a los musulmanes es que, si ellos mismos no son capaces para salir de la cárcel ideológica en la que se han cerrado de manera voluntaria, al menos permitan que quienes estamos fuera de su “idea” podamos ayudarles a escapar de un presidio del que nosotros pudimos salir hace varios siglos por medio de la ilustración y la razón.
No existe la Verdad Absoluta. Esta supuesta Verdad Absoluta ha sido la excusa que siempre han utilizado unos pocos para imponer su voluntad a los demás. La verdad siempre es una búsqueda. No hay nada inmutable en el cosmos. Todo está en continuo proceso de evolución y transformación. No podemos aferrarnos a un moribundo cuerpo doctrinario ni a una identidad tribal para no hundirnos en el proceloso y agitado mar de la imparable mundialización. Para sobrevivir al tsunami de un tiempo acelerado debemos nadar animados por la fuerza del amor hacia formas de belleza y verdad. Algunos se empeñan en nadar contracorriente y esto sólo les provoca odio y rencor.
Un requisito indispensable para la búsqueda de la verdad y el progreso individual y colectivo es la libertad. Una libertad de la que tenemos que dar un buen uso y estar dirigida a un fin elevado. Este fin no es otro que alcanzar la sabiduría y lograr una vida digna, plena y rica. Las leyes tienen como principal objetivo regular esta libertad individual para que no afecte al Bien Común.
Para que todos tengamos la posibilidad de desarrollar todo nuestro potencial y contribuir de este modo a la renovación de la vida surgió el concepto de igualdad. Una igualdad de origen, pero no de destino. Todos nacemos iguales en dignidad y tenemos que asegurarnos de que todas las personas puedan acceder a la mismas oportunidades de gozar de un entorno ambiental, económico y social acorde con la condición humana.
Como seres sociales contamos como atributos esenciales nuestras capacidades de comunicación, cooperación y comunión, los cuales dependen, a su vez, de símbolos comunes que nos aportan significado, función y valor. Precisamente por el esfuerzo que hacemos para lograr significado, forma y valor se realizan las potencialidades del ser humano y su verdadera vida es elevada, a su vez, a un potencial superior.
La comunión a las que nos referíamos con anterior es la misma que figura en el lema de la República francesa bajo el apelativo de fraternidad. Los seres humanos, más que nunca, estamos en común unión (comunión). Nos enfrentamos a retos mundiales que requieren respuestas globales. Nuestro destino individual depende cada día más del estado general del mundo. No tiene mucho sentido que sigamos empeñándonos en esta disparatada lucha por imponer a los demás nuestras ideas y nuestra voluntad de poder estéril y de dinero superfluo.
Si deseamos vencer al terrorismo islamista tenemos que hacerlo reforzando nuestro esfuerzo consciente en el surgimiento de una espiritualidad omniabarcante y cosmopolita que deje atrás a las religiones doctrinarias y tribales. Libres de estas ataduras mentales debemos emprender el cultivo del amor a la vida y el fomento de la bondad entre los seres humanos. No estamos hablando de un amor bucólico, sino de una bondad en acción. Esto supone trabajar de manera constante y persistente por las mencionadas libertad, igualdad y fraternidad.
De igual modo, debemos poner toda nuestra capacidad intelectual al servicio de la síntesis científica y filosófica que nos lleve a la sabiduría. El amor, la sabiduría y el arte son la base de un Mundo Nuevo que debemos construir de manera sinérgica entre todos los hombres y las mujeres de buena voluntad.
Pasado el duelo por la pérdida de tantas víctimas inocentes en los atentados de Paris, y en otros lugares del mundo, no podemos caer en el desaliento. El nuestro no es un tiempo para hombres y mujeres de corazón débil. No importa lo accidentado de los obstáculos a los que nos enfrentemos. Debemos seguir adelante, no cómo el Peregrino de Bunyan, atendiendo a los Sabios Mundanos que son torpes ante el peligro y temorosos ante la promesa de un Mundo Nuevo.
Ayer volvimos a ver la Ciudad de la Destrucción, pero si no nos hundimos en el Pantano de la Desconfianza podemos encontrar el camino a las Montañas de Delicias y a esa hermosa tierra donde el sol brilla día y noche. Las sombras que ahora nos rodean establecen la altura de la cima que tenemos que alcanzar.
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