Ceuta, 13 de septiembre de 2015.
Esta mañana he madrugado para contemplar el amanecer. Cuando me asomé por la ventana vi el cielo limpio y vetado de nubes rosáceas. En el firmamento la luna se había apagado y el lucero del alba hacía guardia mientras salía el sol. Recibo a los primeros rayos del sol sentado en la misma playa en la que este verano he pasado largas horas de meditación y baño.
El tiempo está cambiando. El bañador lo he sustituido por el pantalón y la camiseta la cubre un fina rebeca. Intuyo que dentro de poco me desprenderé de ella.
Con la llegada del sol vuelven los colores, aunque el dominante en este momento es el dorado. Las piedras vuelven a ser grises y negras; y las algas marrones y verdes. El azul intenso y oscuro del mar contrasta con el amarillo del horizonte, el blanco de las nubes y el celeste del cielo.
Todo está en aparente calma. El mar parece dormido. Las olas llegan a la orilla sin hacer apenas ruido. La ciudad duerme en este domingo luminoso que anuncia el otoño.
Las gaviotas empiezan a llegar a la playa. Vuelan sobre el mar para estirar las alas dejándose llevar por la brisa marina. Esta misma brisa perfuma el ambiente con olor a mar, que se mezcla con el intenso aroma de las algas marinas arrastradas por la corriente hasta la orilla.
Cojo entre mis manos un puñado de piedras. Su tacto es suave y, a esta hora, frio. El sol todavía no las ha calentado. Tienen todo mi respeto. Llevan en este lugar mucho tiempo antes que el ser humano se asomará a estas costas. Han sido batidas por el mar durante cientos de años hasta adoptar su forma redondeada. Ahora son el confortable manto sobre el que me siento a escribir.
Respiro de manera consciente. Inspiro con fuerza llevando a mis pulmones el aire cargado de sal. Y expiro con suavidad. Apoyo la espalda sobre la roca. Durante unos minutos cierro los ojos, apago mis pensamientos y enciendo mis sentidos. Experimento una agradable sensación de bienestar y felicidad.
Mi pensamiento vuelve a fijarse en el mar que tengo a mis pies. Me siento una parte integrante de la naturaleza y del cosmos. Abro el prisma de mi visión. Me situó en la geografía de Ceuta. Sigo aumentando la escala y observo el Estrecho de Gibraltar con la estratégica posición que en él ocupa Ceuta. Ahora veo la Península Ibérica, Europa, Asia…Mentalmente me ubico en el espacio exterior para apreciar la majestuosa belleza de la tierra. Me pierdo en la inmensidad del universo, donde el tiempo y el espacio pierden su importancia. Todo es eterno, unido a un origen sin fin.
Desde esta perspectiva la vida adquiere otra dimensión. Es un regalo disfrutarla de una manera plena y consciente. Somos seres dotados de una increíble capacidad de consciencia y trascendencia. Tenemos, además, la posibilidad a nuestro alcance de ser cocreadores del cosmos. Hacemos el mundo a la vez que lo pensamos, pero también hemos desarrollado un enorme poder de transformación de nuestro entorno. No estamos aquí para modificar a nuestro antojo la faz de la tierra con nuestras máquinas excavadoras, ni para contaminar los ríos y los mares con todo tipo de residuos, como los que se mezclan con las algas que tengo junto a mí. No. Estamos aquí para cuidar y gozar de la vida; y para cultivar nuestro propio jardín y ver crecer los lirios. Este jardín tiene una doble dimensión: una interior y otra exterior. Somos una semilla plantada por la Madre Tierra en el vientre de nuestra propia madre.
Desde que nacemos nuestros padres cuidan de que el tallo crezca sano y fuerte, con profundas raíces en la propia tierra a la que pertenecemos y a la que, tarde o temprano, volveremos. En la escuela cultivamos nuestra mente y nuestro cuerpo, o al menos así debería ser. Por desgracia, en el vigente modelo educativo separan a los niños y niñas de la naturaleza para encerrarlos entre cuatro paredes. Quieren educar nuestro intelecto ignorando nuestros sentidos y sentimientos. Nuestra innata curiosidad por todo lo que nos rodea es poco a poco anulada por un sistema de uniformiza y atomiza a los seres humanos. Nos vamos marchitando por la falta de luz, aire fresco y abono espiritual. Las ideas propias no fluyen por la falta de alimento y el cauce de la imaginación se seca.
Nuestro deficiente cultivo interior afecta al gran jardín que es la tierra. Pocos aprecian su bondad y belleza. Pocos captan la verdad que representa el árbol de la vida. Pero las cosas están cambiando. Un nuevo amanecer ha llegado para la humanidad. Por todo el mundo están surgiendo personas dotadas para amar la naturaleza y apreciar su serena belleza. Puede que en términos cuantitativos seamos pocos, pero en términos cualitativos tenemos una fuerza extraordinaria: la del amor. Amamos a la naturaleza y a todas las criaturas que la habitan. Buscamos la verdad de manera autónoma y expresamos nuestros sentimientos y pensamientos por todo tipo de medios. Imágenes, sonidos y palabras cargadas de esperanzas están llegando al alma de muchos personas despertando su espíritu dormido.
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