Ceuta, 12 de enero de 2018.
En los últimos meses he logrado un avance sustancial en tres de los principales asuntos que ocupan mi mente: el estudio del espíritu de Ceuta, la interpretación de los hallazgos arqueológicos que he realizado en los últimos años y mi propio proceso de individuación. Me resulta muy difícil diferenciarlos, ya que esta trinidad mantiene un elevado grado de interrelación entre sus componentes. Antes de llegar a esta trinidad dediqué mucho tiempo y esfuerzo a estudiar e intentar comprender el diagrama de la espiral de la vida de Patrick Geddes. No ha sido hasta ahora que he entendido que esta “máquina pensante”, como le gustaba llamarla el propio Geddes, no es otra cosa que una versión personal de este pensador escocés de un mandala o, lo que es lo mismo, una proyección del “sí mismo”. Decimos que es una versión de una idea elemental o arquetipo, como le gustaba denominarlo a Carl Gustav Jung, ya que el “sí mismo” es un único y personal, pero responde a un mismo esquema. Como estructura formativa, no existe una plasmación única del “sí mismo” bajo la forma de un mandala, e incluso puede manifestarse, como veremos en una piedra o en una figura suprema al que llamamos “Gran Hombre/Mujer” o Anthropos. Llegamos a conectar con “el mismo” después de una evolución interior que C.G. Jung denominó proceso de individuación.
El proceso de individuación, como decimos, fue analizado y descrito por C.G. Jung, y su estudio continuado por sus discípulos, entre los que destacaron Marie Lousie Von Frank. La escuela junguiana maneja conceptos complejos que requieren, para su comprensión e interiorización, un largo proceso de estudio y reflexión. Ya al final de su vida, Jung aceptó el ofrecimiento del periodista televisivo John Freeman de preparar una obra de carácter divulgativo que acercara sus ideas al público en general. Aunque al principio se mostró reticente a aceptar esta invitación al final lo hizo y puso como condición que él elegiría a las personas que le acompañaría en esta empresa y que él supervisaría todo el trabajo de redacción y corrección (Freeman, 1995: . El resultado fue la obra “El hombre y sus símbolos”. Este libro comienza con un extenso artículo del propio Jung, al que sigue un análisis de Marie L. Von Franz sobre el proceso de individuación.
El proceso de individuación lleva implícito la asunción de un principio fundamental: que la psique humana se rige en función del diálogo, confrontación y acuerdo de parejas de opuestos, llamados cigicias. Los miembros de pareja de opuestos pueden agruparse en lo que llamamos principios masculino y femenino. Ambos están presentes en la mente tanto de hombres como de mujeres, aunque con distinto peso e influencia. A lo femenino en el hombre, Jung lo denominó “ánima” y al masculino en la mujer, “animus”.
Respecto al ánima, Marie Louise Von Franz decía que “es una personificación de todas las tendencias psicológicas femeninas en la psique de un hombre, tales como vagos sentimientos y estados de humor, sospechas proféticas, captación de lo irracional, capacidad para el amor personal, sensibilidad para la naturaleza y, -por último, pero no menos importante-, su relación con el inconsciente” (Von Franz, 1995a: 177). El ánima cumple una importante función en el hombre, ya que, cuando le resulta difícil discernir hechos que están escondidos en su inconsciente, el ánima le ayuda a desenterrarlos. Todavía es más importante la función que desempeña el ánima de coordinar la mente del hombre con sus valores superiores y, de esta manera, le permite excavar aún más profundo en su psique. Al sintonizar con la voz interior que pugna por hacerse oír permite escuchar los mensajes que llegan desde el “Gran Hombre”. De este modo, “el ánima adopta el papel de guía, o mediadora, en el mundo interior y con el “sí mismo”. Es el papel de Beatriz en el Paraíso de Dante, y también el de la diosa Isis cuando se le aparece a Apuleyo, con el fin de iniciarle en una forma de vida más elevada y más espiritual” (Von Franz, 1995: 180 y 182).
Gracias al ánima podemos vislumbrar que nuestra misión personal tiene un valor y una función trascendente. Si dedicamos tiempo y esfuerzo a meditar sobre el significado simbólico de las imágenes del ánima en nuestra alma podremos completar el propósito de nuestra existencia. De alguna manera, el ánima sirve de mediadora entre la parte consciente de nuestro ser y el “sí mismo” (Von Franz, 1995: 185). Puede que esto resulte demasiado filosófico, pero, en la práctica, el ánima desempeña una labor muy importante como guía en el interior. Esta función positiva se produce “cuando un hombre toma en serio los sentimientos, esperanzas y fantasías enviadas por su ánima y cuando los fija de alguna manera: por ejemplo, por escrito, en pintura, escultura, composición musical o danza. Cuando trabaja en eso pacientemente y lentamente, va surgiendo otro material inconsciente más profundo salido de las honduras y conectado con materiales anteriores. Después de que una fantasía ha sido plasmada de alguna forma, debe examinarse intelectual y estéticamente con una realización valorizada del sentimiento. Y es esencial mirarla como a un ser completamente real; no tiene que haber ninguna secreta idea de que eso es “solo una fantasía”. Si esto se realiza con devota atención durante un largo periodo de tiempo, el proceso de individuación se va haciendo paulatinamente la única realidad y puede desplegarse en su forma verdadera” (Von Franz, 1995: 186).
En mi caso particular, llevo más de cuatro años plasmando por escrito los sentimientos que me llegan desde mi ánima. El resultado son once cuadernos repletos de percepciones captadas en la naturaleza, de emociones, pensamientos, sueños y proyectos. Al releerlos voy encontrando fragmentos del núcleo más profundo e íntimo de mi ser que me sirven para mejorar en autoconocimiento y progresar en el proceso de individuación. En este proceso he pasado por las cuatro fases de evolución que es posible distinguir en el crecimiento del ánima. En un primer momento, mi lado femenino se mostró bajo la figura de Eva, la cual representa relaciones puramente instintivas y biológicas. Todos los hombres pasamos por esta fase en la que nos inquieta de manera especial el sexo y los placeres mundanos. Con el tiempo, y en parte superpuesta a esta manifestación del ánima, surge en mí el interés por la ciencia arqueológica, la filosofía, la literatura y, en especial, la conservación del patrimonio natural y cultural. La lectura de las obras de autores trascendentalista como Henry David Thoreau o Walt Whitman me animaron, -nunca mejor dicho-, a salir a la naturaleza y empezar a plasmar por escrito las manifestaciones de mi ánima. Comenzaba así, la segunda fase del ánima personal, que alcanza un mayor nivel romántico y estético. El salto hacia la dimensión espiritual del ánima, -la tercera de las fases descritas en el crecimiento del ánima definidas por Marie Louise Von Franz-, lo di con mis escritos sobre el espíritu o genius loci de Ceuta y, sobre todo, con el hallazgo del exvoto con la representación de la Gran Diosa y el betilo hermafrodita que encontré en la excavación arqueológica en la calle Galea.
Por último, llegó el cuarto tipo de ánima que “lo simboliza la Sapiencia, sabiduría que trasciende incluso lo más santo y lo más puro”. Otro símbolo de este tipo de ánima es la Sulamita del Cantar de los Cantares de Salomón (Von Franz, 1995a: 185). Mi estudios paralelos sobre el espíritu de Ceuta y los hallazgos arqueológicos que he tenido la fortuna de descubrir en los últimos años, así como gracias a la lectura de obras claves en mi devenir personal como “Mysterium Coniunctonis” de Jung, me ha permitido llegar a la Sophia gnóstica, la Sulamita y la reina de Saba. Todas estas representaciones del ánima constituyen distintas manifestaciones del ánima superior y de la sabiduría trascendente y elevada. A la referida reina de Saba llegué, de manera intuitiva, tras el estudio del molde de exvoto de Jerez de la Frontera (Enamorado y Pérez, 2017).
Una vez alcanzado el máximo nivel de evolución del ánima aparece, según M.L. Von Franz (196), una nueva forma simbólica que representa el “sí mismo”, el núcleo más íntimo de la psique. En caso del hombre se manifiesta como iniciador y guardián, anciano sabio, espíritu de la naturaleza, etc…Este anciano viejo es análogo al hechicero Merlín o al mismo Hermes (Von Franz, 1995a: 196), como también lo es al célebre Al Khadir. Desde que comencé mi propia aventura personal, que me está llevando a completar mi proceso de individuación y al desvelamiento del espíritu de Ceuta, he sentido muy cerca la inspirador de Al Khadir. Él fue quien me suscitó el interés por conocer el significado profundo de Ceuta. En esta etapa de mi vida, Al Khadir me sirve de guía en la culminación de mi proceso de individuación, que pasa por el conocimiento de mí mismo y del genius loci de Ceuta. Él me indica la ubicación de la fuente de la eterna juventud en estos momentos de inicio de la era de Acuario. Al examinar la naturaleza y el universo, en vez de buscar y encontrar cualidades objetivas, “el hombre se encuentra a sí mismo”, según la frase del físico Werner Heisenberg (307).
Las referidas cuatro etapa del ánima, que me han conducido al punto en el que me encuentro, tienen mucho que ver con la geografía sagrada de Ceuta y el Estrecho de Gibraltar. El arquetipo del sí mismo aparece bajo dos formas principales: una personificada, que es “El Hombre Cósmico”, una figura que todo lo abarca y que personifica y contiene a todo el universo. Y otra geométrica que es el mandala. Respecto a la forma personifica del “sí mismo”, comentaba M.L.Von Franz que “el Hombre Cósmico se ha identificado en gran parte con Cristo, y en Oriente con Krishna o Buda. En el Antiguo Testamento esta misma figura simbólica aparece como “Hijo del Hombre” y en el posterior misticismo judío se le llama Adán Kadmon. Ciertos movimientos religiosos de los últimos tiempos de la antigüedad, lo llamaron simplemente Anthropos. Como todos los símbolos, esta imagen señala un secreto inconocible: el desconocido significado definitivo de la existencia humana (Von Franz, 1995a: 202). Cuando encontramos a este Gran Hombre interior se calman el fluir de las representaciones del ego (que va de un pensamiento a otro) y también lo hacen los deseos (que corren de un objeto a otro) (Von Franz, 1995a: 203).
El Gran Hombre, explica M.L.Von Franz, “como representa lo que es total y completo, con frecuencia se le concibe como un ser bisexuado. En esta forma, el símbolo reconcilia uno de los más importantes pares opuestos psicológicos: macho y hembra. Esta unión también aparece con frecuencia en los sueños como una pareja divina, real o distinguida de cualquier otro modo” (Von Franz, 1995a: 204). Otra forma frecuente de simbolizar el “sí mismo” es forma de piedra, sea preciosa o no. Según M.L.Von Franz (1995a: 209), “cristales y piedras son símbolos especialmente aptos del “sí mismo” a causa de la “exactitud” de su materia… Aunque el ser humano difiere lo más posible de una piedra, el centro más íntimo del hombre se parece de modo especial y extraño a ella. En este sentido, la piedra simboliza lo que, quizá, es la experiencia más sencilla y profunda: la experiencia de algo eterno que el hombre puede tener en esos momentos en que se siente inmortal e inalterable”. Muy tempranamente en la historia, los hombres comenzaron los intentos para expresar lo que pensaban en el alma o espíritu de una roca tratando de darle una forma reconocible (Jaffé, 1995: 233).
A lo largo de la historia ha habido muchas piedras famosas y simbólicas. Así, “la piedra que Jacob colocó en el lugar donde tuvo su famoso sueño, o ciertas piedras dejadas por gentes sencillas en las tumbas de los santos o héroes locales, muestra la naturaleza originaria de la incitación humana a expresar una experiencia, de por sí inexpresable, con el símbolo pétreo. No es asombro que muchas cultos religiosos utilicen piedras para significar a Dios o para señalar lugares de adoración” (Von Franz, 1995a: 210). El santuario más sagrado del mundo islámico es la Kaaba, la piedra negra a la que todos los piadosos musulmanes esperan peregrinar. Estos lugares de adoración en los que se rinden cultos a piedras sagradas, como el templo de Jerusalén, son considerados el centro de la ciudad, y la ciudad el centro del mundo (Von Franz, 1995a: 209).
El hecho de que este superior y más frecuente símbolo del “sí mismo” sea un objeto de materia inorgánica (una piedra) señala que aún otro campo de investigación y de especulación, esto es, la relación, todavía desconocida, entre lo que llamamos psique inconsciente y lo que llamamos “materia”, un misterio que la medicina psicosomática se esfuerza en descubrir. Al estudiar esa conexión, aún indefinida e inexplicada, podría resultar que “psique” y “materia” son en realidad el mismo fenómeno, uno observado desde “dentro” y otro desde “fuera”. Partiendo de esta idea el Dr. Jung expuso un nuevo concepto que él llamó sincronicidad.
Jung estaba convencido de que lo que él llamaba el inconsciente se entrelazaba, de algún modo, con la estructura de la materia inorgánica, un enlace al que parece apuntar el problema de las enfermedades “psicosomáticas”. El concepto de una idea unitaria de la realidad fue llamado por Jung el Unus Mundus (el mundo único, dentro del cual la materia y la psique no están, sin embargo, discriminadas o separadas en realidad). Preparó el camino para tal punto de vista unitario, señalando que un arquetipo muestra un aspecto “psicoide” (es decir, no es puramente psíquico, sino casi material) cuando aparece en un suceso sincrónico, pues tal suceso es, en efecto, un arreglo significativo de hechos psíquicos interiores y hechos externos (Von Franz, 1995a: 309).Dicho de otra manera por el propio Jung, “en la materia habría que descubrir el germen del espíritu y en el espíritu el germen de la materia. La sincronicidad apunta en esta dirección. Cierta presencia de la psique en la materia pone en cuestión la absoluta inmaterialidad del espíritu, que en ese caso debería tener también cierto carácter sustancial” (Jung, 1970: 102). Esta idea formaba parte de los postulados de la alquimia. Con el ocaso de esta ciencia “se desintegró la unidad simbólica de espíritu y materia y a consecuencia de esto el hombre se encuentra desarraigado y alineado en una naturaleza des-animada” (Jung, 1970: 102). Jung, como vemos, pensaba que el inconsciente tiene un aspecto material, porque, por así decirlo, es materia que se conoce a sí misma. Si así fuera, habría entonces un fenómeno de conciencia, oscuro o tenue, incluso en la materia inorgánica (Von Franz, 1995c: 51).
Las observaciones de Carl G. Jung le llevaron a constatar que en las coincidencias significativas en la vida de una persona, parecía que había un arquetipo activado en el inconsciente de la persona. Parece “como si el arquetipo subyacente se manifestara simultáneamente en los hechos interiores y exteriores” (Von Franz, 1995a: 212). En palabras de M.L. Von Franz (1995b: 306), algunas “coincidencias significativas” ocurren “cuando hay una necesidad vital para un individuo de saber acerca, digamos de la muerte de un familiar, o alguna posesión perdida (ejemplo, hallazgo fragmentos betilo). En gran cantidad de casos, tal información ha sido revelada por medio de percepción extrasensorial. Esto parece sugerir que pueden ocurrir fenómenos anormales cuando se produce una necesidad vital o un acuciamiento; y esto, a su vez, puede explicar por qué una especie animal, bajo grandes presiones o en gran necesidad, puede producir cambios significativos en su estructura material externa” (Von Franz, 1995b: 306).
Para Henry Thoreau este tipo de hallazgos “casuales” era una experiencia común. Thoreau explicaba que “muchos objetos no son vistos, aunque caigan dentro del rango de nuestro arco visual, porque no entran dentro del rango de nuestro campo intelectual. Nosotros no estamos buscándolo. Así, en el sentido más amplio, encontramos lo que buscamos… A largo plazo, nos encontramos con lo que esperamos. Seremos afortunados entonces si esperamos grandes cosas” (Dann, 2017).
Lo expuesto con anterioridad podría explicar la sincronía entre mis pensamientos y los hallazgos arqueológicos realizados en los últimos años. Cuando tenía activo el arquetipo de la diosa y la gruta sagrada encontré a ambos en la excavación de la calle Galea. De igual modo, el arquetipo del centro del mundo y la puerta a la eternidad me condujo al betilo. En línea similar, mi reflexión sobre la unión de opuestos fue la “causa” de descubrimiento del horno metalúrgico y las minas de cobre. Si yo me concentro en el arquetipo del Viejo Sabio es posible que encuentre algo relacionado con Al Khadir o los sabios de Ceuta en la Edad Media.
En general, “los sucesos sincrónicos acompañan casi invariablemente a las fases cruciales del proceso de individuación. Pero con demasiada frecuencia pasan inadvertidos porque la persona no ha aprendido a vigilar tales coincidencias y a darles significado en relación con el simbolismo de sus sueños” (Von Franz, 1995a: 211).
¿Podría suceder que sea la materia la que, de forma inexplicable, active el arquetipo en la psique de una determinada persona para que lleve a cabo una misión que la naturaleza considera necesaria? Esto estaría en relación con la idea expresada por Ralph Waldo Emerson de que “cuando la naturaleza tiene trabajo que hacer, crea un genio para que lo haga”. Así, decía el sabio de Concord, “que un ser humano debería considerarse como un actor necesario. Un vínculo deseado entre dos partes ansiosas de la naturaleza, y él aparece en la existencia como el puente sobre la extensa necesidad, el mediador entre dos hechos, de otro modo, irreconciliables. Los pensamientos que le deleita expresar son la razón de su encarnación… ¿No existe porque algo debe hacerse que solo él puede realizar?…Él ha nacido para esto, para distribuir el pensamiento de su corazón de universo en universo, para hacer una tarea de la que la naturaleza no puede privarse, ni él librarse de realizar y, entonces, sumergirse de nuevo en el silencio sagrado y en la eternidad de la que como hombre ha surgido” (Emerson, 2016: 140).
Si la materia está dotada de espíritu, la naturaleza puede hablarnos y mandarnos mensajes. Hacer hablar a las piedras es el principal cometido de un arqueólogo. Estas piedras me han indicado el camino para que yo encuentre el talismán, el betilo y las minas de hierro y cobre. Han confiado en mí una serie de secretos que debo descifrar y dar a conocer a su debido tiempo. Cuento también con la ayuda del Viejo Sabio, personificado en Hermes, Elias, Al Khidr, Elias y el mismo Carl Gustav Jung. Puede que en mí se esté dando la transformación prevista del joven héroe defensor del patrimonio natural y cultural al sabio que orienta a otros en el camino espiritual. Como Viejo Sabio regreso a mis investigaciones arqueológicas, como Merlín lo hizo con sus estudios astronómicos. Mis salidas a la naturaleza son el primer paso a mi retiro como guardián de la fuente de la eterna juventud. Esta fuente no está fuera, sino dentro de nosotros mismos.
Además de la figura del anthropos, y de la piedra, encontramos asociado al arquetipo del “sí mismo” la representación de la cuatro esquina del mundo y la imagen del Gran Hombre en el centro de un círculo dividido en cuatro cuadrantes. Jung empleó la palabra hindú mandala (círculo mágico) para designar una estructura de ese orden, que es una representación simbólica del “átomo nuclear” de la psique humana, cuya esencia no conocemos (Von Franz, 1995a: 213). La redondez del mandala generalmente simboliza una totalidad natural, mientras que una formación cuadrangular representa la realización de ella en la conciencia (Von Franz, 1995a: 215). Resulta muy interesante estudiar la relación de la figura del mandala con los mitos oriental de la creación por el dios Brahma y el nacimiento de Buda. En ambos, estas dos divinidades se apoyan en una flor de loto y desde allí otean las principales direcciones del espacio. Según Aniela Jaffé, la orientación espacial realizada por los aludidos dioses puede considerarse como simbolismo de la necesidad humana de orientación psíquica. Las cuatro funciones de la conciencia descritas por C.G. Jung, -pensar, sentir, intuir y percibir-, dotan al hombre para que trata las impresiones del mundo que recibe del interior y del exterior. Mediante esas funciones, comprende y asimila su experiencia; por medio de ellas puede reaccionar (Jaffé, 1995: 240).
Resulta interesante estudiar cómo se plasma el arquetipo del mandala, es decir del “sí mismo”, en el arte y en el urbanismo. Roma, muchas otras ciudades del imperio, fue creada a partir de un hoyo excavado en la tierra que se le dio el nombre mundus (Jaffé, 1995: 242). Este centro, o mundus, establece la relación de la ciudad con el “otro” reino, la mansión de los espíritus ancestrales. Esto explica que el mundus fuera cubierto con una gran piedra, llamada “piedra del alma”. La piedra se quitaba determinados días y luego, se decía, los espíritus de los muertos surgían del hoyo (Jaffé, 1995: 242).
La idea de una ciudad terrenal y otra divina, unidas a partir de un eje mágico o árbol sagrado, aparece de manera recurrente a lo largo de la historia. La encontramos en la “Jerusalén celestial” y en la leyenda del Grial, en la que se alude a un castillo que aparece y desaparece en determinados momentos, pero que permanece imperturbable más allá del tiempo. Henry David Thoreau escribió en su diario, sobre su concord natal, que “esta ciudad, también, situada bajo el cielo, es una puerta de entrada y salida para las almas a y desde el cielo” (Dann, 2017). Henry había atisbado en su ciudad natal lo mismo que yo he visto en la mía: que sobre nosotros se abría una puerta hacia la eternidad. Jung soñó, igualmente, que existía una réplica de la torre que el mismo diseñó y construyó en Bollingen. Poco antes de morir Jung volvió a ver a su torre celestial donde el mismo sabía que iba a residir eternamente. De igual modo, su principal discípula, Marie Louise Von Franz compró un terreno y erigió una torre de planta cuadrada. En los primeros días de residir en ella tuvo un sueño. Soñó que existía una réplica idéntica de su casa en el más allá. Esto significa que su torre solo es una imagen terrenal de una idea eterna. El sí mismo, la personalidad más grande, se encuentra en el más allá. La verdadera torre se encuentra en el más allá. Jung soñó, poco antes de su muerte, que ya podía trasladarse a su torre del más allá, en la otra orilla del lago.
Sea en fundaciones clásicas o primitivas, el plano mandala nunca fue trazado por consideraciones estéticas o económicas. Fue la transformación de la ciudad en un cosmos ordenado, un lugar sagrado vinculado por su centro con el otro mundo. Y esas transformaciones se armoniza con los sentimientos vitales y las necesidades del hombre religioso (Jaffé, 1995: 242).
Mi misión se realiza en servicio de la totalidad que se expresa en forma de estructura cuaternaria. Esto explica mi interés por la espiral de la vida de Geddes y por la geografía sagrada y cuádruple del Estrecho de Gibraltar. La realidad de un espíritu del lugar cobra sentido bajo el prisma de la sincronicidad.
El mandala sirve como propósito conservador, especialmente, para restablecer un orden existente con anterioridad. Representa un sistema de coordenadas que se aplica, por así decirlo, instintivamente, en especial para dividir y organizar una multiplicidad caótica, por ejemplo la superficie de la tierra, el curso del año, un grupo humano en clases, las fases de la luna, los temperamentos, los colores (alquímicos), etc…(Jung, 1997: 254). Pero también sirve al propósito de dar expresión y dar forma a algo que aún no existe, algo que es nuevo y único. El segundo aspecto es, quizá, aún más importante que el primero, pero no lo contradice. Porque, en la mayoría de los casos, lo que restablece el antiguo orden, simultáneamente implica cierto elemento de creación nueva. En el nuevo orden, los modelos más antiguos vuelven a un nivel superior. El proceso es el de la espiral ascendente que va hacia arriba, mientras, simultáneamente, vuelve una y otra vez al mismo punto (Jung, 1997: 225). Esta idea del regreso al centro del círculo aparece en Plotino: “Ahora bien; si un alma se conoce en algún momento, sabe que su movimiento natural no es una línea recta, salvo que hubiese experimentado un desvío, sino que describe un movimiento circular en torno de un principio interno alrededor de un centro. Pero el centro es aquello de donde procede el círculo. El alma, pues, se moverá en torno de su centro, es decir, en torno del principio del cual procede; allí se mantendrá, se moverá hacia él, como todas las almas deberían hacerlo. Pero sólo las almas de los dioses se mueve hacia él, y por eso son dioses, pero lo le está lejos es el hombre sin unidad y animal” (Jung, 1997: 229).
La concepción del mandala como una espiral encuentra su plasmación más clara en el diagrama de la espiral de la vida de Patrick Geddes. Su núcleo es geográfico en lo exterior, pero perceptivo y emotivo en el interior. Pretende reconciliar el mundo de adentro y el mundo de afuera para hacer de la vida una aventura sustancial y para lograr un buen lugar para el pleno desarrollo de la persona y la sociedad. Si se considera la cuaternidad desde la tridimensionalidad del espacio, el tiempo, el tiempo puede concebirse como una cuarta dimensión. Si, en cambio, consideramos la cuaternidad desde las tres cualidades del tiempo (pasado, presente y futuro), el espacio estático, en que se cumplen los cambios de estado, viene a agregarse como unidad, como cuarto. Así medimos el espacio por el tiempo y el tiempo por el espacio.
A Carl Gustav Jung le llamó la atención la reaparición del arquetipo de la espiral en el sueño de alguno de sus pacientes. Generalmente, el espíritu santo se representa en el arte cristiano por una rueda de fuego o una paloma, y no bajo la forma de una espiral. Para M.L.Von Franz, esta repentina aparición de la espiral “es un nuevo pensamiento, no contenido aún en la doctrina, que ha surgido espontáneamente en el inconsciente. Que el Espíritu Santo es la fuerza que actúa en pro del desarrollo de nuestra comprensión religiosa no es una idea nueva, desde luego, pero lo que sí es nuevo es su representación en forma de espiral” (225-226).
BIBLIOGRAFIA:
Emerson, R.W (2016): Naturalezas, Madrid, La Línea del Horizonte ediciones.
Freeman, J (1995): “Introducción”, en “El hombre y sus símbolos” de Carl Gustav Jung, Barcelona, editorial Paidós.
Jaffé, A (1995): “El simbolismo en las artes visuales”, en “El hombre y sus símbolos” de Carl Gustav Jung, Barcelona, editorial Paidós.
Jung, C.G. (1970): Arquetipos e inconsciente colectivo, Barcelona, Ediciones Paidós.
Jung, C.G. (1997): Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo, Barcelona, Ediciones Paidós.
Von Franz, M.L. (1995a): “El proceso de individuación”, en “El hombre y sus símbolos” de Carl Gustav Jung, Barcelona, editorial Paidós.
Von Franz, M.L. (1995b): “Conclusión. La ciencia y el inconsciente”, en “El hombre y sus símbolos” de Carl Gustav Jung, Barcelona, editorial Paidós.
Von Franz, M.L (1995c): Alquimia. Una introducción al Simbolismo y la Psicología, Barcelona, Luciérnaga.
Maria Jose dice
Es muy interesante lo que he leído.Me parece que es precisamente una especie de luz que arrojas sobre muchas de nuestras preguntas, dudas e inquietudes….. Gracias !.No sé si eres consciente pero seguramente es un tema común que nos inquieta e interesa muchísimo a todos los seres humanos con cierta consciencia e inquietudes por todo lo que rodea nuestro mundo. Tanto nuestro patrimonio y entorno natural como nuestro entorno histórico-cultural o social y todas las posibles interrelaciones o conexiones que se plantean en tu reflexión, que por cierto, está muy bien documentada.
admin dice
Muchas gracias, María José. Te agradezco tu amable comentario y celebro que te haya resultado interesante este trabajo. No es fácil encontrarse con personas a las que les interesa este tipo de temas. Me alegro de este encuentro, aunque llevemos tiempo compartiendo amistad en facebook. Un abrazo,