Ceuta, 13 de enero de 2017.
Estoy sentado delante del ordenador debatiendo conmigo mismo sobre la conveniencia o no de salir esta mañana a pasear. Pido a los dioses que me envíen una señal. Y lo hacen. Cuando me asomo por la ventana del estudio contemplo, maravillado, a una liebre, que en forma de nube, corre hacia el sureste. Busco con rapidez la máquina fotográfica, pero al volver a asomarme ya no está. Decido ir a investigar de dónde venía y adónde iba.
Con la vista puesta en la cumbre del Hacho subo con gran prestancia la empinada cuesta. Las piernas me pesan como si fueran de plomo, pero según asciendo me desprendo de la pesada carga del sedentarismo de los últimos días.
Al llegar a los pies de la fortaleza del Hacho fijo mi mirada en la cumbre del Yebel Musa, que me recuerda al mismísimo Yokohama cubierto de nieve. El Atlante dormido, demostrando su titánica fuerza, ha parado el avance de las nubes, que sólo encuentran escapatoria por el Estrecho de Gibraltar. Huyen a toda prisa, temerosas de que el Atlante observé sus escaramuzas y les impida continuar su viaje. Es un espectáculo fascinante contemplar el inacabable desfile de las nubes.
El viento, que hoy sopla de norte, no sólo desplaza las nubes, sino que también me trae deliciosas fragancias. El olor más intenso es el de la hierbabuena que tengo delante. Pienso llevarme algunas hojas para prepararme un té moruno después de comer. Las hierbas sobre las que me siento a escribir también huelen muy bien. Han sido cortadas recientemente y desprenden sus agradables y sanadoras esencias.
Un gran murmullo llega desde Ceuta, resultado de la mezcla de viento, el aire y los ruidos propios de una ciudad. Me gusta tomar distancia con lo urbano, con sus prisas y constantes llamadas de atención. Aquí lo único que me distrae son el canto de las aves y el cimbreo de las hojas de los árboles por el viento.
…En este instante, las nubes detenidas por la mano del Atlante toman altura y avanzan con decisión sobre Ceuta. El frío viento norteño sopla con fuerza. Son las 12:00 h y empiezan a escucharse al unísono el repicar de las campanas de las iglesias cristianas. Me preparo para sentir el tradicional cañonazo de las doce. Su cercano estruendo me hace temblar, como también lo hago por el frío. Decido seguir mi camino, hacía donde luce el sol. La mayor exposición a los rayos solares hace que las campanillas hayan brotado con fuerza sobre la tierra quemada hace algunos meses.
Experimento con mi escritura y mi fotografía. Me sitúo delante de las ennegrecidas ramas de los arbustos para describir lo que veo. Y lo que contemplo es el milagro de la vida. En la misma base de un lentisco quemado está naciendo un nuevo ejemplar. La vida se renueva de manera constante.
Doblo la esquina del baluarte de San Antonio y, sin dejar de escribir mientras ando, me introduzco en la penumbra de la vetusta fortaleza.
Los árboles me hablan y bailan para mí siguiendo el ritmo impuesto por el viento.
Me dicen que celebran mi presencia y se alegran de que, por fin, alguien se acuerde de ellos. Saben que yo soy el único que puede darles vida a través de mis palabras escritas.
Me entregan, como regalo, dos pequeños hojas que recojo y guardo con cariño entre las páginas de mi libreta. También me protegen del frío viento.
Los helechos parece que quieren tomar la fortaleza por asalto y ascienden de manera discreta por sus verticales paredes.
…Un halo de misterio rodea esta sombría cara del recinto amurallado. Noto la presencia de las ninfas y genios del lugar, pero no siento inquietud ni miedo. Prefiero dejarme llevar por el momento. El eucalipto que tengo delante cruje como las cuadernas de un barco atravesando un temporal.
Llego al final del camino que rodea al Hacho contento de lo percibido y sentido. Inicio mi regreso a casa atravesando el parque de San Amaro. La primavera parece que se ha adelantado. El color verde y amarillo han vuelto al campo.
Las flores de las jaras están secas. No obstante, sus hojas empiezan a recuperar su acostumbrado brillo y tacto pringoso y a desprender el intenso olor que las caracteriza.
Me entretengo disfrutando con el llamativo color verde del eneldo, con el olor de las hojas de las diferentes especies de plantas que podemos encontrar en el parque y con sus variadas formas y tonalidades.
El mar tiene motivos para estar enfadado conmigo. Hoy no he hablado de él. He preferido dejarlo para el final. Sentado bajo un hermoso pino, cuyas raíces han creado un cómodo asiento, observo las olas que van a morir a la playa de San Amaro. La desacostumbrada dirección del viento hace que el mar incida directamente sobre la costa norte de la ciudad, como si quisiera separarla de la parte que la une al continente africano. Desea cumplir el sueño de Ceuta de ser una extravagante isla flotando por el ancho mar a merced de los cambiantes vientos.
…Experimento esta habitual sensación íntima de estar viviendo un momento mágico. No existe, para mí, más tierra que Ceuta; ni más tiempo que el que ahora experimento. Esta bahía que contemplo es mi particular ínsula de Barataria, y yo soy su rey y único habitante. Mi única compañía son las aves, los árboles y el mar. Todo lo demás es accesorio para mí.
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