Ceuta, 8 al 10 de diciembre de 2015.
“El espíritu y la forma son una sola cosa, y dependen mucho más de asociación, de identidad y lugar, de lo que habitualmente se piensa”, dijo Whitman. Siguiendo este adagio, pienso que en la forma de Ceuta está contenido el espíritu de esta ciudad mítica y sagrada. En el betilo recuperado por mí durante la excavación arqueológica en la calle Galea aparece representada la parte masculina, redondeada y arquetípica de la razón; y la parte femenina, triangular e intuitiva de la inconsciencia. Cada una de ella está asociada, respectivamente, al Monte Hacho y la Almina. Y ambas, en conjunto, bañadas por las corrientes marinas, -una caliente y otra fría-, son la expresión de la necesaria complementariedad de los principios masculinos y femeninos que rigen el cosmos y la vida.
Como me comentó mi amigo dominicano Ardelio López, la naturaleza ha dotado a Ceuta de muchos privilegios. Todos los días podemos observar el amanecer del sol desde el Monte Hacho, arquetipo de la razón, en la misma línea en la que se mezclan el frío Atlántico y el caliente Mediterráneo. Este mismo sol nos trae una luz esplendorosa que refuerza los colores, anima nuestra alma, eleva el pensamiento y sirve de aliciente a los artistas para fotografiar, pintar o esculpir. Esta luz se vuelve multicolor al alba. La paleta de colores es muy amplia y abarca desde el intenso rojo al tenue amarillo. No hay dos auroras iguales. Las nubes son las encargadas de la bella composición de los cielos ceutíes. A veces las nubes son tan densas que el espectáculo del amanecer queda oscurecido y deslucido. En estos días grises el viento de levante tapona el Estrecho de Gibraltar con nubes durante varias jornadas.
Con levante el mar, -elemento definitorio de nuestro paisaje y de nuestro carácter-, oscila, según la intensidad del viento, entre la calma chicha y el fuerte temporal. Las aguas del Mediterráneo, empujadas por el viento, se agolpan en el canal del Estrecho y en su precipitación por llegar al Atlántico forman altas y agitadas olas que golpean con fuerza las costas de Ceuta.
Las nubes levantinas traen humedad, y a veces lluvia, a esta tierra transfretana, pero también contribuyen a la regulación de la temperatura. En días como hoy, de mediados de diciembre, la temperatura se mantiene casi constante, en los 17 º C. Esta es la temperatura media de Ceuta. Además de las nubes, el mar actúa como un eficaz termorregulador. La enorme masa de agua que rodea a Ceuta tarda en calentarse por los constantes y más cercanos rayos solares veraniegos, pero se da la misma poca prisa en enfriarse cuando la cara boreal de la tierra en la que nos encontramos se distancia del sol.
Gracias a una extraordinaria conjunción de fenómenos climáticos gozamos en Ceuta de un clima excepcional para el desarrollo de la vida y el pleno despliegue del espíritu y la mente humana. No obstante, la gran generosidad que la naturaleza ha mostrado con Ceuta no ha sido del todo completa. Los suelos de Ceuta son pobres y carecemos de acaudalados ríos o grandes lagos. Nuestra escarpada orografía hace que el agua proveniente de las lluvias torrenciales que azotan en ocasiones a Ceuta se nos escape entre las líneas de piel de Ceuta hacia el mar.
Ceuta no ha sido un lugar propicio para la agricultura y la ganadería. Nació con vocación de bosque bañado por el mar. A veces me dejo llevar por la imaginación y contempló a Ceuta como un bello remate verde de África que se dobla hacia el Estrecho para acoger en su seno al mar. Es una madre con dos grande hijas, igualmente acogedoras: la bahía sur y la bahía norte. También tiene hijas menores, que son todas las calas que encontramos a lo largo de su estilizada silueta. En mis sueños veo vestida a Ceuta con un manto verde decorado con tiras plateadas que son sus arroyos que vierten al mar.
Este bosque que era Ceuta estaba habitado por una infinidad de especies animales y de aves. Los mares que la rodeaban regurgitaban vida. Debían ser frecuentes el avistamiento de ballenas, delfines, tortugas marinas y atunes perseguidos por grupos de orcas. De este paraíso terrenal y marino poco ha llegado hasta nuestros días. Cuando todavía su fuerza era visible, los primeros pobladores de Ceuta debieron quedarse fascinados por el exultante poder de la naturaleza. Comenzaron así el culto a la Gran Diosa Madre y ubicaron aquí el árbol de la vida, cuyos frutos, visible entonces, garantizaban a quienes los probaban la eterna juventud. El mismo Ulises fue tentado por la ninfa Calipso a residir en este paraíso y gozar de la inmortalidad, pero decidido seguir su camino.
Ulises fue el primero de los hombres acogidos por la naturaleza en esta tierra sagrada y mágica. Tras él vieron romanos, árabes, portugueses y ahora españoles. Con todos ha sido Ceuta amable y generosa, pero injustamente correspondida. Poco a poco al principio, y de manera despiadada en la actualidad, los habitantes de Ceuta le rasgaron su verde manto, la encorsetaron entre murallas y sobre su piel dibujaron calles y construyeron palacios y casas. Del mar extrajeron atunes, caballas y bonitos para producir salazones y salsas de pescado. No obstante, la naturaleza seguía siendo sagrada y así los primeros navegantes y pescadores romanos rindieron culto a la Gran Diosa bajo la figura de Isis.
Algunos siglos después, durante el periodo paleocristiano, la Gran Diosa Madre pasó a ser llamada la Theotokos, y en su honor mandó el emperador bizantino Justiniano construir una basílica. Por desgracia, la imposición de la ideología patriarcal relegó a la Gran Diosa, y con ella a la naturaleza, a un papel secundario. Mientras esto ocurría en esta tierra bendecida por los dioses, en el desierto de Arabia, un paraje carente del necesario componente natural, surgió un pueblo belicoso y fuertemente patriarcal que en poco tiempo consiguió extenderse por todo el norte de África hasta llegar a las mismas puertas de Europa y tomar su llave: Ceuta. Desde nuestra ciudad, y utilizando nuestras naves, desembarcaron en la Península Ibérica y la conquistaron, para luego ser ellos mismos conquistados por la exuberante naturaleza del territorio que llamaron Al Andalus. En contacto con la belleza de la campiña cordobesa aplacaron su sed de conquista y empezaron a interesarse por la filosofía, la cultura y el arte.
En estos tiempos del califato Omeya de Córdoba, su principal mandatario, el califa Abderraman III, puso sus ojos en Ceuta. Supo apreciar su belleza y su importancia geoestratégica. Como si fuera un valioso tesoro la protegió con una pétrea muralla y la dotó de palacios, mezquitas y hermosos jardines.
El espíritu combativo de los musulmanes asentados en el sur de la Península Ibérica y el norte de África alentó constantes disputas por el control de ambas zonas, para lo que era vital la posesión de Ceuta. Hammudies, Bargawatas, Almoravides, Almohades, Azafies y Marinies fueron las principales dinastías que gobernaron en la antigua Sebta Madina. En medio de los continuos enfrentamientos entre cristianos, musulmanes, -y entre ellos mismos-, Ceuta se convirtió en la residencia de un nutrido grupo de santos, sabios, astrónomos, matemáticos y filósofos. En el contexto de principios del siglo XIII, los ceutíes seguían celebrando el solsticio de verano y rindiendo culto a la Gran Diosa. Como prueba de ello tenemos la cueva sagrada en la que se practicaron ritos relacionados con la fertilidad, el colgante con la representación de la Gran Diosa y el ídolo de piedra negra.
Ceuta durante estos siglos de presencia musulmana siguió perdiendo su manto verde y la riqueza de sus aguas continuaron explotándose en las almadrabas e incluso se extrajo el preciado coral rojo.
A principios del siglo XV la ciudad se había extendido hasta las mismas estribaciones del Monte Hacho. La población fue en aumento y con ella se incrementó el número de calles y barrios. Ceuta era por aquel entonces uno de los puertos comerciales más importantes del Mediterráneo. Por aquí entraban y salían las más variadas mercancías destinadas, respectivamente, al mercado africano y mediterráneo. Pero todo esta actividad comercial, y también la activa vida cultural presentes en Medina Sebta, se interrumpió de manera drástica el 21 de agosto de 1415, fecha de la que se ha cumplido este año el sexto centenario. El caos y la destrucción se apoderaron de las bulliciosas calles de Ceuta. Mientras escribo estas líneas tengo delante los restos de algunas de estas calles y viviendas que fueron expoliadas por los soldados portugueses en esa fatídica jornada. Unos vestigios arqueológicos que han sido integrados en la magnífica biblioteca en la que me encuentro.
Una vez tomada la ciudad, lo que apenas les llevo unas horas a las tropas lusitanas, desembarcaron dos imágenes sagradas: la virgen negra de Santa María de África y la virgen blanca del Valle. Ambos colores son los mismos que los de la bandera que blandieron los portugueses al tomar Ceuta y que pasó a ser la de Ceuta. La Gran Diosa Madre volvía a Ceuta como la virgen María.
Los portugueses limitaron el tamaño de la ciudad a la estrecha zona del istmo, abandonando la Almina y los barrios extramuros. Todo el esfuerzo se dirigió a la refortificación de la ciudad y a su defensa ante los continuos asedios efectuados por las tropas musulmanas que nunca se resignaron a la pérdida de su añorada Sebta. Al campo le pusieron puertas y éstas sólo se abrían para cazar, guerrear o recoger leña.
El periodo más conflictivo fue el que media entre los años 1694 y 1727. Durante el llamado “Sitio de Ceuta”, Ceuta sufrió el mayor y más prolongado asedio de su dilatada historia. Huyendo de las bombas, la población volvió a ocupar la Almina, aunque de manera apresurada. La reocupación de este espacio central de la ciudad se hizo sin un orden preestablecido, pero, al menos al principio, se respetó la orografía y los principales elementos constitutivos del paisaje, como colinas y vaguadas. Cada casa contaba con su pequeño huerto o jardín. Nada quedaba en la Almina del primitivo bosque, pero al menos el paisaje estuvo salpicado del verde de las verduras y de los árboles frutales. Así permaneció la Almina hasta principios del siglo XX, momento en el que arribaron a Ceuta una gran cantidad de personas. Estos emigrantes llegaron aquí atraídos por las amplias posibilidades de trabajo que ofrecía una ciudad en profunda transformación y crecimiento urbano y económico. Estas personas ocuparon con barracas hasta el último intersticio que quedaba libre de construcciones en el centro urbano. La mancha urbana borró la imagen de las sietes colinas que dieron nombre a Ceuta, así como ocultó el cauce de los arroyos que las separaban.
Una vez terminado el cerco de Muley Ismail, el aspecto de Ceuta era el de una ciudad fortificada. Debió ser entonces cuando el reino de España a alguien se le ocurrió que el mejor uso que se le podía dar a Ceuta era el de penal. Era, además, el medio más económico para conseguir mano de obra barata para proseguir con el mejoramiento de las defensas de la ciudad ante unas escaramuzas enemigas que no terminaron hasta la Guerra de África de 1859-60. El Tratado de Wad-Ras que cerró este conflicto armado supuso la ampliación de los límites de Ceuta hasta el arroyo de las Bombas. Merced a este pacto con el vecino reino de Marruecos, Ceuta incrementó, de manera notable, su superficie forestal.
En aquella época de finales del siglo XIX, toda la zona que pasó a dominio español se encontraba cubierta de alcornoques de gran valor. Sin embargo, unas décadas después, en los años treinta del pasado siglo XX, la situación de los montes ceutíes había cambiado de forma radical. Así lo hace saber el Ingeniero Jefe de Montes del distrito forestal de Cádiz, Don Enrique Bernal, en un informe relativo a los montes de Ceuta, fechado el día 15 de diciembre de 1932. Decía en este informe el Sr. Bernal que los montes de ceutíes se encontraban rasos. Tan solo quedaban algunos árboles en el Monte de Ingenieros y una superficie de tres hectáreas de pino piñonero en el Hacho “en estado decadente y mal tratados, después de las operaciones de corte allí efectuados y que no debieron consentir”.
A pesar del desolador panorama que ofrecían los bosques de Ceuta, el ingeniero forestal, al que hemos aludido con anterioridad, concluía su informe diciendo:
“Ceuta de emplazamiento excepcional, difícil de ser igualada por ninguna otra, pasa en la actualidad, por una crisis económica de difícil solución, toda vez que terminado por fortuna, para todos la guerra, su importancia militar disminuida, no la tiene más que como población de turismo, pero que ello necesita mejorar, que la hagan acreedora a poseer lo que la naturaleza la dotó y la mano poco previsora del hombre lo hizo desaparecer conducido por ambiciones, que más tarde tienen que pagarlo los que les sucedan; es imprescindible la inmediata reconstrucción de su peladas montañas que obliguen al elemento turista a pernoctar en la ciudad por unos días y puedan contemplar desde lo alto de sus montes, una de las vistas más extraordinariamente hermosas y de colorido, y puede ser objeto de que dicha ciudad en sus deseos de tener la importancia que merece, dichos momentos puede ser objeto de exportarlo, creando un verdadero Parque Nacional”.
Emociona leer estas palabras laudatorias sobre Ceuta y su naturaleza, ultrajada por “la mano poco previsora del hombre” y su incontenible codicia. Aquel ingeniero, el diputado Tomás Peire y toda la corporación municipal apoyaron de manera unánime la reconstrucción de los montes de Ceuta y la posterior conversión de la ciudad en un Parque Nacional. De este modo, los montes ceutíes fueron incluidos en el catálogo de Montes de Utilidad Pública en el año 1934 y se llevaron a cabo las repoblaciones previstas, pero una especie tan poco aconsejable como el eucalipto.
Aquellos políticos ceutíes de la II República Española fueron capaces de apreciar una de las posibilidades latentes de Ceuta: el convertirla en un frondoso bosque merecedor de ser declarado Parque Natural. Se puede decir que Ceuta nació con esta vocación de bosque sagrado en el que sus árboles eran la residencia de ninfas, dríades y hamadríades.
En muchas ocasiones me imagino paseando entre los árboles del bosque que fue Ceuta deleitándome con el melodioso canto de los ninfas; oliendo sus fragancias; tocando las calientes cortezas de los árboles; sintiendo la presencia de la Gran Diosa; bebiendo de los manantiales y comiendo los frutos del bosque.
Siguiendo el consejo del ingeniero Don Enrique Bernal he subido al Monte Hacho para contemplar “una de las vistas más extraordinariamente hermosas y de colorido”. Me mirado a Ceuta como el astuto zorro recomendó al Principito de Antoine de Saint-Exupéry: con los ojos del corazón. Y he vuelto a ver a Ceuta con su vestido verde y sus trazos de plata líquida.
Dijo Víctor Hugo, “tal y como uno hace su sueño, uno hace su vida. Nuestra conciencia es el arquitecto de nuestro sueño. El gran sueño se llama deber”. Yo construyo mis sueños tomando como materia prima los amaneceres y atardeceres, el firmamento estrellado, las nubes viajeras, la intensa luz, el mar embravecido y calmado, las rocas frías en invierno y calientes en verano, los árboles, las aves, los animales y mis semejantes. A partir de todos ellos pongo en pie mi alma y me elevo lo más posible hacia los altos reinos del Olimpo y del Parnaso.
Mi gran sueño y mi principal deber es desvelar el genio latente de Ceuta y hacerlo realidad.
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