Ceuta, 8 de diciembre de 2015.
El pasado domingo mi padre me enseñó un pequeño pinar localizado sobre una pequeña elevación del Monte Hacho. Me quedé impresionado de las extraordinarias vistas que podían captarse desde ese lugar. Hoy he venido antes de que saliera el sol, casi de noche, para tomar unas fotografías.
Luego he bajado hasta un coqueto mirador para contemplar el amanecer. Justo desde el punto en el que el rojo del alba alcanza mayor intensidad, unas nubes abigarradas avanzan a gran velocidad hacia donde me encuentro. El eco hueco de los graznidos de las gaviotas se escucha de fondo, así como también se aprecia el ligero, pero constante, murmullo del mar. A esta altura suena como una cascada o fuente acaudalada.
En apenas un minuto veo el sol ascender entre dos franjas de nubes para volver, de nuevo, a su escondrijo nuboso. Ya no lo atisbo, pero su luz, hoy de tonalidades anaranjadas, colorea el mar. Las nubes se dirigen hacia Ceuta y, si continúan su trayectoria, pronto contemplaré el rostro del Dios Apolo.
El dominio del cielo se disputa entre las gaviotas y los grajos. Los primeros tienen su cuartel general sobre el mar en Punta Almina. Y los grajos se arremolinan sobre los vetustos muros de la fortaleza del Hacho. Bajan hasta la cala del Desnarigado, pero no se atreven a adentrarse mucho en el mar.
El sol, mientras se eleva, pinta líneas en el cielo.
La sombra luminosa del sol se proyecta sobre el mar y yo decido regresar.
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