Ceuta, 21 de noviembre de 2015.
Son las 7:25 h de la mañana. Me asomo a la ventana. El firmamento está limpio. No hay ni una nube. Observo el oscuro cielo y logro identificar a la estrella Spiga y a los planetas Venus, Marte y Júpiter.
El horizonte empieza a aclararse y a cambiar a tonos rosáceos. El negro de la noche empieza a dar paso al azul y el celeste. Sólo Venus, con su intenso brillo, resiste al empuje de la luminosidad del ascendente sol. No lo hace para defender la oscuridad, sino para recordarnos el principio femenino del cosmos.
Llevo varios días pensando sobre el continuo movimiento que rige el cosmos. Hay una serie de pautas permanentes, pero lo demás es siempre cambiante. No hay dos días iguales para el que observar con algo de interés a la naturaleza. Algunos días despejados como éste nos permite apreciar con nitidez los distintos matices de azul del cielo. La luz llega la con intensidad que le corresponde a cada estación del año. Esto hace que los colores sean distintos. El mar cambia del azul al verde según las mareas y el oleaje.
Otros días, por el contrario, amanecen plagados de nubes. Dependiendo de su espesor y de la cantidad de agua que portan las nubes visten de color blanco o de gris plomizo. Son muy coquetas. A las nubes les gusta cambiar de apariencia varias veces al día. Al alba se ponen su traje rosa y al ocaso su capa roja.
Las nubes nunca tienen prisa. Es el viento quien las empuja de un lado a otro en función de su temperamento. El viento de poniente las arrastra con ímpetu, mientras que el de levante las amontona sobre nuestra ciudad durante varios días. Todo se tiñe de gris, hasta nuestro ánimo.
Al mar tampoco le gusta demasiado el levante. Se enfada y lanza enormes olas contra el litoral. Le cuesta al mar recuperar su buen humor. Su enfado, que aquí llamamos temporales, dura una media de tres días, a lo que sumar otros tres días de resaca. Se toma las cosas muy a pecho. Es un malhumor profundo.
Por el contrario, el poniente es más jovial. Juega con el mar y le hace cosquillas provocando un enrizamiento de su delicada piel de sal.
Al poniente le encanta gastar bromas. En otoño nos trae nubes dispersas cargadas de agua que nos pone empapados. Nos distrae dejando que el sol luzca con fuerza y cuando estamos confiados empuje a los nubes para que llueva sobre nosotros. Es lo que llamamos vendaval.
El poniente nos trae frío, pero también nos regala imágenes indescriptibles.
Así vivimos los ceutíes: entre levante y poniente. Gracias a ellos todos los días son distintos y en la mayoría de las ocasiones nos brindan la posibilidad de vivir experiencias sensitivas únicas e irrepetibles. Han sido responsables de naufragios, inundaciones y destrozos, y también han servido para llenar las velas de los navegantes que han llegado a esta tierra sagrada y mágica. Nos traen las nubes que decoran nuestro cielo y riegan nuestra tierra. Limpian nuestra atmósfera y secan nuestros bonitos y volaores. A veces nos traen frío y en otras ocasiones calor y humedad, pero siempre están ahí. Sin levante ni poniente Ceuta sería distante y diferente. Yo lo prefiero así: con dos vientos que pugnan por conquistar Ceuta y nunca lo consiguen. Cada viento cumple su misión y ambos están presentes en nuestro carácter, algunas veces pesimista como el levante y la mayor parte de las ocasiones alegre y fresco como el poniente. Uno nos invita a la reflexión y el otro a la acción. Uno nos trae malhumor y el otro nos inunda de alegría y emoción. Ambos son rasgos de Ceuta y los quiero como son.
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