Ceuta, 12 de septiembre de 2016.
En mi camino hacia la costa escucho el lamento de los borregos que esta mañana van a ser sacrificados. Hoy se celebra en Ceuta la Pascua musulmana. El día esta nublado. Una fina columna de niebla asciende por las laderas del Monte Hacho.
A las 8:10 h una estrecha abertura en las nubes deja ver el sol. Su color es del corte de un pomelo y su luz la de un faro recién encendido. Juega al escondite tras las nubes. Yo me fijo en los gris que está todo. No parece el mismo paisaje del que disfrute anteayer.
Con la llegada de los primeros rayos del sol descubro que aquellos puntos flotantes que pensaba eran gaviotas en realidad son restos de basura traídos por el viento de levante.
Las nubes hacen que figura del sol se alargue y su silueta se difumine como si estuviera pintada con un carboncillo amarillo. Según asciende el astro rey va cogiendo más fuerza. Ya empiezo a notar su cálido abrazo. Experimento una agradable sensación de bienestar. Fijo mi mirada en el chisporreteo de la alargada sombra del sol proyectada sobre el mar y concentro mis oídos en el rítmico batir del mar. El agua salada supera la superficie de algunas rocas creando pequeñas cascadas que consigo escuchar desde el lugar en el que me encuentro.
Me pongo a andar por la playa y a quien me encuentro es a mi amigo el roquero solitario que se deja fotografiar antes de encaramarse en la piedra más alta de la playa. Desde allí reivindica la propiedad de esta pequeña cala.
Me ha resultado graciosa la actitud de este altivo y bello pájaro. Yo me he parado a escribir sobre una roca de la playa y ahí sigue él, con su diminuto cuerpo, vigilando atento mis movimientos.
Una nube de diminutos insectos voladores tienen tomada la playa en la que el olor de las algas es imponente.
Sorteando las grandes rocas que cortan el camino llego hasta el centro de la playa que es de arena fina. Toda la superficie está plagada de pisadas y plumas de gaviotas. Me llama la atención un charco de agua que luce como un espejo de plata. Junto a la pequeña charca localizo lo que parece un pozo de piedra. No lo había visto antes. Alguien ha destapado las maderas que lo cubrían. Cojo agua con las manos y compruebo que se trata de una agua dulce, lo que explica que a su alrededor hayan crecido tantas y variadas plantas.
La más abundante en esta época del año es el hinojo marino. Por una vecina del Sarchal con la que charlo al regresar a casa me entero que no es un pozo, sino un manantial lo que tengo ante mis ojos. Me cuenta Carmen, una señora de setenta años con ganas de conversar, que ella y sus amigas bajaban por los escarpados acantilados hasta la playa y que bebían de esta fuente circular. También existía la costumbre de alternar las cucharadas de potaje con el mordisqueo de las hojas del hinojo marino que crecen en abundancia en este tramo del litoral.
Llego hasta el final de la Ensenada del Sarchal, en cuyo extremo reposan cientos de gaviotas. Mi presencia las espanta provocando un gran revuelo. Lamento ser el perturbador de su descanso.
La huida de las gaviotas atrae a otras especies como un ágil andarrio que pega pequeños saltos sobre las rocas.
…Dejo que mi mirada se deslice sobre el mar. Pienso entonces en lo alejado que están la mayoría de los ceutíes del mar que nos rodea. Esta idea se acrecentado en mi menta después de leer el libro “Cape Cod” de Henry David Thoreau. Los habitantes de aquella bella rada de la costa de Massachusetts que conoció Thoreau vivían y morían en el mismo mar al que ahora damos la espalda. Las algas que para nosotros son un incordio en verano eran un apreciado fertilizante para los ciudadanos de Cape Cod; las maderas que acabo de ver sobre la arena eran los objetos más deseados por los conocidos como “Wrecker”; las mandíbulas y costillas de ballena eran las vigas y cercas de sus casas; y los cuerpos frescos de cetáceos arrojados en la playa por el mar eran el sustento de muchas familias. Ahora lo que abunda en las playas son las botellas de plástico y las latas de refresco.
Los niños de Cape Cod aprendían antes a navegar que a andar. Su destino, para lo bueno y lo malo, estaba dibujado en las olas marinas. Las fachadas de sus hogares estaban ocultas tras el pescado salado. Desde luego, no era una vida fácil. Muchos de estos jóvenes no llegarían a alcanzar la madurez. Cuenta Thoreau, en uno de los pasajes del mencionado libro, que “prácticamente todas las familias habían perdido en el mar a algunos de sus miembros. “¿Quién vive en esa casa?”, preguntaba. “Tres viudas”, era la respuesta”. A pesar de todas estas calamidades, la historia de los viajes solitarios de estos pescadores “haría sombra a la expedición argonáutica”. Frente a esta vida llena de aventuras nos encontramos con la existencia prosaica y confortable de las gentes que viven cerca del mar en nuestros tiempos. Digo viven cerca del mar, porque me parece una ofensa a la memoria de nuestros antepasados llamarlos “gentes del mar”. De estos últimos quedan pocos en nuestra ciudad. Ahora lo que abundan son burócratas y comerciantes de franquicias estereotipadas. No queda en Ceuta ni una tienda que se merezca lucir en su fachada el título de “Ultramarino”.
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