Ceuta, 3 de diciembre de 2015.
Me encuentro sentado a pocos metros del castillo de San Amaro. Hace apenas un par de días un importante incendio ha reducido a cenizas su techo y el piso superior que eran ambos de madera. Yo tuve la oportunidad de verlos hace unos dieciséis años, cuando vivía en este fuerte mi amigo Enrique Bernal y su anciana madre, Aurora. Ya entonces el techo estaba desfondado y a punto de desplomarse. Teniendo en cuenta su mal estado de conservación y el abandono del edificio era previsible que ocurriera lo que ha ocurrido: la práctica destrucción del castillo de San Amaro.
Este fuerte fue construido a finales del siglo XVII. Según reza en la leyenda del escudo heráldico conservado en la fachada principal del castillo, el inicio de la construcción comenzó el 21 de agosto de 1693 y finalizaron las obras el 25 de marzo del siguiente año. Tardaron, pues, tan sólo ocho meses en tener el fuerte de San Amaro terminado y listo para su uso. La rapidez que se dieron en su construcción encontraba su razón en los informes militares que apuntaban al inminente asedio de la ciudad por parte de las tropas de Muley Ismail.
La playa de San Amaro era un punto vulnerable de la costa ceutí. De hecho fue el lugar elegido por las tropas portuguesas para la toma de Ceuta el 21 de agosto de 1415, hace justo seiscientos años. Por esta razón, el Marqués de Valparaiso promovió la construcción del fuerte de San Amaro y dispuso que fuera armado con grandes piezas de artillería. Estos cañones estuvieron alojados en el castillo hasta mediados del siglo XIX. Posteriormente, el fuerte fue dedicado a otros menesteres como escuela, almacén, taller de cartuchería, punto de vigilancia y alojamiento de personal del Ministerio de Defensa. Esta ha sido la historia de este edificio, muy similar al del resto de edificios y fortificaciones que integran el patrimonio cultural de Ceuta.
La lenta disolución del carácter militar de Ceuta ha llevado a que muchos de los cuarteles, fuertes, murallas y garitones que sirvieron para la defensa de la ciudad dejarán de ser útiles y considerados, en muchos casos, un estorbo para el “progreso” de Ceuta.
Los cambios económicos y sociales mundiales se han acelerado en las últimas décadas. Durante los primeros estadios de este fenómeno, bautizado como la globalización, hubo una sana respuesta de la ciudadanía. Fue una reacción similar a la que encabezaron los románticos. Este pequeño grupo de personas tomaron conciencia de los grandes daños que la industrialización y la mecanización estaban provocando en la naturaleza, los paisajes y el patrimonio histórico de la mayor parte de los pueblos y ciudades. Surgieron en este contexto figuras sobresalientes y pioneras en el campo de la defensa cívica del patrimonio, como John Ruskin, William Morris o mi admirado y querido maestro Patrick Geddes. Su labor, su ejemplo y su tenacidad motivaron la aprobación de las primeras leyes dirigidas a la conservación y protección del patrimonio cultural. En la actualidad todos, o casi todos, los países del mundo cuentan con normativas específicas para la salvaguarda de los bienes culturales y naturales. Gracias a estas leyes se han podido conservar muchos monumentos y conjuntos históricos de extraordinario valor patrimonial. No obstante, la preservación de nuestro legado natural y cultural sigue siendo un asunto menor o irrelevante dentro de la política nacional y local, al menos en España.
A nuestros políticos les sigue importando mucho más los ladrillos nuevos que los antiguos. Los primeros les aportan ingresos lícitos en las arcas públicas e ilícitos en las cuentas personales y las de sus partidos políticos. Cuando hay dinero de por medio no hay zona natural ni monumento que se salve de la excavadora o de la piqueta. Los únicos que presentan batalla antes estos desmanes somos una pequeña minoría de ciudadanos, a los que nos llaman ecologistas o defensores del patrimonio. Somos los únicos que alzamos nuestra voz en defensa de nuestros bienes naturales y culturales. Y los únicos capaces de actuar, de manera activa, en la protección y conservación de nuestros menguantes recursos patrimoniales.
En el lugar en el que me encuentro no tengo más que girar la cabeza para apreciar los efectos que la mano del ser humano estaba dejando en nuestro patrimonio cultural y natural. Si miro a la derecha veo el fuerte de San Amaro aún humeante. Y si giro la cabeza a la izquierda atisbo en la lejanía la mancha negra que ha dejado el reciente incendio forestal en los alrededores del monte de la Tortuga. De igual modo, no tengo más que asomarme a los rocas que tengo a mis pies para reconocer la espesa capa de alquitrán que cubre los arrecifes costeros.
Todo se está volviendo negro, como el futuro de esta tierra y del planeta. El negro es el color del caos, de la noche y de la muerte. La noche toma al día. La negrura avanza inexorablemente absorbiendo a su paso todos los colores asociados a la vida, como el azul del cielo y el verde de los árboles. La vida aún resiste con fuerza, pero los seres humanos contribuimos poco, o de manera negativa, a su permanente renovación. En nuestra mano está ser co-creadores del cosmos y guardianes de la vida; o en destructores de la vida y cómplices del caos y de la muerte.
Yo, por mi parte, tengo claro en que bando quiero luchar. Me debo a la vida y estoy agradecido por todo lo que la naturaleza me ofrece a diario. En este momento observo a un grupo de “Vuelvepiedras” que, ajenas a mi pensamiento, se alimentan entre las piedras del litoral. Ellas viven al margen de todas las preocupaciones que ocupan la mente de los seres humanos. Son víctimas inocentes de nuestros desvaríos, egoísmos y vanidades, como también lo son el resto de animales y plantas que formaban parte de la bioesfera.
La naturaleza ha dotado al ser humano de inteligencia y conciencia para contemplar, percibir, sentir, pensar y actuar con el propósito de cultivar “nuestro jardín” tanto exterior como interior. Este es el verdadero sentido de la palabra cultura: el cultivo de nuestros paisajes y autocultivo de nuestro espíritu y nuestra mente. Todo lo demás que llamamos política cultural no es más que entretenimiento y vacuidad.
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