Ceuta, 26 de noviembre de 2015.
Hoy he entregado una copia de mi libro “El renacimiento de la Gran Diosa. Epifanía ceutí” a mi querido amigo Manolo Abad. Siempre he sentido una gran simpatía por este hombre inteligente y afable. Entre nosotros hay una gran complicidad y un mutuo aprecio.
Al escribir a Manolo Abad una carta de acompañamiento a mi libro, he recordado a su añorado hermano Pepe. Siendo yo un niño, y él nada más y nada menos que el Director Provincial de Cultura en Ceuta, Pepe Abad tuvo el detalle de reconocer mi labor de entrega de materiales arqueológicos a la Sala Municipal de Arqueología. Es muy probable que este gesto fuera determinante para enraizar mi temprana vocación de arqueólogo. Me animó a seguir buscando piezas arqueológicas y propició que empezara a colaborar con Don Emilio Fernández Sotelo, el entonces director de la Sala de Arqueología.
Es curioso cómo podemos influir en el destino de los demás con una acción en apariencia sencilla e intrascendente. En el momento de realizar esta acción o en el decir una palabra oportuna no podemos ni imaginar la repercusión que tener en el futuro de una persona o incluso en el devenir de la humanidad.
La influencia de nuestros propios actos son imprevisibles. Como decía Emerson en uno de sus ensayos, ninguno de los grandes genios que ha dado la humanidad eran conscientes de la repercusión que iban a tener aquellos descubrimientos que realizaron en su laboratorio o en lo que escribieron sentados frente a su escritorio. ¿Quién sabe el futuro que le espera a estas modestas palabras que escribo en esta libreta? Lo más probable es que no lleguen a ningún lado. Mi única esperanza es que algún día las pueden leer y apreciar mis hijos Alejandro y Sofía. Tendrán así la posibilidad de conocer mejor a su padre. Incluso mis nietos podrán saber algo de su abuelo José Manuel.
La escritura es algo más que un medio para satisfacer nuestro ego. Al igual que el destino de una semilla es dar lugar a una planta, con sus flores y frutos, el de los seres humanos es expresar nuestro pensamiento y ofrecer al mundo sabrosos frutos en forma de ideas y hazañas. La vida cobra sentido cuando es capaz de hacer brotar frutos que perduren más allá de la limitada existencia humana.
Podría escribir cuentos o novelas, pero en mi caso encuentro la inspiración en el seno de mi alma. Para escribir no necesito otra cosa que prestar oídos a los mensajes que provienen de mi interior. Lo cierto es que, con mayor o menor fortuna, no me cuesta mucho escribir. Las palabras fluyen con extraordinaria ligereza de mi mente. La escritura se ha convertido para mí en una gran aventura. La vida misma lo es. Me pongo a escribir y ni yo mismo soy capaz de predecir cuál será el resultado.
Mi hora preferida para escribir es la del amanecer. Lo primero que hago cuando me levanto es asomarme por la ventana y contemplar el firmamento aún oscuro. En los días despejados puede ver planetas como Júpiter, Marte o Venus. Esta última es lo que mejor se ve desde mi estudio ya que está orientado al sur. Es un punto brillante en el cielo que me recuerda el extraordinario milagro de la vida en el planeta tierra.
A esta hora de la madrugada tan solo se escucha el canto de los gallos y el rítmico piar de los pájaros. Todos duermen, pero mi mente está despierta, y a veces expectante. Dejo mi mente en blanco para poder escuchar lo que mi alma tiene que decirme o para estar atento a las señales que me llegan.
Hoy sentido el impulso de coger el diario de Walt Whitman. En su última anotación nos dejó testimonio de lo que el mismo llamó “una vieja lección y requisito”. Para mi querido bardo, “la democracia, en sus múltiples personalidades, en sus fábricas, talleres, tiendas, oficinas, a través de las densas calles y casas de las ciudades, y en todas las manifestaciones de su vida artificiosa, debe ser revitalizada por medio de una contacto regular con la luz exterior, el aire, el crecimiento, las escenas de granja, los animales, los árboles, los pájaros, la calidez del sol y la libertad de los cielos; de lo contrario indudablemente decaerá y palidecerá”. Whitman no concebía la democracia “sin que el elemento de la naturaleza forme parte principal, sea su elemento salutífero y de belleza, donde verdadera se halla toda la política, la salud, la religión y el arte del Nuevo Mundo”.
La misión de los verdaderos poetas y escritores, según Whitman, consiste en “apartar a la gente de sus continuos extravíos y abstracciones enfermizas para conducirla a lo común, divino, original y concreto”. Me contentaría como escritor si consiguiera que mis lectores se apartaran, aunque sea por unos minutos, de sus preocupaciones mundanas y prestaran atención a toda la belleza con la que se nos presenta la naturaleza. El mismo Whitman, después de haber sido testigo de los estragos provocados por la guerra de secesión y “tras haber agotado todo lo que de interesante tienen los negocios, la política, la convivencia, el amor y demás, y habiendo descubierto que nada de ello satisface finalmente o de forma permanente” se preguntaba: “¿Qué queda?”. Pues según Whitman “queda la naturaleza, la extracción de sus secretos íntimos, las afinidades de un hombre o de una mujer con el aire libre, los árboles, los campos, el cambio de las estaciones, el sol durante el día y las estrellas del cielo por la noche”.
Me siento afortunado por haber aprendido e interiorizado esta “vieja lección” de la vida cuando todavía esta late con fuerza. Aspiro a seguir siendo aprendiz y maestro de la naturaleza. Atiendo a la llamada de Walt Whitman. Lo siento a mi lado cada vez que escribo y voy a la naturaleza. Tal y como narra en uno de sus poemas dejo que me lleve a la cúspide cogiéndome con fuerza de la cintura con su mano izquierda y mostrándome con la mano derecha paisajes de continentes y el camino público. Tengo asumido, como Whitman nos advirtió, que ni él ni nadie pueden recorrer ese camino por mí. He de recorrerlo yo mismo. Y sé que no está lejos. Está al alcance. “Tal vez has andado sobre él desde tu nacimiento, sin saberlo. Tal vez está en todas partes, en el agua y en la tierra”.
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